En los gallineros, durante esas mañanas de lluvia, mirábamos cómo las gallinas se apretujaban las unas contra otras sin hacer caso del agua que escurriendo sobre las plumas iba a formar pocillas.
¡Ay, cómo hubiera cambiado mi corazón humano por una esquina entre ese grupo de aves!
Seguíamos caminando, con el agua más fría que nunca, cayendo y volviendo a caer, mojados hasta los huesos, hasta el alma misma… El frío hería la carne entera.
Era entonces el instante —nada más que un momento— en que maldecía a Dios y me quejaba de la suerte tan desgraciada que no merecía, que no debía ser posible y que no obstante era: ¡un presidiario!
El camino en pendiente está lleno de curvas para ir a Limón, Hacienda Vieja, Tumbabote, que tales eran los trabajadores ubicados al otro lado de la isla.
A un lado del camino iban quedando los sembrados de maíz, tomates, sandías, papayas, sin que ningún reo tocara nada por temor a merecer una paliza cuyos efectos alguna vez terminaban en el cementerio.
Una historia así de cierta es que treinta años atrás un hombre que iniciaba su pena, sembró alrededor de toda la isla una serie de palmeras, más de cien, y cuando crecieron y vinieron los frutos, el mismo recluso que por uno de esos raros milagros aún estaba en el presidio a pesar de las cien enfermedades que atacan al reo, intentó un día escalar una de esas palmeras para tomar una pipa y por eso recibió una apaleada que duró varios días al borde de la muerte.
Es para que usted se entere de la clase de tratamiento que se brindaba a los reos en tales tiempos.
Una hora tardábamos en ir desde el centro del penal hasta los destinos si los mismos estaban en el centro de la isla y tres horas si por el contrario estaban por alguna de sus costas. Era largo e interminable ese trayecto que a no ser por las cadenas y los barriales era posible llegar a esos lugares en veinte minutos.
A las cinco de la tarde dejábamos de trabajar, hacíamos de nuevo una fila para recoger en nuestros huacales el poco de frijoles agrios y añejos, para ser internados al momento en el salón del encierro.
Antes de cerrar la bartolina, un cabo de vara cuidadosamente revisaba cada una de las argollas de las cadenas y a cada hombre lo tocaba con un pedacito de hierro. Siempre las argollas suenan de la misma manera y un tintineo extraño denota que el hierro ha sido cortado.
El toque de silencio venía a las ocho de la noche, de modo que hasta esa hora los presidiarios intentábamos hacer algo para matar el tiempo.
Cartas no escribíamos, porque era prohibido enviarlas o recibirlas. Allá, en un tiempo perdido venía algún conocido de nuestro pueblo y entonces nos solía enterar de nuestros padres, hijos, hermanos o esposas.
Por los caminos anchos y largos de Costa Rica, cuando a un hombre encadenado se le conducía por unos soldados a pie, señal de que el pobre iba para San Lucas, entonces los familiares de los reos le paraban para darle bizcochos y recomendar que cuando viera a su hijo le dijera que… Pero algunas veces esas recomendaciones eran tantas que cuando el recluso llegaba al presidio ya lo había olvidado.
Los recién llegados enteraban a sus compañeros de las cosas nuevas de su pueblo.
También se prohibían los periódicos.
De modo que cuando un reo inteligente llegaba al presidio le hacíamos rueda y dábamos a él tortillas y pedazos de tabaco para que nos contara lo último que tenía de nuevo sobre la patria, aunque alguna vez esas noticias ya pertenecían a meses de distancia, pero siempre era muy agradable conocerlas.
Contábamos chistes y nuestras propias o ajenas aventuras. Los ladrones enseñaban a los más jóvenes triquiñuelas del oficio. Los asesinos narraban a sangre fría las veces en que habían llevado a cabo crímenes perfectos y hasta el día de hoy desconocidos y su conocimiento sobre la mejor forma de burlar los reglamentos de la justicia.
Con el pasar de los años, fui aprendiendo poco a poco el hablar del hampa que es un idioma salvaje, fiero, terrible e infame, pero que es lo único y lo más esencial que el uso en un penal pide. Si una persona habla en esta forma en que usted y yo estamos hablando le aseguro que se han de reír en nuestra cara.
Allí todo era expresado en el hablar del presidiario. Con el tiempo también los soldados, el capitán y hasta el coronel se enlodan en el ambiente maloso y terminan dominando para uso corriente el hablar de los presidiarios.
El ambiente está muy lleno de trampas para el hombre. La araña del penal no perdona y devora todo lo que cae en sus garras, necesitando el reo una gran fuerza moral para que al final no tenga el corazón convertido en un trapo más.
