Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
—Entonces —dijo el viejo centauro— es mejor que te vayas sin despedirte. Yo me quedaré y se lo explicaré todo.
El rostro de Atreyu se volvió aún más tenso y duro.
—¿Por dónde he de empezar?
—Por todas panes y por ninguna —respondió Caíron—. A partir de ahora estás solo y nadie puede aconsejarte. Y así será hasta el fin de la Gran Búsqueda… acabe como acabe.
Atreyu asintió.
—¡Adiós Caíron!
—¡Adiós Atreyu! ¡Y… mucha suerte!
El muchacho se volvió e iba a salir ya de la tienda cuando el centauro lo llamó otra vez. Mientras estaban frente a frente el viejo le puso ambas manos sobre los hombros, lo miró con una sonrisa respetuosa en los ojos y dijo despacio:
—Creo que empiezo a comprender por qué te eligió la Emperatriz Infantil, Atreyu.
El muchacho bajó un poco la cabeza y luego salió con rapidez.
Fuera, delante de la tienda, estaba Ártax, su caballo. Era moteado y pequeño como un caballo salvaje, tenía las patas fuertes y cortas y, sin embargo, era el corcel más rápido y resistente a la redonda. Todavía llevaba silla y bridas, tal como lo había traído Atreyu de la caza.
—Ártax —le susurró dándole palmadas—, tenemos que marcharnos. Tenemos que irnos lejos, muy lejos, y nadie sabe si volveremos.
El caballito movió la cabeza y resopló suavemente.
—Está bien, señor —respondió—. ¿Y qué pasará con tu caza?
—Vamos a una caza mucho más importante —contestó Atreyu subiendo a la silla.
—¡Un momento, señor! —resopló el caballito—. Te has olvidado las armas. ¿Vas a salir sin arco y sin flechas?
—Sí, Ártax —respondió Atreyu—, porque llevo el Esplendor y debo ir sin armas.
—¡Ah! —exclamó el caballito—. ¿Y a dónde vamos?
—A donde tú quieras, Ártax —contestó Atreyu—. A partir de ahora estamos en la Gran Búsqueda.
Con estas palabras, salieron al galope y la oscuridad de la noche se los tragó.
Al mismo tiempo sucedía en otro lugar de Fantasia algo que nadie observaba y de lo que ni Atreyu y Ártax, ni tampoco Caíron, tenían la menor sospecha.
En un páramo nocturno muy lejano, las tinieblas se concentraron para formar una figura vaga y enorme. La oscuridad se fue espesando hasta que, incluso en aquella noche sin luz, el páramo pareció un formidable cuerpo hecho de negrura. Sus contornos no eran todavía precisos, pero se sostenían sobre cuatro zarpas y los ojos de su poderosa cabeza peluda ardían con un fuego verde. Levantó el hocico en el aire y husmeó. Así estuvo largo tiempo. Luego, de pronto, pareció haber encontrado el olor que buscaba, porque un profundo gruñido de triunfo salió de su garganta.
Comenzó a correr. A saltos grandes y silenciosos, aquella criatura de las sombras atravesaba velozmente la noche sin estrellas.
El reloj de la torre dio las once. Ahora empezaría el recreo. De los pasillos subía el griterío de los niños, que corrían abajo por el patio del colegio.
A Bastián, que seguía sentado en cuclillas en las colchonetas de gimnasia, se le habían dormido lis piernas. Al fin y al cabo, no era un indio. Se puso en pie, sacó el bocadillo del colegio y una manzana de la cartera y comenzó a andar arriba y abajo por el desván. Sentía un hormigueo en los pies, que lentamente se le despertaron.
Entonces se subió al potro de gimnasia y se sentó sobre él a horcajadas. Se imaginó que él era Atreyu, galopando en la noche sobre Ártax. Se inclinó sobre el cuello de su caballito.
—¡Hala! —gritó—. ¡Galopa, Ártax, ¡Hala, hala!
Luego se asustó. Era una imprudencia muy grande gritar tanto. ¿Y si alguien lo había oído? Esperó un rato, escuchando. Pero sólo llegó hasta él el griterío de muchas voces en el patio del colegio.
Un poco avergonzado, se bajó otra vez del potro. Realmente, se estaba comportando como un niño pequeño.
