Pero siempre terminó en un mal día, ya que como nadie nos dijo que no podíamos comer tanto y de todo, algunos se murieron del empacho y yo pasé muy mal, vomitando y con gran dolor de barriga, aunque con una mano de plátanos bien escondida y el deseo de curarme pronto para salir corriendo y devorarla.
Creo que la visita del padre Soldati fue una de las pocas grandes alegrías que recibimos los reos y fue más la contentera al saber que al coronel lo llevaron cargado de cadenas al cuartel de Buena Vista, cuando se enteraron de que se bañaba tanto que nosotros padecíamos sed.
Bueno, voy a contar otro de los alegronazos y fue el día en que nos dejaron en libertad A todos los reos.
Solamente que fue una lástima que después de darnos la libertad no se me permitiera ir para mi rancho, que si tal hubiera hecho, dudo de que me encontraran ya nunca más hasta el día del Juicio Final.
El coronel que mandó en el presidio fue siempre escogido por tener la mejor cualidad qué un ser humano puede tener para mandar a los reos: una total indiferencia sobre el dolor del hombre.
Allá de vez en cuando llegó uno que otro con un poco de «piedad», lo que significaba que impedía dar leño hasta matar.
Hubo otros que no contentos con nuestra situación, inventaron nuevas formas de tortura.
Castigo. Tortura. Asesinatos.
Fueron años sin cuento en que buenamente los ciudadanos de Costa Rica creyeron que la única ley capaz de reformar al hombre malo era la fuerza del castigo.
En Puntarenas había casas donde hacían corrillo alrededor de los soldados que salían con permiso después de un año de servicio y reían a palma batiendo cuando les narraban las cosas del penal.
Preguntaban por Fulano, Mengano, Zutano y cuando el soldado decía que el tal ya había muerto asesinado, en un intento de fuga o algo por el estilo, los oyentes ponían cara de tristeza:
—¡Qué lástima que se haya muerto cuando todavía merecía treinta años más de castigo!
Los seres que vivimos dentro de un penal no tenemos valor. Eramos materia manej able y con nuestro espíritu se podía hacer cualquier cosa.
Y lo hacían.
Vi cómo en el presidio los hombres se convertían en «cosas» y a veces en algo bastante extraño como le pasó a Torio.
Hombres muy hombres se volvían mujeres; inocentes en criminales; tontos en avispados; inteligentes en locos; locos en cabos de vara; criminales de negro corazón en hombres de respeto frente a los que había que bajar la voz por estar investidos de autoridad. Hombres a los que se pide consejo siendo malos hasta con ellos mismos y se les da cuenta de todo cuando son allegados al coronel y por tener una verga de toro en sus manos.
Convertía a seres humanos en barro, en polvo, en piedra, en basura, en cosas que son mucho más bajas que la basura.
Lo que nunca, nunca llegue A conocer en el presidio, fue a un hombre rico. Seguramente porque los ricos no delinquen…, o si lo hacen, la sociedad no les permite darse cuenta…
Coroneles, que al nombrárseles comandantes del presidio, solamente tenían un ideal: salir millonarios del penal.
¿Qué cada semana se moría de hambre un hombre, o varios, y que cada tres años se renovaba en su totalidad la población penal?
¡Eso no importaba!
De todas las cárceles rumbo a San Lucas fluía la corriente de ladrones, rateros, asesinos, de hombres malos.
¿Qué los más se mueren como perros y se revuelcan en su propia inmoralidad? Eso no importa, ¿acaso no somos reos?
Para Puntarenas salían los botes de vela cargados de los productos que se producían en la isla en los inviernos, que luego de vendidos, iban a engrosar los arcones del señor coronel ya convertido en piezas de plata y de oro.
En alguna temporada mandaron trescientos, cuatrocientos o quinientos presidiarios y cuando venía la epidemia del cólera con su manto de muerte, quedábamos nada más que cien. Pero después, crecía la corriente del delito y los reos llegaban de nuevo.
No se puede negar que alguna tarde perdida llegó un coronel con moral, pero el medio, la tentación, vale más en un penal que las ideas.
Las ideas son como lo que yo en estos momentos hago con mis dedos: ¡basura! Pero lo que daba más tristeza es que a veces nosotros éramos gobernados por seres que también merecían una cadena al pie y un hierro en el alma. Hombres torvos, ignorantes, verdugos, sin moral, sin conciencia. No había entre ellos marcada diferencia al compararlos con el más fiero de los encadenados de nuestro salón.
Hubo un coronel que se llamaba Venancio.
Era íntimo amigo del señor Presidente de Costa Rica.
(Antes de que se me olvide voy a anotar que la República de Costa Rica es aquella que está muy lejos de nuestra isla, al otro lado del mar y en el Continente Americano.)
