La Historia Interminable (17 page)

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Authors: Michael Ende

Atreyu calló. Se sentía como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. En eso no había pensado realmente: en que no hubiera ninguna clase de fronteras. Todo había sido inútil.

Apenas se dio cuenta de que los gigantes de los vientos reanudaban su lucha. Le daba lo mismo lo que ocurriera ahora. Se aferró a la melena del dragón cuando éste, súbitamente, se vio lanzado hacia arriba por un torbellino. Envueltos entre relámpagos, giraron a toda velocidad y luego se ahogaron casi en estruendosos aguaceros horizontales. De pronto se vieron arrastrados por un soplo abrasador, en el que casi ardieron, y ya estaban entrando en un granizo que no estaba hecho de granos sino de agujas de hielo, largas como lanzas, que caían hacia el abismo. Y otra vez se vieron absorbidos hacia arriba y arrojados de un lado a otro. Los vientos luchaban entre sí, disputándose la supremacía.

—¡Agárrate bien! —gritó Fújur cuando una ráfaga de viento lo tumbó de espaldas.

Pero era ya demasiado tarde. Atreyu había perdido su asidero y se precipitaba en el vacío. Cayó y cayó, y luego no supo nada más.

Cuando recobró el sentido, estaba sobre la blanda arena. Oyó el ruido de las olas y, al levantar la cabeza, vio que había sido arrojado a una playa. Era un día gris y brumoso, pero sin viento. La mar estaba en calma y nada indicaba que, hacía poco, se hubiera desencadenado allí un combate entre los gigantes de los vientos. ¿O había ocurrido quizá en otro lugar lejano y muy distinto? La playa era plana; por ninguna parte se veían rocas ni elevaciones y sólo algunos árboles torcidos y retorcidos se alzaban en el polvo como grandes garras.

Atreyu se incorporó. A unos pasos vio su manto rojo de pelo de búfalo. Se arrastró hasta él y se lo echó por los hombros. Con asombro pudo comprobar que el manto estaba apenas húmedo. Así pues, llevaba mucho tiempo allí.

¿Cómo había llegado? ¿Y por qué no se había ahogado? Le vino algún recuerdo oscuro de unos brazos que lo llevaban y de unas voces extrañas que cantaban: «¡Pobre chico, guapo chico! ¡Sostenedlo! ¡No dejéis que se hunda! «

Quizá había sido sólo el murmullo de las olas.

¿O eran sirenas y genios acuáticos? Probablemente habrían visto el Pentáculo y, por eso, le habían salvado. Involuntariamente se llevó la mano al amuleto… ¡Y no estaba allí! La cadena que llevaba al cuello había desaparecido. Había perdido el medallón.

—¡Fújur! —gritó Atreyu tan alto como pudo. Se puso en pie de un salto, corrió de un lado a otro y llamó por todas partes: —¡Fújur! ¡Fújur! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta. Sólo el murmullo regular y lento de las olas que bañaban la arena.

¡Quién sabe a dónde habrían empujado los gigantes de los vientos al dragón blanco! Quizá Fújur estaba buscando a su pequeño señor en algún lugar totalmente distinto, muy lejos de allí. Quizá no vivía ya.

Atreyu no era ya un jinete de dragón ni un enviado de la Emperatriz Infantil… Era sólo un niño. Y muy solo.

El reloj de la torre dio las seis.

Fuera estaba ya oscuro. La lluvia había cesado. Reinaba un silencio total. Bastián contempló fijamente las llamas de las velas.

Entonces se sobresaltó, porque el entarimado había crujido.

Le pareció que oía respirar a alguien. Contuvo el aliento y escuchó. Salvo el pequeño círculo luminoso que arrojaban las velas, el enorme desván estaba ahora envuelto en tinieblas.

¿No se oían unos pasos suaves en la escalera? ¿No se había movido lentamente el picaporte de la puerta del desván? El entarimado crujió de nuevo.

¿Y si hubiera fantasmas en aquel desván… ?

—¡Qué va! —dijo Bastián a media voz—. No hay fantasmas. Todo el mundo lo dice.

Pero entonces, ¿por qué había tantas historias de fantasmas?

Quizá los que decían que no había fantasmas sólo tenían miedo de reconocerlo.

Atreyu se envolvió bien en su manto rojo, porque tenía frío, y se puso a andar tierra adentro. El paisaje, por lo que podía ver a pesar de la niebla, apenas variaba. Era llano y uniforme, aunque, poco a poco, entre los retorcidos árboles se veían cada vez más matorrales, unos arbustos que parecían hechos de hojalata oxidada y eran casi tan duros. Era fácil herirse :con ellos si no se ponía cuidado.

