Para las personas que todavía no conocíamos el sonido aterrador de los hierros en tan gran cantidad, cuando se mueven como uno solo en fila, era algo que no llegábamos a comprender muy bien. Ninguna fila de ganado, de cerdos, de cabras, es igual a una fila de reos.
Sus cadenas gritan piedad, llaman a la oración como campanarios de iglesia, como si sobre yunques siniestros estuvieran a una sola vez martillando todas las campanas del mundo hasta convertirlas en pedazos.
Y puede que no esté muy errada la comparación: dentro del yunque de la indiferencia del hombre para con el hombre que ha perdido la libertad, aquellas filas guiadas por el punto suspensivo de un látigo riente cuando la sangre brinca, va marcando también la pausa, pasito a pie, en que se nos va desmoralizando a fuerza de mazo hasta quedar convertido en una pieza más del presidio: al igual que una verga de toro…, la punta de una bayoneta, el anillo de la cadena, una bola redonda de hierro; como no sé qué de todo lo siniestro que el presidio es y que la palabra no da para definir, ni para contar; como no se puede hablar y escribir, decir y recordar de todo lo que el hombre sufre cuando su condición está más baja que la de una bestia: un reo.
Empezaron a quedar lejos los recuerdos que poblaron mis días de libertad.
El presidio es una montaña donde hay que luchar y si bien se vive la mitad de todas las cosas, se debe ser valiente para conservar la vida entera. Me fue necesario un aprendizaje nuevo.
¡Todo nuevo!
Lejos ya el rostro de mis cosas lindas.
Lejanos recuerdos de mi bote, de mi rancho y de mi río.
Ahora serían los tiempos de las crecidas del mar con su ir y venir hasta la playa para sacar piedras de la costa.
Antes eran los meses de esperar para sembrar el maíz, criar cerdos, cosechar el arroz, ser feliz y creer en la alegría de María Reina.
Ahora todo se me había quedado atrás y para siempre: la única compañera fiel que me quedaba era la cadena para llevarla por todas partes y en muchos años como si ella fuera parte de mi carne, de mis manos, de mis pies; dejándome en pocos meses la huella de su besar sobre mi piel y una llaga naciente y repetida que se hacía cruz sobre la carne. Aprendía todo lo nuevo en un mundo en el que no se me tomaba como un hombre, sino como un número; en que la comida tendría que recibirla en papeles y hojas de plátano o en la cuenca de mis manos hasta lograr un tarro y saber, día con día, que el hambre es la más cruel de todas las torturas que el hombre aplica a sus semejantes cuando es director de un penal.
Conocí las horas, los días, los meses de horno que imperan en los calabozos y las noches de frío.
Si la gente anda desnuda, sin más que un trapo en la cintura y su inseparable cadena, es porque no tiene nada para ponerse. Cada seis años nos daban un uniforme a rayas que usábamos hasta caerse a pedazos porque en todos esos años era imposible lograr un pedazo de jabón para lavarlo.
¿Jabón he dicho?
Allá donde el baño de agua sin sal es un lujo y el baño de agua de mar un sueño porque nadando se puede llegar a ser libre, el jabón es algo imposible de conocer y casi se olvida hasta el olor que tiene.
Los días de prueba pasaron y fuimos llevados al pabellón de los reos de más alta pena.
En el lugar donde duermen hay una serie de salones anchos colocados en semicírculo y alrededor de un hueco que alguna vez fue pozo para recoger las aguas del invierno, y que era largo para abajo como un bejuco de tarzana, grueso como el árbol de tamarindo y hondo… más hondo de lo que es posible que sea la boca de los infiernos.
En ese pozo había una tapa de madera y sobre ella pasaban los reos arrastrando las cadenas. En las noches, de ese pozo (ahora usado como supercalabozo para casos de extrema peligrosidad o maldad), brotaban quejidos temerosos y lamentos de angustia que parecían hijos de la noche misma y que llevados por los vientos semejaban el último gritar de los coyotes con hambre que en las noches se escuchaban horadando en paz nocturna, de colina en colina, hasta más allá de la última curva del camino.
Dentro de ese hueco tapado con una gruesa rueda de cedro y atada con cadenas, estaban los hombres por muy poco tiempo ya que por más de un mes con seguridad encontraban la muerte. Estaban ahí entre otros los que mataron a un compañero, a un guardia, y sobrevivieron al flagelo.
Pero ya lo he dicho, siempre terminaba el reo en cadáver.
Los salones eran pequeños y dormíamos tirados sobre ladrillos. En el centro estaba un medio estañón que servía de sanitario y que cada día era sacado por los reos más viejos.
Cuando alguno hacía algo que el cabo de varas pensaba que era mal hecho, se le obligaba a sacar los excrementos y orines del estañón con sus propias manos.
El Director se había negado una y otra vez a permitir camones en cada salón, con el dicho de que ello iría a estorbar las cadenas, ya que era
duro
molestar a los que dormían, con el movimiento de subir y bajar cada cadena desde la tarima.
