La Historia Interminable (5 page)

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Authors: Michael Ende

—Me temo que no —gorjeó el diminutense—, hay que esperar mucho. Hay… cómo diría… una enorme afluencia de mensajeros.

—Huyhuy —gimió el silfo nocturno—, ¿por qué?

—Lo mejor —trinó el diminutense— es que lo vea usted por sí mismo. Venga, amigo Vúschvusul, ¡venga!

Los dos se pusieron en camino.

La calle principal, que ascendía por la Torre de Marfil en una espiral cada vez más estrecha, estaba llena de una densa multitud de extraños personajes. Gigantescos yinnis, ataviados con turbantes, diminutos duendes, trolls de tres cabezas, enanos barbudos, hadas luminosas, faunos de pies de cabra, mujercitas salvajes con piel de vellón dorado, resplandecientes espíritus de las nieves y otros seres innumerables subían y bajaban por la calle, formaban grupos hablando en voz baja, o se acurrucaban mudos en el suelo, mirando ante sí melancólicamente.

Cuando Vúschvusul los vio se quedó inmóvil.

—¡Huyhuy! —dijo—. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hacen aquí todos ésos?

—Son mensajeros —le explicó Úckuck en voz baja—, mensajeros de todas las regiones de Fantasia. Y todos traen el mismo mensaje que nosotros. He hablado ya con muchos de ellos. Al parecer, en todas partes ha surgido el mismo peligro.

El silfo nocturno dejó escapar un largo suspiro quejumbroso.

—¿Y se sabe qué es y de dónde viene? —preguntó.

—Me temo que no. Nadie puede explicárselo.

—¿Y la Emperatriz Infantil?

—La Emperatriz Infantil —dijo el diminutense en voz baja— está enferma, muy, muy enferma. Quizá sea ésa la causa de la incomprensible desgracia que se ha abatido sobre Fantasia. Pero hasta ahora ninguno de los muchos médicos que están reunidos en el recinto del palacio, ahí arriba, en el Pabellón de la Magnolia, ha podido averiguar por qué está enferma y qué se puede hacer para curarla. Nadie conoce el remedio.

—Eso —dijo el silfo nocturno sordamente— es, ¡huyhuy!, una catástrofe.

—Sí —respondió el diminutense—, eso es lo que es.

Dadas las circunstancias, Vúschvusul renunció de momento a solicitar audiencia de la Emperatriz Infantil.

Dos días después, por cierto, llegó también Blubb, el fuego fatuo, que naturalmente se había equivocado de dirección y había dado un enorme rodeo.

Y finalmente —otros tres días más tarde— llegó el comerrocas Pyernraizark. Vino a pie, apisonando el suelo, porque en un repentino ataque de hambre furiosa se había comido su bicicleta de piedra…, por decirlo así, como provisión de boca.

Durante el largo tiempo de espera, los cuatro desiguales mensajeros se hicieron muy amigos, y también luego siguieron juntos.

Pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

II

El Llamamiento de Atreyu

ien o mal, las deliberaciones que afectaban al porvenir de toda Fantasia se celebraban normalmente en el gran salón del trono de la Torre de Marfil, que se encontraba, en el interior del verdadero recinto del palacio, sólo unas plantas más abajo que el Pabellón del Magnolia.

Ahora, el salón amplio y redondo estaba lleno de una confusión de voces apagadas. Los cuatrocientos noventa y nueve mejores médicos del reino de Fantasia estaban allí reunidos, susurrando o cuchicheando entre sí, en grupos pequeños o grandes. Cada uno de ellos había visitado a la Emperatriz Infantil —unos hacía tiempo, otros recientemente— y cada uno había intentado ayudarla con su ciencia. Pero ninguno lo había logrado, ninguno conocía su enfermedad ni las causas, ninguno sabía cómo curarla. Y el número quinientos, el más famoso de todos los médicos de Fantasia, de quien se decía que no había hierba medicinal, hechizo ni secreto de la Naturaleza que no conociera, llevaba ya horas con la enferma, y todos esperaban con impaciencia el resultado de su visita.

