He hablado del único cañón que existía en la República de San Lucas.
Es un viejo cañón inglés y perteneció a los filibusteros y del que nadie podía hablar nada malo ya que tenía la huella de su lucha en las batallas de 1856. Se cargaba por la boca con pólvora, pedazos de todos los hierros posibles y se le prendía fuego con una tea. Tenía un peso de dos mil quinientos kilogramos y siempre que se llevaba a cabo una fuga desde el presidio se hacían tres disparos para dar aviso a la costa de que desde San.
Lucas se había evadido un reo. Tal disparo era escuchado desde el mismo cuartel de Puntarenas y desde ese momento en botes, lanchas, bongos se enviaban refuerzos en busca del fugitivo. Este cañón estaba como a 100 metros sobre un cerro, y como ya lo hemos dicho, apuntaba directamente al calabozo donde estaban en capilla ardiente los rebeldes.
El Departamento de Balística de la herrería (un nombre nuevo para el momento presente) trabaja en hacer balas redondas y grandes en vez de el ya conocido parque del cañón que eran pedazos de hierro viejo como cadenas, tornillos, aldabas, etcétera.
El Ministro de Defensa creyó que era mejor poner el cañón en un lugar donde sirviera más efectivamente al uso de la defensa y se decidió apuntarle directamente a donde se presumía que apareciera de un momento a otro la Marina de Guerra de Costa Rica integrada por lanchas, botes, bongos y bien cargadas de soldados en pie de lucha.
Había entre los reos un hombre de muchas ideas que siempre rememoraba las cosas de su tierra de la cual hablaba con el corazón en los labios, que sus compatriotas, los judíos, estaban empeñados en hacer una patria nueva para que se cumpliera así la profecía de las Santas Escrituras. Y él contaba que casi con las manos desnudas y laborando sobre la tierra arenosa del desierto, estaban fundando colonias agrícolas con métodos de reforestación, riego y labranza que eran la comidilla y admiración del mundo.
En la forma en que este israelita hablaba de las hermosas ideas del pueblo tan perseguido por la humanidad a causa de su religión, a nosotros los reos nos llamaban a la admiración todas esas historias. Y nosotros al escuchar al judío estábamos de acuerdo con que la isla de San Lucas y gran parte del Guanacaste, mi tierra, estaba necesitando de hombres como éste, cuyos motivos de su prisión yo no los sabía pero que hablaba muy bien de muchas cosas agradables. El resultado fue que don Venancio le nombró Ministro de Agricultura.
El judío propuso como primer paso cavar una zanja alrededor de las ochocientas manzanas —de tres metros de hondo— que tiene la isla para impedir que las lluvias se llevaran la tierra fértil; reforestar con árboles frutales —especialmente limoneros—, hacer estancos para retener el caudal de la lluvia y recibir agua para las huertas en todo tiempo. Abogaba por erradicar la ganadería porque citaba que la falta de espacio hacía imposible la multiplicación; y la cría del ganado no es propia para las fincas pequeñas aunque recomendaba retener siempre cierta clase de pastos para combatir la erosión. También abogaba por la siembra de plátanos destinados al engorde de cerdos. Añoraba la idea de sembrar cocos, muchos cocos, para sacar después el aceite y basar la economía de la naciente República en las frutas, cerdos, pesca, aves de corral, huertas veraneras y la explotación del turismo cuando ya se estuviera en paz con Costa Rica y como una forma de explotación de la belleza natural de la isla.
He anotado estas ideas de nuestro primero y único Ministro de Agricultura a título de curiosidad porque muchos años después, con el pasar de los tiempos, los sueños de aquel hombre se hicieron una realidad: la economía de San Lucas se basa en esas ideas.
Lo que más costó fue encontrar un Ministro de Relaciones Exteriores. Al final se escogió a un reo que en su tiempo fue maestro de escuela y que sabía mucho.
Al Ministro de Relaciones Exteriores se le encomendó una labor nada grata como se ha de ver.
Como no había ropa especial, se encargó a un sastre hacerle un vestido nuevo con el uniforme viejo de don Venancio al que se le dio vuelta para que no mostrara sus tiempos de pobreza. La cuestión fue que en un dos por tres ya teníamos un Ministro de Relaciones Exteriores bellamente vestido; y nosotros que le habíamos escuchado hablar muchas noches, no dudábamos que con su labia iba a arreglar todos los asuntos que se le pusieran por delante, evitando así la guerra que ya se veía amenazando nuestra libertad y cuyos nubarrones nos ponían muy tristes a todos.