La autoridad dentro de cada salón o por los trabajos, era un mismo recluso. El famoso cabo de vara la mayor de las veces era un archicriminal con una pena perpetua y que gozaba, eso sí, de máxima garantía. Ni siquiera era obligado a llevar la cadena que mandaba la ley. En nuestro pabellón, donde en un campo de diez metros de fondo por cinco de ancho y tres de alto se hacinaban cien hombres, únicamente el cabo de vara tenía camón.
Uno a la par de otro hasta llegar a cien, era como dormíamos.
Dos o tres tenían una estera debajo, tirada sobre el suelo, toda llena de piojos, de alepates, que eran compañeros de nuestra desgracia por una cantidad de mil y de miles.
Por eso todos teníamos sarna, tratada por el encargado del botiquín con frotaciones de carbolina allá de tanto en tanto, cuando solía llegar un poco de ese líquido.
Pronto me enteré que a los cabos de vara se les toleraba algo que fue terriblemente extraño para mí, ya que entre todas las cosas malas que existen en el mundo jamás llegué a saber de eso que llaman vicio y es cuando los hombres se convierten en mujeres.
Todas las noches un muchacho joven se acercaba hasta donde estaba el cabo de vara y dormía junto a él. El amor entre los hombres por demás, en aquel ambiente, no tenía en la mirada de nadie nada de repugnante: ni siquiera para el comandante. Al no existir mujeres, sencillamente se toleraba con la excepción de casos extremos que fueran llevados a cabo ante la mirada de los soldados. Pero, aunque al principio me pareció repugnante, luego esas miradas de amor, los papeles encendidos de ternura cuando había pleitos, los pasos afeminados y provocativos y el cortejo fervoroso de algún hombre para con otro al que deseaba conquistar, y hasta besarse dulce y tiernamente ante la mirada de todos los demás compañeros, era cosa corriente.
En nuestro salón se daban besos al regresar del trabajo, se trataban con cariño las parejas establecidas, había momentos de celos y «la mujer» guardaba celosamente las cartitas de amor, los regalos del amante, y cuando el afeminado miraba a su «hombre» lo hacía con la misma forma de mirar firme y acariciante con que María Reina solía mirarme.
Alguna entre las noches, como ratones que mordisquean algo se escuchaba un lento y acompasado ondular de las cadenas chocando en la obscuridad y que decía muy bien lo que estaba pasando.
Durante la noche, como en nuestro salón eran varias las parejas, a cualquiera hora uno escuchaba el ruido de la cadena.
Es más: había una «señora» que antes de que pasara el soldado apagando la luz de aquella lámpara del centro, sacaba un espejito redondo quebrado por un lado y de un cajón un poco de polvos que «ella misma había hecho» con sólo moler arroz entre dos piedras y retocándose aquí y retocándose allá, se ponía un camisón blanco (o que alguna vez fue blanco) y hacía ademanes de «estar lista» en tanto que varios ojos ávidos «la miraban».
Era como la mujer pública de nuestro salón y vestía regularmente bien ya que cada noche recibía un cliente cuando menos. Cuando la luz del candil se apagaba (a las siete de la noche) un ir del sexo se desplazaba hasta donde esa mujer pública. Aunque no se podía mirar, se adivinaban marchar hasta su esquina. El precio, eso sí, era algo prohibitivo como «ella solía decir».
—La mujer que no se estime, no vale nada —decía pasando su mano endurecida por el machete, sobre su cabeza pelada de rape—; por eso el que quiera estar conmigo tiene que darme diez panes o media libra de tabaco.
Y hacía el negocio.
Temblando entre mis manos alguna noche sentía el eco ondulado y cálido de las formas de María Reina, mi mujercita de quince años. Su cabello era un ovillito de amor que se prendía entre los pliegues de mi hombro. Un perfume barato inundaba nuestro rancho y sus besos de aquella boca dulce y abierta me recorrían el alma. Y ahora yo pensaba, cómo era posible, Dios mío, cómo era posible.
Un tiempo de días, de años, de meses, de angustias sin fin llegó a contarme que en San Lucas, isla de los hombres solos, todo era posible.
Los hombres que ejercían negocio de ramera eran muchachos de 14, 15 o 18 años.
Cuando éstos ingresaban al presidio eran seducidos por los cabos de vara, una vez, dos veces, y luego la efervescencia del sexo hacía todo lo demás. Bien por la simple amenaza, por temor a informes contrarios que iban a acarrear graves castigos o sencillamente por el hambre y la necesidad, los muchachos caían en el vicio. Primero oponían algún reparo. Luego una noche les despierta un ruido de cadenas y sienten junto a la garganta el filo de un puñal y luego un par de manos golosas que le corren apretándole las piernas, el fondillo, y después…
¡Ah, en el presidio todo termina en vicio!