Desenvolvió el bocadillo y frotó la manzana contra su pantalón. Sin embargo, antes de morderla se detuvo un segundo.
—No —se dijo a sí mismo en voz alta—, tengo que administrar cuidadosamente mis provisiones. ¿Quién sabe para cuánto tiempo tendrán que bastarme?
Con el corazón oprimido, envolvió otra vez el bocadillo y lo metió de nuevo en la cartera, juntamente con la manzana. Luego se dejó caer suspirando en las colchonetas y cogió otra vez el libro.
La Vetusta Morla
uando el ruido de los cascos del caballo de Atreyu se apagó, Caíron, el centauro negro, se dejó caer de nuevo en su lecho de pieles. El esfuerzo lo había agotado. Las mujeres que, al día siguiente, lo encontraron en la tienda de Atreyu temieron por su vida. Incluso cuando, unos días más tarde, regresaron los cazadores, apenas estaba mejor, pero de todas formas pudo explicarles por qué se había marchado Atreyu y por qué tardaría en volver. Y como todos querían al muchacho, a partir de entonces se quedaron serios y pensaban en él preocupados. Al mismo tiempo, sin embargo, se sentían orgullosos de que la Emperatriz Infantil le hubiese encomendado precisamente a él la Gran Búsqueda aunque nadie pudiera entenderlo del todo.
Por lo demás, el viejo Caíron jamás volvió a la Torre de Marfil. Pero tampoco murió ni se quedó con los pieles verdes en el Mar de Hierba. Su destino debía llevarlo por otros caminos totalmente insospechados. Sin embargo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Aquella misma noche, Atreyu cabalgó hasta el pie de los Montes de Plata. Era ya de madrugada cuando hizo una pausa. Ártax pastó un poco y bebió agua con avidez de un claro arroyo de montaña. Atreyu se envolvió en su manto rojo y durmió unas horas. No obstante, cuando el sol salió estaban otra vez en camino.
El primer día atravesaron los Montes de Plata. Conocían cada senda y cada sendero y avanzaron rápidamente. Cuando tuvo hambre, el muchacho se comió un pedazo de carne de búfalo seca y dos pequeñas tortas de semillas que había guardado en un bolsillo de su silla de montar en realidad para la caza.
—¡Bueno! —se dijo Bastián—. De vez en cuando hay que comer.
Sacó el bocadillo de la cartera, lo desenvolvió, lo partió en dos, envolvió otra vez uno de los pedazos y lo guardó. El otro pedazo se lo comió.
El recreo había terminado y Bastián pensó en lo que debían de estar haciendo ahora en clase. ¡Ah, sí!, Geografía con la señora Karge. Había que recitar ríos y afluentes, ciudades y cifras de población, recursos naturales e industrias. Bastián se encogió de hombros y siguió leyendo.
A la puesta de sol, habían dejado atrás los Montes de Plata e hicieron alto otra vez. Aquella noche, Atreyu soñó con los búfalos purpúreos. Los vio avanzar a lo lejos por el Mar de Hierba e intentó acercarse a ellos con su caballo. Pero inútilmente. Siempre estaban a la misma distancia, por mucho que espoleara al caballito.
Al segundo día atravesaron el País de los Árboles Cantores. Cada uno de los árboles tenía una forma distinta, hojas distintas, distinta corteza, pero la razón de que se llamara así esa tierra era que se podía escuchar su crecimiento como una música suave, que sonaba de cerca y de lejos y se unía para formar un potente conjunto de belleza sin igual en toda Fantasia. Se decía que no dejaba de ser peligroso caminar por aquella región, porque muchos se habían quedado encantados, olvidándose de todo. También Atreyu sintió la atracción de aquel sonido maravilloso, pero no cayó en la tentación de detenerse.
A la noche siguiente soñó de nuevo con los búfalos purpúreos. Esta vez él iba a pie y los búfalos pasaron por delante, en un gran rebaño. Pero estaban fuera del alcance de su arco y, cuando quiso darles caza, se dio cuenta de que tenía los pies clavados al suelo y no podía moverse. El esfuerzo que hizo para soltarse lo despertó. Estaba amaneciendo aún, pero partió inmediatamente.
