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Authors: Michael Ende
—¿Un observatorio? —preguntó Atreyu, que no conocía la palabra.
Énguivuck asintió con los ojos chispeantes de orgullo. Con un gesto de la mano, invitó a Atreyu a seguirlo.
Entre las enormes losas de piedra subía un pequeño sendero que daba muchas vueltas. En varios lugares, donde el sendero era especialmente empinado, había diminutos escalones tallados que, naturalmente, eran demasiado pequeños para los pies de Atreyu. Simplemente, se los subía de un salto. Sin embargo, tenía que esforzarse para seguir al gnomo, que trotaba ágilmente delante de él.
—Una clara noche de luna —le oyó decir a Énguivuck—. Podrás verla.
—¿A quién? —quiso saber Atreyu—. ¿A Uyulala?
Pero Énguivuck negó con la cabeza enfadado y siguió adelante bamboleándose.
Por fin llegaron a lo alto de la torre de rocas. El suelo era plano y sólo en un costado se alzaba una especie de parapeto natural: una barandilla de losas de piedra. En el centro de esas losas había un agujero, evidentemente hecho con herramientas. Delante del agujero había un pequeño catalejo, sobre un trípode de madera de raíz.
Énguivuck miró por él, lo ajustó ligeramente haciendo girar unos tornillos y luego hizo con la cabeza un gesto de satisfacción, invitando a Atreyu a echar una ojeada a su vez. Atreyu obedeció la indicación, aunque tuvo que echarse en el suelo y apoyarse en los codos para poder mirar por el tubo.
El catalejo estaba orientado hacia la gran puerta de piedra, de forma que se veía la parte inferior de la pilastra derecha. Y Atreyu vio que, junto a esa pilastra, erguida y totalmente inmóvil a la luz de la luna, había una imponente esfinge. Sus patas delanteras, en las que se apoyaba, eran de león, la parte trasera de su cuerpo de toro, en la espalda tenía unas poderosas alas de águila y su rostro era el de un ser humano… por lo menos en cuanto a la forma, porque su expresión no era humana. Era difícil saber si aquel rostro sonreía, o reflejaba una tristeza inmensa o una indiferencia total. A Atreyu, después de haberlo contemplado durante un rato, le pareció lleno de una maldad y una crueldad abismales, pero enseguida tuvo que corregir su impresión al no encontrar en él más que serenidad.
—¡Déjalo ya! —oyó la voz del gnomo en su oído—. No lo averiguarás. A todo el mundo le pasa igual. También a mí. Durante toda mi vida la he observado y no he podido lograrlo. ¡Y ahora, la otra!
Hizo girar uno de los tornillos, la imagen se desplazó, pasando por la abertura del arco, detrás del cual sólo se extendía una llanura vacía, y apareció a la vista de Atreyu la pilastra de la izquierda donde, en la misma posición, había una segunda esfinge. Su cuerpo imponente relucía, extrañamente pálido y como de plata líquida, a la luz de la luna. Parecía mirar fijamente a la primera esfinge, de igual modo que la primera miraba inmóvil en su dirección.
—¿Son estatuas? —preguntó Atreyu en voz baja, sin poder apartar la vista.
—¡Oh no! —respondió Énguivuck con una risita—. Son dos esfinges de verdad, vivas… ¡y muy vivas! Pero para ser la primera vez, ya has visto bastante. Ven, vamos abajo. Te lo explicaré todo.
Y tapó con la mano el catalejo, de forma que Atreyu no pudo ver más. En silencio, regresaron por el mismo camino.
Las Tres Puertas Mágicas
újur seguía durmiendo profundamente cuando Énguivuck, con Atreyu, volvió a la cueva de los gnomos. La vieja Urgl había preparado entretanto una mesita al aire libre, cubriéndola con toda clase de cosas dulces y espesos jugos de bayas y plantas.
Había además pequeños cuencos para beber y una jarrita llena de una tisana caliente y aromática. Dos diminutas antorchas, alimentadas con aceite, completaban la escena.
—¡Sentaos! —ordenó la mujercita—. Atreyu tiene que comer y beber algo antes para recuperar las fuerzas. La medicina sola no basta.
—Gracias —dijo Atreyu—, pero me siento ya muy bien.