Ahora bien, una reunión así no debe imaginarse, naturalmente, como un congreso de médicos humanos. Desde luego, en Fantasia había muchos seres que, en su aspecto exterior, eran más o menos parecidos a los hombres, pero había por lo menos otros tantos que parecían animales o criaturas de especies totalmente distintas. Si variada era la multitud de mensajeros que bullía fuera, igualmente diversa era la concurrencia del salón. Había médicos enanos con barba blanca y joroba, médicas hadas, con túnicas relucientes de un azul plateado y estrellas centelleantes en el cabello; había genios acuáticos de vientres abultados y membranas natatorias en pies y manos (para ellos se habían instalado expresamente baños de asiento), pero había también serpientes blancas, enroscadas en la gran mesa del centro del salón, elfos abeja y hasta brujas, vampiros y espectros que, en general, no eran considerados especialmente bienhechores y salutíferos.

Para comprender la presencia de estos últimos es absolutamente necesario saber una cosa:

La Emperatriz Infantil era —como indica su título— la soberana de todos los incontables países del reino sin fronteras de Fantasia, pero en realidad era mucho más que una soberana o, mejor dicho, era algo muy distinto.

No gobernaba, nunca había utilizado la fuerza ni hecho uso de su poder, no mandaba nada ni daba órdenes a nadie, nunca atacaba ni tenía que defenderse de ningún atacante, porque a nadie se le hubiera ocurrido levantarse contra ella ni hacerle daño. Para ella, todos eran iguales.

Sólo estaba allí, pero estaba allí de una forma especial: era el centro de toda la vida de Fantasia.

Y todas las criaturas, buenas o malas, hermosas o feas, divertidas o serias, necias o sabias, todas, estaban allí sólo porque ella existía. Sin ella no podía subsistir nada, lo mismo que no puede subsistir un cuerpo humano sin corazón.

Nadie podía comprender del todo su secreto, pero todos sabían que era así. Y por eso la respetaban por igual todas las criaturas de aquel reino, y todas se preocupaban igualmente por su vida. Porque su muerte hubiera sido también el fin de todos, el hundimiento del inmenso reino de Fantasia.

Los pensamientos de Bastián vagaban.

En su recuerdo, vio de pronto otra vez el largo pasillo de la clínica en que habían operado a Mamá. Él se había quedado sentado esperando muchas horas con su padre delante de la sala de operaciones. Cuando su padre había preguntado luego cómo estaba Mamá, había recibido sólo respuestas evasivas. Nadie parecía saber exactamente cómo estaba. Por fin había venido un hombre calvo de bata blanca, que parecía cansado y triste. Les había dicho que todos los esfuerzos habían sido inútiles y que lo sentía mucho. Les había dado a los dos la mano y había murmurado «mi sentido pésame».

Después, todo había cambiado entre su padre y Bastián.

No exteriormente. Bastián tenía todo lo que podía desear. Tenía una bicicleta de tres marchas, un tren eléctrico, muchas tabletas de vitaminas, cincuenta y tres libros, un hamster, un acuario con peces tropicales, una máquina de fotos pequeña, seis navajas y todo lo imaginable. Pero, en el fondo, todo eso no le importaba nada.

Bastián recordaba que su padre; antes, había jugado de buena gana con él. A veces, hasta le había contado o leído historias. Pero aquello había terminado. Ya no podía hablar con su padre. Alrededor de éste había como una pared invisible que nadie podía atravesar. A Bastián nunca lo reñía ni lo elogiaba. Tampoco dijo nada cuando lo suspendieron. Sólo lo miró de aquella forma ausente y preocupada, y Bastián tuvo la sensación de no estar allí. Esa sensación era la que casi siempre tenía con su padre. Cuando, por la noche, se sentaban juntos delante de la televisión, Bastián se daba cuenta de que su padre no la miraba, sino que estaba lejos, muy lejos con el pensamiento, donde él no podía alcanzarlo. O algunas veces, cuando los dos tenían un libro, Bastián se daba cuenta de que su padre no leía porque, durante horas, contemplaba la misma página sin pasarla.

