Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
Rápidamente cogió con las dos manos agua de las Aguas de la Vida y corrió hacia la puerta. Detrás estaba la oscuridad.
Bastián se precipitó en ella… y cayó en el vacío.
—¡Papá! —gritó—. ¡Papá! ¡Soy… Bastián… Baltasar… Bux!
—¡Papá! ¡Papá! ¡Soy… Bastián… Baltasar… Bux!
Todavía gritando, se encontró sin transición en el desván del colegio desde el que una vez, hacía mucho tiempo, había ido a Fantasia. No reconoció el lugar enseguida, y por las extrañas cosas que vio a su alrededor —los animales disecados, el esqueleto y los cuadros—, hasta estuvo un segundo inseguro de si seguía estando en Fantasia. Sin embargo, luego vio un mapa del colegio y un candelabro oxidado de siete brazos con las velas apagadas, y supo dónde estaba.
¿Cuánto tiempo podía haber pasado desde que comenzó su gran viaje por la Historia Interminable? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años quizá? Una vez había leído la historia de un hombre que había estado solo en una gruta encantada y, cuando volvió, habían pasado cien años y de todos los hombres que había conocido solo vivía uno, que entonces había sido un niño pequeño y ahora era viejísimo.
A través de la claraboya del techo entraba la luz pálida del día, pero no se podía saber si era por la mañana o por la tarde. En el desván hacía un frío penetrante, lo mismo que la noche en que Bastián se marchó de él.
Se deshizo del montón de polvorientas mantas militares bajo las que estaba echado, cogió sus zapatos y el abrigo y comprobó que estaban húmedos, como en aquel día en que llovió tanto.
Se puso las correas de la cartera por los hombros y buscó el libro que robó y con el que empezó todo. Estaba totalmente decidido a devolvérselo al antipático señor Koreander. Que lo castigara por su robo, que lo denunciara o que hiciera algo peor… Para alguien que había corrido unas aventuras como las de Bastián no era fácil encontrar nada que le causara miedo. Pero el libro no estaba allí.
Bastián buscó y rebuscó, revolvió las mantas y miró por todos los rincones. No sirvió de nada. La Historia Interminable había desaparecido.
«Está bien», se dijo Bastián finalmente, «entonces tendré que decirle que ha desaparecido. Desde luego, no me va a creer. Pero no puedo hacer nada. Que pase lo que pase. Pero, ¿quién sabe si se acordará aún después de tanto tiempo? A lo mejor ni siquiera existe la tienda…».
Eso lo sabría pronto porque, ante todo, tenía que salir del colegio. Si no conocía ya a los profesores y alumnos que se encontrase, sabría lo que le esperaba.
Pero cuando abrió la puerta del desván y bajó a los pasillos del colegio lo recibió un silencio total. En el edificio no parecía haber alma humana. Y, sin embargo, el reloj de la torre del colegio estaba dando precisamente las nueve. Por lo tanto, era por la mañana y hacía tiempo que debían haber comenzado las clases.
Bastián miró en algunas aulas, pero en todas partes reinaba el mismo vacío. Cuando se acercó a una ventana y miró abajo a la calle, vio andar a unas cuantas personas y circular automóviles. Por lo tanto, el mundo, al menos, no había muerto.
Bajó la escalera hasta la gran puerta de entrada e intentó abrirla, pero estaba cerrada. Se dirigió a la puerta tras la cual estaba la vivienda del portero, llamó al timbre y golpeó, pero no se movió nada.
Bastián reflexionó. No podía esperar a que, alguna vez, pudiera venir alguien. Quería ir a casa de su padre. Aunque el Agua de la Vida se le hubiera derramado.
¿Debía abrir una ventana y gritar hasta que alguien lo oyera y se ocupara de abrir la puerta? No, eso le parecía un tanto vergonzoso. Se le ocurrió que podía trepar por una ventana. Las ventanas se abrían desde dentro. Pero las de la planta baja tenían todas rejas. Entonces pensó que, al mirar desde el primer piso a la calle, había visto un andamio. Evidentemente, estaban renovando el enlucido de una de las paredes exteriores del colegio.