El tercer día vio las torres de cristal de Eribo, en las que los habitantes de la región capturaban y guardaban la luz de las estrellas. Con ella hacían objetos maravillosamente decorados pero que, salvo ellos, nadie sabía en Fantasia para qué servían.
Encontró incluso a algunas de aquellas gentes, pequeñas figuras que parecían también sopladas en vidrio. De forma extraordinariamente amistosa, le dieron de comer y de beber, pero a su pregunta de cómo podría saber algo sobre la enfermedad de la Emperatriz Infantil se sumieron en un silencio triste y desconcertado.
A la noche siguiente, Atreyu soñó una vez más que los rebaños de búfalos purpúreos pasaban ante él. Vio cómo uno de los animales, un macho especialmente grande y majestuoso, se separaba de los demás y se dirigía, lentamente y sin dar señales de miedo ni cólera, hacia donde él estaba. Y, como todos los verdaderos cazadores, Atreyu tenía el don de ver enseguida, en cada animal, el sitio en que tendría que acertarle para matarlo. El búfalo purpúreo se situó incluso de una forma en que le presentaba claramente ese lugar como blanco. Atreyu puso una flecha en su sólido arco y lo tensó con todas sus fuerzas pero no pudo disparar. Tenía los dedos pegados a la cuerda y no podía separarlos.
Y eso mismo o algo parecido le ocurrió en los sueños de las noches siguientes. Cada vez se acercaba más al búfalo purpúreo —que, por cierto, era precisamente el que en realidad había querido cazar: lo conocía por su mancha blanca en la frente—, pero por alguna razón no podía disparar la flecha mortal.
Durante el día seguía cabalgando, alejándose cada vez más, sin saber a dónde iba ni encontrar a nadie que pudiera aconsejarlo. Todos los seres con que se tropezaba respetaban el amuleto de oro que llevaba, pero ninguno podía responder a su pregunta.
Una vez vio de lejos las calles de llamas de la ciudad de Brousch, donde vivían criaturas cuyo cuerpo era de fuego, pero prefirió no entrar. Atravesó la gran meseta de los azafranios, que nacen viejos y mueren cuando son bebés. Llegó a Muamaz, el templo de la selva, en el que una gran columna de piedra lunar flota en el aire, y habló con los monjes que viven en el templo. Pero también de allí tuvo que marcharse sin respuesta.
Casi una semana llevaba vagando así de un lado a otro cuando, al séptimo día y en la noche siguiente, le pasaron dos cosas muy distintas que cambiaron fundamentalmente su actitud interior y exterior.
El relato hecho por el viejo Caíron de los horribles sucesos que se estaban produciendo en toda Fantasia le había impresionado, pero hasta entonces había sido para él sólo un relato. El séptimo día, sin embargo, vio algo con sus propios ojos.
Cabalgaba hacia el mediodía por un bosque espeso y oscuro formado por árboles especialmente gigantescos y nudosos. Era aquel Bosque de Haule en el que, algún tiempo antes, se habían encontrado los cuatro mensajeros. En aquella región, eso lo sabía Atreyu, había trolls de la corteza. Eran, según le habían dicho, individuos e individuas gigantescos que parecían nudosos troncos de árbol. Si, como era su costumbre, se mantenían inmóviles, se los podía tomar realmente por árboles y pasar por delante sin sospechar nada. Sólo cuando se movían se veía que tenían unos brazos como ramas y unas piernas torcidas semejantes a raíces. Eran, desde luego, tremendamente fuertes, pero no peligrosos. Todo lo más, les gustaba de vez en cuando jugárles malas pasadas a los viajeros extraviados.
Atreyu acababa de descubrir un claro del bosque por el que serpenteaba un arroyuelo, y había descabalgado para que Ártax bebiera y pastara, cuando de pronto oyó detrás de sí violentos crujidos y chasquidos y se volvió.
Del bosque venían hacia él tres trolls de la corteza, cuya vista hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Al primero le faltaban las piernas y la parte inferior del cuerpo, de forma que tenía que andar con las manos. El segundo tenía un enorme agujero en el pecho, a través del cual se podía mirar, y el tercero brincaba sobre su única pierna porque le faltaba toda la mitad izquierda del cuerpo, como si lo hubieran partido por en medio.