Bastián comprendía que su padre estaba triste. También él había llorado entonces muchas noches, tanto que, a veces, tenía que vomitar a causa de los sollozos… pero aquello había pasado poco a poco. Y, después de todo, él estaba allí. ¿Por qué no hablaba su padre con él, por qué no hablaba de Mamá, de cosas importantes, y no solamente de lo imprescindible?

—Si se supiera al menos —dijo un espíritu del fuego largo y delgado— en qué consiste su enfermedad. No tiene fiebre, no tiene nada inflamado, ninguna erupción, ninguna infección. Es, simplemente, como si se estuviera extinguiendo… sin saber por qué.

Al hablar le salían de la boca, después de cada frase, pequeñas nubecillas de humo que formaban figuras. Aquella vez fue un signo de interrogación.

Un viejo cuervo desplumado, que parecía una gran patata en la que alguien hubiera clavado al azar unas cuantas plumas negras, respondió con voz graznante (era experto en enfermedades producidas por enfriamientos):

—No tose, no está constipada…, no es ninguna enfermedad en sentido clínico.

Se arregló las gruesas gafas sobre el pico y miró a los circunstantes con desafío.

—En cualquier caso, una cosa me parece evidente —zumbó un
scarabaeus
(coleóptero llamado también a veces «escarabajo pelotero»)—: entre su enfermedad y las horribles cosas de que nos informan los mensajeros de toda Fantasia existe una misteriosa relación.

—¡Bah! —le rebatió despectivamente un hombrecito de la tinta—. Usted no hace más que ver misteriosas relaciones por todas partes.

—¡Y usted no vé siquiera el borde de su tintero! —zumbó el
scarabaeus
irritado.

—¡Queridos colegas! —se quejó un espectro demacrado envuelto en una larga bata blanca—. No empecemos con disputas personales improcedentes. Y, sobre todo… ¡bajen la voz!

Esas y otras conversaciones se oían por todas partes en el gran salón del trono. Quizá pueda parecer extraño que seres tan distintos pudieran comprenderse entre sí. Pero en Fantasia casi todos los seres, incluidos los animales, conocían por lo menos dos idiomas: en primer lugar el propio, que sólo hablaban con los de su especie y no entendía ningún profano, y en segundo lugar uno general, llamado fantasio clásico o Gran Lenguaje. Todos lo dominaban, aunque algunos lo utilizasen de una forma un tanto peculiar.

De pronto se hizo el silencio en la sala y todos los ojos se dirigieron hacia la gran puerta batiente que se estaba abriendo. Entró Caíron, el famoso y legendario maestro del arte médico.

Era lo que, en épocas más antiguas, se llamaba un centauro. Tenía figura humana hasta las caderas y el resto de su cuerpo era de caballo. Sin embargo, Caíron era uno de los llamados centauros negros. Había venido de una región muy remota, situada lejos, muy lejos, al sur. Por eso su parte humana tenía el color del ébano y sólo su pelo y su barba eran blancos y rizados; su cuerpo de caballo, en cambio, era listado como el de una cebra. Llevaba un extraño sombrero de juncos trenzados. En torno a su cuello colgaba de una cadena un gran amuleto de oro, en el que podían verse dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo.

Bastián se interrumpió sorprendido. Cerró el libro —no sin poner previsoramente un dedo entre sus páginas— y miró otra vez con más atención la cubierta. ¡Allí estaban las dos serpientes que se mordían las colas formando un óvalo! ¿Qué podía significar aquel extraño signo?

Todo el mundo sabía en Fantasia lo que significaba aquel medallón: era el Signo que llevaba quien estaba al servicio de la Emperatriz Infantil y podía actuar en su nombre como si ella estuviera presente.

Quería decir que su portador tenía poderes secretos, aunque nadie supiera exactamente cuáles. Su nombre lo conocían todos: ÁURYN.

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