Bastián subió otra vez al primer piso y se dirigió a la ventana. La abrió y salió afuera.
El andamio se componía sólo de vigas verticales, entre las cuales, a intervalos fijos, había tablas horizontales. Las tablas se balancearon con el peso de Bastián. Por un segundo sintió vértigo y tuvo miedo, pero los dominó. Para quien había sido Rey de Perelín, no había problemas… aunque no contara ya con aquellas fabulosas fuerzas físicas y el peso de su cuerpo gordo le causara alguna dificultad. Con prudencia y calma buscó asidero y apoyo para sus manos y pies y descendió por las vigas verticales. Una vez se clavó una astilla, pero aquellas menudencias no lo afectaban ya. Un tanto acalorado y jadeante, pero sano y salvo, llegó a la calle. Nadie lo había visto.
Bastián corrió hacia su casa. El estuche de lápices y los libros golpeaban al ritmo de sus pasos contra su cartera y le dio una punzada en el costado, pero siguió corriendo. Quería ver a su padre.
Cuando por fin llegó a la casa en que vivía, se quedó inmóvil un momento, mirando la ventana del laboratorio de su padre. Y entonces, de pronto, la angustia le oprimió el corazón, porque por primera vez se le ocurrió la idea de que su padre podía no estar ya allí.
Sin embargo, su padre estaba allí y, sin duda, debía de haberlo visto, porque cuando Bastián atravesó la puerta como un vendaval, vino corriendo a su encuentro. Abrió los brazos y Bastián se precipitó en ellos. Su padre lo levantó en alto y lo entró en la casa.
—Bastián, hijo —decía una y otra vez—, muchacho, chaval, ¿dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido?
Sólo cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina y el chico bebía leche caliente y comía panecillos que su padre le untaba cuidadosamente con abundante mantequilla y miel, se dio cuenta Bastián de lo pálido y delgado que era el rostro de su padre. Tenía los ojos enrojecidos y la barbilla sin afeitar. Sin embargo, por lo demás, su aspecto era el mismo que entonces, cuando Bastián se marchó. Bastián se lo dijo.
—¿Entonces? —preguntó su padre extrañado—. ¿Qué quieres decir?
—¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Desde ayer, Bastián. Desde que te fuiste al colegio. Cuando no volviste llamé al profesor y supe que no habías estado allí. Te he buscado todo el día y toda la noche, hijo. He avisado a la policía, porque me temía lo peor. Dios santo, Bastián, ¿qué te ha pasado? Casi me vuelvo loco de preocupación. ¿Dónde has estado?
Y entonces Bastián comenzó a contar lo que le había ocurrido. Lo contó muy detalladamente y tardó varias horas. Su padre lo escuchaba como nunca lo había escuchado. Comprendía lo que Bastián le contaba.
Hacia el mediodía lo interrumpió una vez, pero sólo para llamar a la policía y comunicarle que su hijo había vuelto y que todo estaba arreglado. Luego preparó la comida para los dos, y Bastián siguió contando. Era ya de noche cuando Bastián llegó en su relato hasta las Aguas de la Vida y contó cómo había querido traer agua a su padre y luego se le había derramado.
En la cocina era ya casi oscuro. El padre se sentaba inmóvil. Bastián se puso en pie y encendió la luz. Y entonces vio algo que nunca había visto antes.
Vio lágrimas en los ojos de su padre.
Y comprendió que, a pesar de todo, había podido traerle el Agua de la Vida.
Su padre, en silencio, lo atrajo hacia sí y lo abrazó, y los dos se hicieron mutuas caricias.
Después de estar sentados así largo rato, el padre respiró profundamente, miró a Bastián a la cara y empezó a sonreír. Era la sonrisa más feliz que Bastián le había visto nunca.