El Presidente lo envió para que se hiciera rico y don Venancio, ni tardo ni con pereza, al final de un año ya teñía sus buenos miles de pesos en su cuenta y a los dos años era propietario en Heredia de una manzana de casas nuevas.
Era tan ignorante que se parecía a mí, que tengo que dar a otro las cartas a leer y a que me las hagan; pero en lo que respecta a su imaginación para crear entradas a su bolsa y variedad de castigos, era único.
Voy a contar uno solo de los castigos que inventó cuando aquí era el dios de la isla.
Antonio, el hermano de Generoso, aquel muchacho que murió en la prueba del calabozo donde nos metieron cuando ingresamos al presidio, guardaba en su pecho un rencor callado para con el jefe de los enterradores que profanó el cuerpo de su hermano ya muerto. El recuerdo lo fue envenenando en tal forma que entre sus primeras ideas fue hacerse de un filoso puñal, pero ocultó muy bien a todos su intención de matar al cabo de enterradores. Era muy joven y no tenía siquiera el asomo de bigote, de modo que cuando ingresó al presidio se vio asediado por la plana mayor de los sodomos o sea por los cabos de vara. De uno y otro fue escuchando proposiciones en donde se le ofrecía hasta el cielo.
Antonio no cayó en las garras de los degenerados y por el contrario, les hizo saber a boca abierta que el primero que intentara hacer algo a él cuando dormía, le llenaría el pellejo de tantos agujeros como cuadros tenía una de las zarandas para colar la arena que se sacaba del mar.
Como tales palabras las decía en un tono de voz un tanto raro, como de persona que no tiene fe ni en la paz de los sepulcros, y como se rumoraba que estaba cargado de cadenas por un crimen nada común y capaz de pararle los pelos de punta a cualquiera, nadie osaba decirle muchas palabras para pasar del hecho al atentado.
Pero esa regla se la brincó el propio cabo de enterradores.
Este hombre le perseguía, le enviaba cartas de amor, le hacía llegar papayas que se robaba y alguna que otra vez le obsequiaba billetes de dos colores.
Y un día de esos que alguna mañana se presenta con sabor a feo, estando Antonio en el interior, el citado cabo de vara le quiso tocar el miembro, a lo que respondió el muchacho limpiamente amarrándose el pantalón y sacando el puñal se lo hundió hasta el mango cerca del corazón, con una suerte tal para el cabo, que la hoja de acero fue desviada por un hueso.
Como era usual en tales casos, se reunieron tres cabos de vara jefeados por el más vil y perverso de los hombres que el presidio de San Lucas tuvo y que difícilmente haya tenido penal alguno: un viejo llamado Mamita Juana.
Este, además de ser un malvado de entrañas corrompidas en toda la expresión de la palabra, con el corazón como un poco de sangre rancia, era el que tenía el negocio de vender marihuana y a más de una suprema fama como sodomo, se le tenía como el verdugo más terrible del presidio. Estaba preso por habérsele descubierto ser el jefe de una banda de morfinómanos y se decía que él fue la primera persona que traficó con drogas en el país.
En la Penitenciaría Central de San José llegó Mamita Juana a tener tanta garantía, que portaba por su calidad de cabo de vara hasta un revólver al cinto. Solía decir que él podía hacer lo que en gana le viniera, gracias a su amistad con el hermano del señor Presidente.
Este Mamita Juana al frente de los otros tres cabos de vara, armados de macanas, se acercaron donde estaba Antonio arrinconado y todavía con su puñal rojo de sangre en la mano. Mamita Juana y sus compañeros no se atrevieron a entrar.
En ese momento apareció el coronel Venancio.
Era el coronel director del presido. Hombre bajo de piernas, con una guerrera tachonada de estrellas y medallas. Al estilo de los generales de agua dulce tan conocidos —dicen— en todo Costa Rica por esos tiempos. Cargaba su prominente barriga, una mirada fiera desde el fondo de unos ojos asesinos se regaba sobre el ambiente y no había mirada, que cuando se clavaba en uno, le convertía como en un buey al que se le ha puesto un yugo. Por la cara, enmarañado a veces y estilizado en otras, se le alzaba un bigote que retocaba a lápiz.
Haciendo a un lado a Mamita Juana y demás verdugos, con palabras amables invitó al muchacho para que se rindiera. Entre otras cosas le decía señalando a los carniceros que con las macanas estaban detrás de él listos para caerle encima:
—Mira, muchacho, si no te rindes, estos carniceros te convertirán en papilla a leñazos —y dejando entre sus labios un tono de ternura agregó—: Te ruego, hijo mío, que me entregues el puñal y te prometo bajo palabra de militar que nada te ha de pasar.
Ante tales palabras, Antonio —muchacho al fin— se acercó y entregó su puñal.
De inmediato se volvió Mamita Juana ante el coronel en la espera de órdenes y éste le gritó:
—¡Amárrenlo, pero sin hacerle daño!