—¡No me lleves la contraria! —resopló Utgl—. Mientras estés aquí harás lo que se te diga, ¿entendido? El veneno de tu cuerpo ha sido neutralizado. Por lo tanto, no hace falta que te apresures, muchacho. Tienes todo el tiempo que quieras, de manera que tómatelo con calma.
—No se trata sólo de mí —objetó Atreyu—: la Emperatriz Infantil se está muriendo. Quizá importe cada hora.
—¡Sandeces! —refunfuñó la viejecita—. Con prisas no se hace nada. ¡Siéntate! ¡Come! ¡Bebe! ¡Vamos! ¿A qué esperas?
—Según mi experiencia con esa mujer —susurró Enguivuck—, lo mejor es seguirle la corriente. Cuando se le mete algo en la cabeza no hay nada que hacer. Además, nosotros dos tenemos que hablar.
Atreyu se sentó con las piernas cruzadas ante la diminuta mesa y se sirvió. A cada trago y cada bocado le parecía realmente como si una nueva vida cálida y dorada afluyera a sus venas y músculos. Sólo entonces se dio cuenta de lo débil que había estado.
A Bastián se le hacía la boca agua. De repente le pareció oler la comida de los gnomos. Husmeó el aire pero, naturalmente, era sólo imaginación.
Su estómago se hacía oír. Bastián no pudo aguantar más. Cogió lo que le quedaba del bocadillo y la manzana de su cartera y se los comió. Luego se sintió mejor, aunque distaba mucho de estar lleno.
Entonces comprendió que aquélla había sido su última comida. Esas palabras lo asustaron. Intentó no pensar más en ello.
—¡De dónde sacas tantas cosas ricas? —le preguntó Atreyu a Urgl.
—Ay, hijito —dijo ella—, hay que ir muy lejos, lejísimos, para encontrar las hierbas y las plantas adecuadas. Pero él, ese cabezota de Énguivuck, quiere vivir precisamente aquí… ¡a causa de sus importantes estudios! De dónde pueda venir la comida no le preocupa.
—Mujer —respondió dignamente Énguivuck—, ¡qué sabes tú lo que es importante y lo que no lo es! ¡Vete y déjanos hablar!
Urgl se metió lloriqueando en la pequeña cueva, donde se puso a armar mucho ruido con toda clase de cacharros.
—¡Déjala! —cuchicheó Énguivuck—. Es una buenaza, pero a veces tiene que desahogarse. ¡Escucha, Atreyu! Ahora te explicaré algo que debes saber sobre el Oráculo del Sur. No es tan fácil llegar hasta Uyulala. Incluso resulta bastante difícil. Sin embargo, no quiero darte una conferencia científica. Quizá sea mejor que me hagas preguntas tú. Yo tengo tendencia a perderme en los detalles. De manera que ¡pregunta!
—Está bien —dijo Atreyu—: ¿quién o qué es Uyulala?
—¡Maldita sea! —rezongó Énguivuck fulminándolo indignado con la mirada—. Haces preguntas tan directas como las de mi vieja. ¿No puedes empezar por otra cosa?
Atreyu reflexionó y preguntó luego:
—Esa gran puerta de piedra que me has enseñado con las esfinges… ¿Es la entrada?
—¡Eso está mejor! —respondió Énguivuck—. Así haremos progresos. La puerta de piedra es la entrada, pero después hay otras dos puertas y sólo detrás de la tercera vive Uyulala… Si es que puede decirse de ella que vive.
—¿Tú has estado alguna vez con ella?
—¡Pero qué te imaginas! —contestó Énguivuck, un poco contrariado otra vez—. Yo trabajo científicamente. He reunido los informes de todos los que estuvieron dentro. Siempre que han vuelto, claro. ¡Es un trabajo importantísimo! No puedo permitirme correr riesgos personales. Eso podría afectar a mi obra.
—Comprendo —dijo Atreyu—, ¿y qué pasa con las tres puertas?
Énguivuck se puso en pie, cruzó los brazos a la espalda y empezó a andar de un lado a otro, mientras explicaba:
—La primera se llama la Puerta del Gran Enigma. La segunda la Puerta del Espejo Mágico. Y la tercera la Puerta sin llave…
—Es extraño —le interrumpió Atreyu—. Por lo que pude ver, detrás de la puerta de piedra no había más que una llanura desnuda. ¿Dónde están las otras puertas?