—Desde ahora —dijo el padre con una voz totalmente cambiada—, desde ahora todo será distinto entre nosotros, ¿no crees?
Y Bastián movió la cabeza afirmativamente. Tenía el corazón demasiado rebosante para hablar.
A la mañana siguiente había caído la primera nevada. Había nieve blanca y limpia en el quicio de la ventana del cuarto de Bastián. Todos los ruidos de la calle llegaban amortiguados.
—¿Sabes una cosa, Bastián? —dijo su padre de buen humor durante el desayuno—. Creo que los dos tenemos realmente todos los motivos del mundo para celebrarlo. Un día como hoy sólo se vive una vez en la vida… y muchos no lo viven jamás. Por eso te propongo que hagamos algo realmente estupendo. Yo no trabajo y tú no vas al colegio. Te escribiré una disculpa. ¿Qué te parece?
—¿Al colegio? —preguntó Bastián—. ¿Hay colegio aún? Ayer, cuando pasé por las aulas, no había alma humana. Ni el portero.
—¿Ayer? —respondió el padre—. Ayer era el primer domingo de Adviento, Bastián.
El muchacho revolvió pensativamente su cacao del desayuno. Luego dijo en voz baja:
—Creo que tardaré un poco en acostumbrarme otra vez del todo.
—Claro —dijo su padre asintiendo—, y por eso vamos a hacer fiesta los dos. ¿Qué es lo que más te gustaría? Podríamos hacer alguna excursión, o ir al zoológico… Al mediodía nos vamos a comer la mejor comida que se haya visto nunca. Por la tarde podemos ir de compras: lo que quieras. Y por la noche… ¿vamos al teatro?
Los ojos de Bastián brillaban. Luego dijo indeciso:
—Sin embargo, antes tengo que hacer otra cosa. Tengo que ir a ver al señor Koreander y decirle que le robé el libro y que lo he perdido.
El padre le cogió de la mano.
—Oye, Bastián: si quieres, puedo hacerlo por ti.
Bastián movió la cabeza.
—No —decidió—, es asunto mío. Quiero hacerlo yo mismo. Y lo mejor será que lo haga enseguida.
Se levantó y se puso el abrigo. El padre no dijo nada, pero en la mirada que lanzó a su hijo había sorpresa y respeto. El chico nunca se había portado antes así.
—Creo —dijo finalmente el padre— que yo también necesitaré algún tiempo para acostumbrarme a los cambios.
—Enseguida vuelvo —dijo Bastián, ya en el vestíbulo—. No tardaré mucho. Esta vez no.
Cuando estuvo ante la librería del señor Koreander, el valor lo abandonó otra vez. Miró al interior de la tienda por el cristal en que estaban las letras con arabescos. El señor Koreander tenía precisamente un cliente en aquel momento y Bastián prefirió esperar hasta que el cliente se hubiera ido. Empezó a andar arriba y abajo ante la librería del viejo. Otra vez comenzó a nevar.
Por fin salió el cliente de la tienda.
«¡Ahora!», se ordenó a sí mismo Bastián.
Pensó en cómo había afrontado a Graógraman en el Desierto de Colores de Goab. Decidido, levantó el picaporte. Detrás de la estantería que limitaba la oscura habitación por el otro extremo se oyó una tos. Bastián se aproximó y luego, un poco pálido pero serio y sereno, entró a donde estaba el señor Koreander, que se sentaba otra vez en su sillón de cuero gastado, lo mismo que en su primer encuentro.
Bastián guardó silencio. Había esperado que, rojo de cólera, el señor Koreander se lanzaría sobre él gritando «¡ladrón!», «¡criminal!» o algo parecido.
En lugar de ello, el viejo encendió ceremoniosamente su curvada pipa, contemplando mientras tanto al joven con los ojos entornados, a través de sus ridículas antiparras. Cuando la pipa se encendió por fin, el señor Koreander soltó unas bocanadas de humo insistentes y luego gruñó:
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué quieres otra vez?