Aproximadamente al cabo de una hora, Atreyu llegó a un camino empedrado con piedras salientes de formas irregulares. Se decidió a seguirlo, pensando que tendría que llevar a algún sitio, pero encontró más cómodo andar por el polvo junto al camino que sobre el desigual empedrado. El camino seguía un curso sinuoso, y torcía a la derecha o a la izquierda sin que pudiera descubrirse razón para ello, porque tampoco allí había colinas ni ríos. En aquella región todo parecía torcido.

Atreyu no había andado mucho rato aún de aquella forma, cuando oyó en la lejanía un ruido extraño y retumbante que se acercaba. Era como el sordo redoble de un gran tambor, y mezclado con él se oían sonidos agudos, como de pequeñas flautas y campanillas. Se escondió tras un arbusto al borde del camino y esperó.

La extraña música se acercó despacio y, finalmente, surgieron de la niebla las primeras figuras. Evidentemente bailaban, pero no con un baile alegre o gracioso, sino que daban saltos con movimientos sumamente extravagantes, se revolcaban por el suelo, se arrastraban a cuatro patas y se comportaban como locos. Lo único que se oía entretanto era el sordo y lento golpear del tambor, los agudos pitidos y un gemir y jadear de muchas, gargantas.

Cada vez eran más: una comitiva que parecía no tener fin. Atreyu observó los rostros de los danzantes, que eran grises como la ceniza y estaban inundados de sudor, aunque sus ojos ardían con un brillo salvaje y febril. Muchos se azotaban con látigos.

«Son dementes», pensó Atreyu, y un escalofrío recorrió su espalda.

Por lo demás, pudo comprobar que la mayor parte de la procesión se componía de silfos nocturnos, duendes y fantasmas. También había vampiros y muchas brujas, viejas con grandes jorobas y pelos de chivo en la barbilla pero también jóvenes, que parecían bellas y malvadas. Evidentemente, Atreyu había llegado a uno de los países de Fantasia poblados de criaturas de las tinieblas. Si hubiera tenido aún a ÁURYN, se hubiera dirigido a ellas sin titubear para preguntarles qué pasaba. Así, sin embargo, prefirió esperar en su escondite a que la estrafalaria procesión hubiera pasado y el último rezagado se hubiera perdido, saltando y cojeando, entre la niebla.

Sólo entonces se atrevió a volver al camino y mirar a la fantasmal comitiva. ¿Debía seguirla o no? No podía decidirse. En realidad, ya no sabía qué debía o podía hacer.

Por primera vez sintió claramente cuánto necesitaba el amuleto de la Emperatriz Infantil y qué desvalido estaba sin él. No era realmente por la protección que le había dado —todos los esfuerzos y privaciones, todos los miedos y soledades había tenido que soportarlos con sus propias fuerzas—, pero, mientras había llevado el Signo, nunca se había sentido inseguro sobre lo que tenía que hacer. Como una brújula misteriosa, el Signo había dirigido su voluntad y sus decisiones en la dirección adecuada. Ahora en cambio era distinto: ya no había ninguna fuerza secreta que lo guiara.

Sólo para no quedarse paralizado, se obligó a sí mismo a seguir a la comitiva de espectros, cuyo sordo tamborileo podía oírse aún en la lejanía.

Mientras avanzaba ligero por la niebla —teniendo cuidado siempre de mantener una distancia prudente con el último rezagado— intentó ver clara su situación.

¿Por qué, ay, por qué no habría escuchado a Fújur cuando le aconsejó que volviesen inmediatamente a la Emperatriz Infantil? Le hubiera transmitido el mensaje de Uyulala y le hubiera devuelto el Esplendor. Sin ÁURYN y sin Fújur no podría llegar ya hasta ella, la Emperatriz Infantil lo esperaría hasta el último instante de su vida, confiando en que llegara, creyendo que traería la salvación para ella y para Fantasia… ¡Pero sería en vano!

Eso sólo era ya suficientemente malo, pero peor era lo que había sabido por los gigantes de los vientos: que no había fronteras. Si era imposible salir de Fantasia, era imposible también pedir ayuda a una criatura humana de más allá de sus fronteras. ¡Precisamente porque Fantasia era infinita, su fin era inevitable!

Mientras seguía andando a traspiés por el desigual empedrado, a través de los jirones de niebla, oyó mentalmente la suave voz de Uyulala y una minúscula chispa de esperanza se encendió en su corazón.