Le ataron las manos y a una señal del señor coronel marcharon todos para el muelle. Los reos les seguimos con la mirada hasta que la comitiva encabezada por don Venancio se perdió en la puerta de rejas fuera del edificio.
El coronel cumplió al pie de la letra su palabra de militar y Antonio no fue maltratado.
Unos compañeros contaron punto a punto lo que sucedió.
Llegaron hasta el cerro de piedras que se adentraba en el mar y que aterradas de lastre y arena hacía la vez de muelle para que atracaran los bongos, botes y lanchas.
El coronel ordenó que Antonio fuera parado cerca del final de ese muelle y donde el mar tenía una profundidad de cinco metros. Y después de decir que así se iba a castigar a toda persona que intentara contra la autoridad de un cabo de vara, con las manos extendidas trató de empujar sobre el pecho de Antonio para lanzarle al mar. El muchacho al ver las intenciones del coronel y al sentirse con las manos esposadas y una cadena al pie, sin posibilidad de salvarse en caso de ir al mar, se aferró a esas manos del militar y apretando contra él al viejo, se lanzó al agua. Ya en el mar hizo todo lo que pudo por ahogarse junto con el coronel, pero la jauría que estaba presente se lanzó también y logró desatar del abrazo fatal al jefe. El muchacho no salió más, pues el peso de la cadena lo arrastró hasta el fondo.
El comandante, furioso por el susto y el ridículo en que estuvo, mandó que azotaran a todos los que habían mirado la escena, ordenando de paso que nadie dijera nada, aunque una hora después el penal lo sabía, hablando todo el mundo con una respetuosa admiración por el acto de Antonio.
En tanto allá abajo, un revoloteo de espuma y agua colorada que iba tiñendo al mar, dio a conocer que los tiburones hacían su festín con el pobre hermano de Generoso.
Y así terminó la vida ese muchacho, que cuando alguna tarde me encontraba muy cansado solía regalarme un pedazo de limón de los que él a hurtadillas recogía en la chanchera. O simplemente en alguna oportunidad pasaba horas hablando con una gran tristeza de su hermano, el pobre Generoso.
En tres años siguientes la manera favorita de castigar a los hombres, impuesta por el coronel Venancio, fue esa, cuando herían a un compañero, intentaban una fuga, atentaban contra la vida del cabo de vara.
El mismo los conducía al muelle sin permitir que nadie los maltratara ya que a un «hombre indefenso atado a una cadena no se le debe maltratar…», «y hay que recordar que algún día ese hombre se ve libre de la cadena y entonces…», «mejor el otro procedimiento».
El otro procedimiento era dirigido por él y se repetía el gesto de Antonio, un hombre impotente en la orilla de las piedras con el mar a su espalda mirando con ojos de inquietante súplica al comandante, el que a un ademán de su fusta, uno de los verdugos y casi siempre Mamita.
Juana empujaba al mar.
Y luego las burbujas de aire que iban saliendo, muy pocas… Un esperar de tiburones. Y el mar quietecito que lentamente se iba tiñendo de rojo.
En tres años, más de una docena de hombres recibieron ese castigo y uno de ellos por algo tan sin gracia como fue el delito de haber arrojado contra la cara de un cabo de vara un jarro de agua caliente y haber expresado después que el «día de su libertad lo primero que iba a hacer sería matar al coronel…»
Y como pasa tantas veces para la vida de los hombres presidiarios, en tanto que todo eso sucedía, Dios miraba para otro lado…
En el libro de
salidas
del presidio los hombres aniquilados en tal forma se anotaban como muertos en
un intento de fuga.
Siempre me llamó la atención ver cómo los hombres libres de un penal, los que representaban a la sociedad en su diferente grado, suelen callar las barbaridades que ven a cada día. Aman tanto su puesto y el sueldo, que anteponen el interés a la misma dignidad humana.
Los que mandaban eran crueles y la crueldad era el pan de cada día.
Y yo tenía la seguridad de que si alguna persona hubiera llevado hasta los oídos del Presidente de Costa Rica la historia de lo que pasaba dentro del penal de San Lucas, éste se hubiera muerto de risa.
[1]
Y es que en un penal hasta a los empleados se les termina tratando como si fueran reos y no se detienen a pesar que si no fuera por su culpable silencio el presidio tendría más humanidad.
El presidio de San Lucas fue gobernado, dije, por hombres de toda calaña y algunos, como el coronel Venancio, de la más baja índole humana. Unos fueron tontos, ladrones casi todos, criminales no faltaron.
El robo fue hijo de todos los directores sin excepción durante los primeros veinticinco años de mi estadía en el penal. Y así fue en una historia de setenta años. Cuando el Consejo Superior de Defensa Social se hizo cargo del presidio muchos años después para convertirlo en una colonia penal, encontró que en todos los años de su historia el erario no había recibido cinco céntimos del famoso lugar.