—Yo… —comenzó a decir Bastián atragantándose— le he robado un libro. Quería devolvérselo, pero no puede ser. Lo he perdido o, mejor dicho… En cualquier caso ya no está.
El señor Koreander dejó de echar humo y se quitó la pipa de la boca.
—¿Qué libro? —preguntó.
—El libro que estaba leyendo usted cuando estuve aquí la última vez. Me lo llevé. Usted entró a hablar por teléfono y el libro se quedó en el sillón, de manera que, simplemente, me lo llevé.
—Vaya, vaya —dijo el señor Koreander carraspeando— Sin embargo, no me falta ningún libro. ¿Qué libro podía ser?
—Se titula
La Historia Interminable
—explicó Bastián—. Por fuera es de color cobre y brilla si se mueve de un Iado a otro. Tiene dos serpientes dibujadas, una clara y otra oscura, que se muerden la cola. Por dentro está impreso en dos colores… y tiene unas letras capitulares muy grandes y bonitas.
—¡Qué extraño! —dijo el señor Koreander—. Nunca he tenido un libro así. Por lo tanto, no puedes habérmelo robado. Quizá te lo hayas agenciado en otra parte.
—¡Qué va! —aseguró Bastián—. Tiene que acordarse usted. Es… —titubeó pero luego lo dijo—, es un libro mágico. Yo mismo entré en la Historia Interminable al leerlo, pero cuando salí otra vez el libro había desaparecido.
El señor Koreander observó a Bastián por encima de sus gafas.
—No me estarás tomando el pelo, ¿verdad?
—No —respondió Bastián casi estupefacto—, desde luego que no. Le estoy diciendo la verdad. ¡Usted debería saberlo!
El señor Koreander reflexionó un poco y luego sacudió la cabeza.
—Tienes que explicármelo todo mejor. Siéntate, muchacho. ¡Por favor, siéntate!
Señaló con el mango de la pipa el sillón que estaba frente al suyo. Bastián se sentó.
—Bueno —dijo el señor Koreander—: ahora cuéntame lo que quiere decir todo eso. Pero despacio y por su orden, si me permites que te lo diga.
Y Bastián comenzó a contar.
No lo hizo tan detalladamente como en casa de su padre, pero como el señor Koreander mostraba cada vez más interés y quería saber más detalles, pasaron más de dos horas antes de que terminara.
Quién sabe por qué pero, de forma curiosa, no fueron molestados por ningún cliente durante todo aquel tiempo. Cuando Bastián terminó su relato, el señor Koreander chupó largo tiempo su pipa ensimismado. Parecía sumido en profundos pensamientos. Finalmente carraspeó otra vez, se puso derechas las antiparras, miró a Bastián un rato inquisitivamente y luego dijo:
—Una cosa es segura: tú no me has robado ese libro porque no me pertenece a mí ni te pertenece a ti, sino a algún otro. Si no me equivoco, procede de Fantasia misma. Quién sabe, quizá precisamente en este momento alguien lo tendrá en sus manos y lo estará leyendo.
—Entonces, ¿me cree usted? —preguntó Bastián.
—Naturalmente —respondió el señor Koreander—. Cualquier persona sensata te creería.
—A decir verdad —dijo Bastián—, no había contado con ello.
—Hay seres humanos que no pueden ir a Fantasia —dijo el señor Koreander—, y los hay que pueden pero se quedan para siempre allí. Y luego hay algunos que van a Fantasia y regresan. Como tú. Y que devuelven la salud a ambos mundos.
—Bueno —dijo Bastián, poniéndose un poco colorado—, realmente no hice nada. Estuvo en un tris el que no volviera. Si no hubiera sido por Atreyu, ahora estaría con toda seguridad en la Ciudad de los Antiguos Emperadores.