He dicho que el ambiente era lleno de trampas, algunas muy sucias, otras miserables. Aunque jamás llegué hasta los extremos indignos de un hombre depravado y pude, por el temperamento un tanto frío que he tenido desde niño, sí reconozco que en mis años de presidio en más de una noche cuando pasaba frente mí uno de esos chiquillos de trece, catorce o quince años que ejercían la prostitución, y que movían sus firmes y ondulantes nalgatorios temblando de lujuria (ya que a pesar de la cadena se hacen duchos en mover el cuerpo con cadencia para incitar al cliente), entonces me decía a mí mismo (sintiendo una vergüenza después, pero ahora lo decía):
—¡Uh…, hum…, está guapo el chiquillo este!
Esos pobres muchachos —por los que a veces había terribles escenas de odio y celos que terminaban a puñaladas— fueron por un sinfín de años la cosa más penosa que existía dentro del penal. Esos muchachos viven, se hacen viejos y proceden en todos sus actos como si en verdad fueran mujeres de vida fácil. Hasta la voz de tanto fingirla iba tomando tonalidades de mujer.
Dichosamente no caí en las garras de tal vicio que siempre coge por la garganta a un ochenta por ciento de los presidiarios.
El ambiente penal es tan desconsoladamente arrebatador y agobiante que las reglas morales se pierden. O puede ser que esos muchachos hayan estado en las rejas tan exentos de cariño y de amor, que también se aferran con desesperación al vicio que les da como provecho el cariño y el amor, a su manera, de otros semejantes.
Ya lo repito: las reglas morales y humanas dejan de existir.
Es como si Dios no existiera. Como si Dios se haya olvidado de mirarnos y las personas que nos miran nos valoran a lo bestia.
El bien no tiene razón de ser y la más descarada de las aberraciones se convierte en un pan cotidiano.
Hasta el mismo rezar se va haciendo como una cosa de otro mundo.
Aquí, en este mundo penal, a donde Dios no se asoma nunca, todo es de lo más triste del mundo. Y de asomarse Dios no entraría ya que le daría pena ver en lo que suele terminar a veces ese su pedazo de barro que por salir de sus Manos fue divino.
Uno de mis amigos vivía perdidamente enamorado de una de esas «rameras». Cada noche se entregaba en los brazos de su amante.
Le regañaba mucho por sus cosas ya que le conocía desde tiempo atrás en mi pueblo y sabía que tenía esposa e hijas ya grandes. El me respondía como desde el fondo de un alma que se convirtió en un trapo:
—¿Qué he de hacer, Jacinto, si ya no soporto?
Este amigo que se llamaba Toño llegó a querer tanto a su «mujer» que cuando el muchacho lo cambió por otro hombre se abrió las venas con un vidrio…
Fueron pasando los años.
Un comandante nuevo permitió la correspondencia y un día recibí una carta de Marisa, la esposa de Toño, que me decía había escrito muchas cartas a su esposo y que él no les había dado respuesta.
Me rogaba decirle que siempre era buena, que la hija mayor se había casado y tenía un nieto al que le pusieron Antonio para recordarle. Que la finca de banano ya estaba muy grande y que tenía un chancho gordo para hacer una economía, de manera que cuando dieran permiso de visita le avisara para venir a verlo y…
Toño nunca podía responder a esas cartas pues hace tres años está en el cementerio, desde la noche aquella en que se abrió las venas porque su amigo se fue con un hombre para hacerse el amor en el otro lado del salón.
Y yo, que no sabía leer, escuchaba lo que me decía en alta voz el compañero y pensaba en Toño con una inmensa angustia aquí como metida con hilo y aguja en mitad del corazón…
Comprendía a Toño, ya que por algo era mi amigo y vecino. Un poco mayor que yo, lo conocí desde cuando era niño y él llegaba al pueblo en aquel su caballo alazán que caracoleaba hermosamente, deslumbrando los ojos de las muchachas bonitas.
La muerte de Toño me impresionó mucho.
Con el tiempo, al igual que lo aceptaba el coronel del presidio, aquello me parecía muy lógico. Todo es correcto en un mundo de barrial. Un mundo donde los hombres se aniquilan los unos a los otros por mediar un «ensueño» que son las nalgas peladas de otro hombre hecho como ellos, de piernas rasuradas. Todo lo que pasaba no tenía nada de raro y lo extraño hubiera sido que todo eso no sucediera.
Hasta los mismos soldados caían en garras del vicio y amaban y celaban en la misma forma en que lo solían hacer los reos.
En algunas noches cantábamos.
Es raro decirlo así con la misma palabra con que lo hacemos, pero es cierto que reíamos y puede que alguno de los compañeros enamorados hasta llegara a sentirse feliz.
Y creo que sí, pues llegué a conocer un enamorado hasta la locura de su «compañera» y en un extremo tal, que cuando le vino la libertad cometió un nuevo delito para quedarse siempre al lado de su amante… Pero algo le salió mal al Chele Fuentes, que tal era el personaje de mi historia, pues además de ponerle en manos de la justicia por el nuevo delito, lo que le vino a merecer una nueva sentencia del tribunal, le impusieron seis meses de «aislamiento» en el calabozo, tiempo durante el cual su amor se cansó de esperar… y se hizo de otro amante.