Alguna vez nos tocó un cabo de vara que solía jugar en los dos casos: el femenino y el masculino.
En los destinos, durante el trabajo, cuando uno miraba a ese hombre montado en cólera por cualquier cosa; dando duro con la verga sobre la espalda de cualquiera de nosotros, sin importarle que tuviéramos o no un machete entre las manos; me extrañaba que fuera el mismo que en las noches, una vez pasado el contar de los reos y cerrada la bartolina, se empolvara las piernas e hiciera ademanes sugestivos con los ojos, las manos, la boca abierta que no tenía dientes… y que ante cualquier hombre, de responderle a una mirada de ansia, ya se desmayaba de amor.
Estos cabos de vara eran los niños mimados de la comandancia. Poseedores de un terrible mando que ellos usaban a su saber y placer. Caminaban con una verga de toro en la cintura y cuando se trataba de un pleito o un amago de motín, sin contemplaciones entraban dando vergazos a diestra y siniestra.
También era tal el proceder en los trabajos, que cuando un hombre no caminaba rápido por el dolor de las cadenas o el cansancio en ese sol del Pacífico —que es único— nos dejaba con la lengua por fuera sin darnos aliento para continuar el trabajo, el cabo de vara con su látigo caía sobre nuestros cuerpos hasta que su fuerza no diera más. Cuando eso sucedía, el soldado más próximo dirigía la boca de su rifle ante la víctima por si sacaba un puñal o algo parecido, para dejarle muerto al instante.
Raro el día en que un hombre no fuera tratado de tal forma y por culpa de tales flagelos cada semana un preso era entregado a la cuadrilla de enterradores.
Nuestra ropa era mala, sucia, hedionda y llena de piojos. Por supuesto que algunos andaban totalmente desnudos ya fuera por haber gastado el uniforme, o porque sencillamente lo jugaron a los dados y no han vuelto a tener suerte para rescatarlo.
El uniforme era un vestido que no tenía bolsa, ni cuello, ni pasaderas para la faja o mecate que a nosotros nos servía como tal. El pantalón y la camisa, de estilo pijama. Estaba la tela cruzada de franjas al través como uno de esos peces o «mojarras» que tanto ronronean en los tajamares.
Cuando uno ingresa, el cabo de vara le decomisa la ropa «para guardarla», y si por casualidad usted la mira después en el cuerpo de algún soldado, no hay que imaginar que el cabo de vara la ha vendido. ¡Sálvele Dios de semejante pensamiento! Sencillamente
sigue guardada…
La ropa mía pude mirarla tres días después usada por uno de los soldados, pero me cuidé muy bien de hacer preguntas. Además, no la necesitaba por estar en los inicios de una pena perpetua.
Y es sabido que el hombre que ingresó con pena perpetua a San Lucas ya nunca más logró ver la libertad de nuevo, a no ser que hiciera una fuga.
El vestido que me dieron cuando ingresé al penal y que me seguirían dando cada dos o tres años por un tiempo largo hasta después de 18 años en que terminó la modalidad de obligar al reo a que usara esa ropa, era casi siempre usado. Cuando un reo moría, le daban su vestido a otro, ya que el comandante consideraba un gran desperdicio enterrar a un reo con su uniforme, pues el muerto ya no lo iba a necesitar. Y así, sin lavar, oliendo quizá a fiebres palúdicas, era dado a otro reo que por estar desnudo lo recibía muy contento sin saber que algunas veces estaba también recibiendo su propia mortaja por ser la heredad de un sifilítico que sudó mil veces con ese traje.
Los piojos hambrientos que se había nutrido del cuerpo enfermo y por unas horas estuvieron en ayunas, apresurados caían sobre la sangre ya marchita del nuevo recluso que heredaba el traje.
Pero la miseria era mucha.
Y dos años después yo mismo miraba con ojos de ansiedad a un moribundo que quizá al morirse me iba a dejar el vestido.
Porque la forma de vestir era terrible.
Uniformes había con tantos remiendos, que ya no había lugar para uno más. Y tantos remiendos de tantísimos colores que no se podía adivinar que alguna vez fue un vestido de rayas.
Allá, de vez en cuando, el Ministerio de Guerra enviaba una partida de uniformes muy nuevos, que llegados hasta la mano de los cabos, éstos los destinaban a sus amigos o sencillamente eran vendidos por 50 tortillas o 10 bollos de pan al que lo pudiera pagar.
Eso de vender algo por bollos de pan parece extraño.
Y casi sin ningún valor. Pero cuando uno tiene mucha hambre, en verdad que duele desprenderse de un pedazo de pan.
En aquel ambiente tan pobre, era común en la noche, antes que el soldado de ronda apagara la lámpara de canfín, ver a cinco o seis hombres jugando al dado y apostando un bollo de pan tieso y duro o mitades o cuartos. Como también cuartos de tortillas tiesas o mitades de la misma que luego el ganancioso, para comer, tenía que mojar en un tarro de agua.