En otro tiempo habían llegado seres humanos a Fantasia para dar a la Emperatriz Infantil nombres siempre nuevos y magníficos, había cantado Uyulala. Por lo tanto, ¡había un camino para pasar de un mundo a otro!

«Si no podemos, ninguno,

ellos pueden al momento.»

Sí, ésas habían sido las palabras de Uyulala. Lo que pasaba era que los seres humanos habían olvidado ese camino. Pero, ¿no podría ser que uno, sólo uno, lo recordase otra vez?

El que para sí mismo no hubiera esperanza no le preocupaba nada a Atreyu. Lo único importante era que una criatura humana oyese el llamamiento de Fantasia y viniera como había ocurrido en todos los tiempos. Y quizá, ¡quizá alguno se había puesto ya en marcha y estaba en camino!

—Sí, sí, —gritó Bastián. Se asustó de su propia voz y añadió más bajo:— ¡Yo iría a ayudaros si supiera cómo! No sé el camino, Atreyu. De veras que no lo sé.

El sordo redoble del tambor y los estridentes pitidos habían callado y, sin darse cuenta, Atreyu se había acercado tanto a la procesión que casi tropezó con las últimas figuras. Como estaba descalzo, sus pasos no hacían ningún ruido… pero no fue eso lo que hizo que aquellas gentes no le hicieran caso. Hubiera podido saltar también con botas de suela de hierro y dar gritos, y nadie se hubiera preocupado.

Ya no formaban una comitiva, sino que estaban, muy dispersos, en un campo de hierba gris y lodo. Muchos se tambaleaban ligeramente de un lado a otro, otros estaban de pie o se acurrucaban inmóviles, pero todos los ojos, en los que había un empañado brillo calenturiento, miraban en la misma dirección.

Y entonces vio Atreyu lo que miraban en una especie de éxtasis horrible: al otro lado del campo estaba la Nada.

Era tal como Atreyu la había visto ya antes con los trolls de la corteza desde la copa del árbol o en la llanura donde habían estado las puertas mágicas del Oráculo del Sur, o a gran altura, desde las, espaldas de Fújur,.pero hasta entonces sólo la había visto de lejos. Ahora, sin embargo, estaba de improviso muy cerca de ella; la Nada llenaba el paisaje entero, era gigantesca y se acercaba lenta, muy lentamente, pero sin pausa.

Atreyu vio que las figuras espectrales del campo que había ante él comenzaban a estremecerse, retorcían sus miembros, como acometidas por calambres, y tenían la boca abierta, como si quisieran gritar o reír, aunque reinaba un silencio de muerte. Y entonces —como si fueran hojas secas arrastradas por un golpe de viento— todas se precipitaron al mismo tiempo hacia la Nada y cayeron, se desplomaron o saltaron dentro de ella.

Apenas había desaparecido el último de aquel tropel espectral, en silencio y sin dejar rastro, Atreyu vio con espanto que también su cuerpo comenzaba a moverse, con pequeñas sacudidas, hacia la Nada. Un deseo irresistible de precipitarse igualmente en ella quiso apoderarse de él. Atreyu puso en juego toda su fuerza de voluntad y resistió. Se forzó a permanecer inmóvil. Lenta, muy lentamente, consiguió volverse y abrirse camino hacia adelante, paso a paso, como si luchara contra una poderosa corriente invisible. La resaca se hizo más débil y Atreyu corrió, corrió tan deprisa como pudo sobre el irregular empedrado del camino. Se resbaló, cayó, se levantó otra vez y siguió corriendo, sin pensar a dónde lo llevaría aquel camino entre la niebla.

Siempre corriendo, siguió sus vueltas absurdas y sólo se detuvo cuando ante él surgieron de la niebla los altos muros de una ciudad, negros como la pez. Detrás se alzaban algunas torres torcidas contra el cielo gris. Las gruesas hojas de madera de la puerta de la ciudad estaban podridas y descompuestas, y colgaban oblicuamente de sus oxidadas bisagras.

Atreyu entró.

Cada vez hacía más frío en el desván. Bastián comenzó a helarse y a tiritar.

Y si se pusiera enfermo ahora… ¿qué sería de él? Por ejemplo, podía coger una pulmonía como Willi, el más joven de su clase. Entonces tendría que morirse en el desván completamente solo. No habría nadie para ayudarlo.

Le hubiera alegrado mucho en ese momento que su padre lo encontrara y lo salvara.

Pero volver a casa… No, eso no podía hacerlo. ¡Antes la muerte!

Cogió el resto de las mantas militares y se envolvió con ellas cuidadosamente por todos lados.

Poco a poco, fue entrando en calor.

IX

La Ciudad de los Espectros

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