—¡Calma! —dijo Énguivuck imperiosamente—. Si me interrumpes siempre no podré explicarte nada. ¡Todo es muy difícil! Lo que pasa es que la segunda puerta aparece sola
mente cuando se ha atravesado la primera. Y la tercera sólo cuando se ha dejado atrás la segunda. Y Uyulala únicamente cuando se ha entrado por la tercera. Antes no hay nada de todo eso. Sencillamente, no están allí, ¿comprendes?
Atreyu movió afirmativamente la cabeza, pero prefirió callarse para no irritar más al gnomo.
—La primera, la Puerta del Gran Enigma, es la que has visto con mi catalejo. Con las dos esfinges. Esa puerta está siempre abierta… como es lógico. No tiene batientes. Sin embargo, nadie puede pasar por ella, salvo si… —Énguivuck levantó en el aire un minúsculo dedo índice—, salvo si las esfinges cierran los ojos. La mirada de una esfinge es algo totalmente distinto de la mirada de cualquier otro ser. Nosotros y todos los demás seres percibimos algo con la mirada. Vemos el mundo. Pero una esfinge no ve nada; en cierto sentido, es ciega. En cambio, sus ojos transmiten algo. ¿Y qué transmiten sus ojos? Todos los enigmas del mundo. Por eso las dos esfinges se miran mutuamente. Porque la mirada de una esfinge sólo puede soportarla otra esfinge. ¡Y puedes figurarte lo que le ocurre a quien se atreve a interferir el intercambio de miradas entre las dos! Se queda petrificado en el sitio y no puede moverse hasta haber resuelto todos los enigmas del mundo. Bueno, encontrarás los restos de esos pobres diablos cuando llegues.
—¿Pero no dijiste —objetó Atreyu— que a veces cierran los ojos? ¿No duermen las esfinges de vez en cuando?
—¿Dormir? —Énguivuck se estremeció de risa—. Válgame el cielo, dormir una esfinge. No, claro que no. No tienes ni idea. Sin embargo, tu pregunta no es totalmente disparatada. Hasta coincide con la dirección en que se orientan mis investigaciones. Ante algunos visitantes, las esfinges cierran los ojos y los dejan pasar. La cuestión que hasta ahora nadie ha podido aclarar es: ¿por qué precisamente a unos sí y a otros no? No se trata, en modo alguno, de que dejen entrar a los sabios, los valientes y los buenos, y cierren el paso a los tontos, los cobardes y los malos. ¡Ni soñarlo! He visto con mis propios ojos, y más de una vez, cómo han dejado entrar precisamente a algún estúpido mentecato o un infame bribón, mientras las personas más decentes y sensatas esperaban a menudo inútilmente durante meses y tenían que volverse por último con las manos vacías. Tampoco el que alguien quiera ver al Oráculo por estar en un aprieto o sólo para distraerse parece desempeñar ningún papel.
—¿Y tus investigaciones —preguntó Atreyu— no te han dado ningún indicio?
A Énguivuck se le puso otra vez la mirada centelleante de cólera.
—¿Es que no me escuchas? Ya te he dicho que, hasta hoy, nadie ha aclarado la cuestión. Naturalmente, he elaborado algunas teorías con el paso de los años. Al principio pensé que el aspecto decisivo por el que se guiaban las esfinges eran determinadas características físicas: estatura, belleza, fuerza o algo así. Sin embargo, pronto tuve que desechar esa idea. Luego intenté determinar alguna relación numérica; por ejemplo, si de cada cinco tres se quedaban siempre fuera o si sólo entraban los números primos. Resultaba bastante exacto en lo que al pasado se refería, pero en las predicciones fracasó totalmente. Ahora pienso que la decisión de las esfinges es totalmente casual y no tiene lógica alguna. Pero mi mujer opina que eso sería una tesis calumniosa y antifantásica y no tendría nada que ver con la ciencia.
—¿Otra vez con esas tonterías? —se oyó regañar a la mujercita desde la caverna—. ¡Qué vergüenza! Sólo porque tu cerebrín se te ha secado dentro de la cabeza crees que puedes rechazar los grandes misterios, ¡viejo zoquete!