Yo nunca fui feliz.
Fueron muchos los meses antes de reír por primera vez. Pasé años enteros con el tirón del hambre entre las tripas. Fueron miles las noches en que la voz de María Reina, suavecita y bella como era, se me acercaba al oído para murmurarme suavemente algo así como el eco de un beso.
Cuando el riel que pendía de un mecate sonaba dando las ocho de la noche —primera llamada al silencio— era cuando terminaba el coro de voces en la bartolina.
Benjamín, un mulato, hasta sabía hacer varios sonidos con la vibración de su cadena a la que él tocaba con un pedazo de hierro viejo. Y en verdad que el hierro de Benjamín sobre los eslabones semejaba el sonido de una marimba de plata.
¿Me pregunta usted que si en verdad no conocía algún día dulce hasta sentir que el corazón reventaba de alegría? ¡Sí, que sí, y deje que yo le cuente!
Cortados con la misma tijera fueron todos los coroneles que enviaron a prestar servicio al penal de San Lucas.
Todos los hombres que haría falta dar vida a una palabra nueva con la que se puede definir la maldad extrema.
Aquella vez en Costa Rica hubo una revolución.
Eran los meses del verano. El agua se racionó hasta darnos un cuarto de botella cada día y la sed era tanta que los hombres mascaban la cáscara de los árboles para extraer su jugo y aplacarla.
Solamente el señor coronel tenía agua para todo. Desde el patio donde nosotros estábamos se podía saber cuando él se bañaba y entonces pegábamos la boca en el caño del desagüe de la cañería para recoger en nuestros labios el agua sobrante del señor coronel.
Tampoco había alimentos.
Mataron todas las gallinas, los cerdos, las vacas, las mulas y por último los caballos. Fue igual que un tiempo pasado en que hubo un invierno con tanta hambre que hasta las matas tiernas del maíz se echaron en la paila donde se estaba cocinando el arroz.
Los soldados también pasaban hambre, pero en una menor medida.
Cada día había uno, dos y hasta cuatro muertos entre los reos.
Esa fue la vez famosa en que cuando terminó la revolución y se pasó lista de los reos, en el penal solamente quedamos ciento cincuenta de los trescientos que éramos antes.
Comimos pájaros, caracoles, almejas, conchas, ranas, tallos tiernos de matas aferradas a la cicatrizada huella de una quebrada seca por el verano. Llegó un momento tan terrible que hasta al mismo coronel le fue necesario olvidarse de su baño y estar contento con unas cuantas botellas de agua cada día, aunque gustaba sentarse en la ventana, tomar sorbitos y expulsarlos con la boca hasta abajo donde mirábamos nosotros… con los ojos salidos y la boca abierta.
Los zopilotes fueron cazados a como hubo lugar con hondas y palos.
Y yo no miento. No, yo no miento cuando digo que el día en que mataron al negro Contento, de una puñalada, pasó algo raro y es que los enterradores lo regresaron después en hojas que alguno de mis compañeros adquirió por unos cuantos reales. Hubo pedazos de carne cambiados por una camisa, por un pantalón. Los que más y mejor comieron fueron las rameras pues ellas tenían siempre algo que dar por las sobras del negro…
Pasada la revolución, en Puntarenas se enteraron de nuestra angustia y la gente muy buena de la ciudad envió al padre Domingo Soldati —el mismo que años después construyó la iglesia que ahora tenemos— con tres bongos llenos de comida y agua dulce.
Cuando me muera y tenga que ir al Cielo —porque ya he recibido la parte de infierno que le toca en la vida a cada uno— no me han de recibir con tantas cosas buenas como las que nos brindó el padre Soldati. ¡No, yo no miento, señor, no miento!
A cada reo se le regaló una botella de agua de una sola vez. Y había más. Después de casi cuatro meses de pasar con la garganta seca enjuagada con el agua de mar, me parecía mentira que fuera posible que esta botella fuera para mí solito y no tuviera que repartirla con tres hombres más en dos días. Me senté sobre una piedra y a la sombra de un tamarindo cuyas frutas habíamos comido crudas y tiernas, fui bebiendo sorbo a sorbo la botella. Y después nos dieron plátanos maduros y unos verdes que nosotros los reos nos opusimos, ante la mirada extraña del padre Soldati, a que los cocinaran, pues, ¿no era mucho lujo?
Yo puedo decir que los plátanos maduros son deliciosos con cáscara y todo.
Y que los plátanos verdes son sabrosos así crudos y con cáscara.
Después de comidos y bebidos, el padre Soldati habló de Dios y no tuve duda que ese día Dios se había asomado hasta los ojos de los reos y que fue bueno.