Nuestra vida, la libertad y el destino de la República de San Lucas estaban en la esperanza de un proceder inteligente de parte de nuestro Ministro.
El Ministro de Guerra, Marina y Defensa emitió un boletín —creo que el primero— donde se nos dijo que el arsenal de la República se componía de cinco barriles de polvora —un poco húmeda por desgracia—, noventa rifles con cinco cargas cada uno, un cañón y los botes que ya prestaban servicio de patrulla a la Marina de Guerra sanluqueña. Además había cinco revólveres, dos espadones y siete espadas y también se lograba contar con 30 hachas y 100 machetes de trabajo. La herrería trabajaba en afilar muy bien esas herramientas de labranza para convertirlas en armas de guerra por si estallaban las hostilidades entre nuestras repúblicas.
El señor Presidente de San Lucas dio al señor Ministro de Relaciones Exteriores, don Nicanor Bustamante, un bote y dos remeros, más una carta para el señor Presidente de Costa Rica con una copia de nuestra Acta de la Independencia y amplios poderes para los arreglos con el enemigo. Aunque parezca curioso, nuestro Ministro tenía el pecho lleno de buenos augurios, siendo el primero en repetir que la nuestra no era una república única en el mundo y sosteniendo la posibilidad de lograr paz y triunfo.
Un grupo grande fuimos a despedirle al muelle. Cuando el bote bogaba unos diez metros de la costa todavía le gritaba recomendaciones nuestro Presidente incitándole que ante el tirano vecino no aflojara ni un punto.
—El destino de la patria queda en sus manos —le gritó por último.
El Presidente de Costa Rica era un viejo hermano en armas de nuestro Presidente sanluqueño.
Nosotros los reos oramos por la salvación de la República de San Lucas y haciendo promesas para que ya nunca más nos regresara la inmensa desgracia de volvernos a convertir en parte de Costa Rica.
Además que un hombre dentro de un presidio no tiene nacionalidad ni pertenece a raza alguna o condición humana o social: es monda y sencillamente un reo. Un ser que vive a empujones bajo los caprichos de los verdugos y nada más.
¡Nada más, sí, señor!
Estando en el presidio de San Lucas jamás nos llegamos a considerar costarricenses y prueba de ello es que cuando hablábamos de la costa de más allá del mar hacíamos diferencia entre la Costa Rica en el Continente Americano y esta isla metida en el Golfo de Nicoya.
Costa Rica con su humanidad, democracia, sus tradiciones magníficas, principios de libertad, respeto a la vida humana, su defensa de los derechos del hombre; la Costa Rica de cuyo recuerdo lejano se nos hacía un puño en el alma… ésa estaba muy lejos. Y más que lejos: no existió nunca en mis años de presidiario.
Claro que sí; tiene usted razón, ya que cuando nos enteramos del recibimiento que le habían hecho a nuestro Ministro de Relaciones Exteriores, odiamos a los costarricenses con toda el alma. Jamás un pueblo recibió a diplomático alguno con método tan salvaje como el que aplicaron a nuestro Ministro.
¡Qué brutos!
Pero bien lo dijo el general al dar la noticia: de un pueblo cegado por el odio de la propaganda metida por un imbécil, ignorante de los derechos que adquieren en una revolución llevada a cabo no sé dónde hace centenares de años, no se podía esperar nada. Y así toda la cultura demostrada por los costarricenses se nos pareció tonta.
Está entendido que las cosas muy malas hayan pasado en San Lucas, pero en Costa Rica era el colmo que sucedieran.
—¡Bárbaros! —había exclamado el general con los ojos llenos de negro.
Y teníamos que reconocerlo así al saber que S.E. el señor Ministro de nuestra República de San Lucas al no más poner los pies en el muelle de Puntarenas, le recibieron unos soldados a punta de leño y le cargaron de cadenas. No le recibieron la carta dirigida por nuestro gobierno al Presidente de Costa Rica y ni siquiera le fue permitido mostrar las credenciales debidamente autenticadas por el general.
Sencillamente le recibieron a palos hasta dejarle medio muerto tirado sobre unos sacos de arroz.
Después nos enteramos que el mismo Presidente le visitó en el calabozo y le dijo:
—¿Se encuentra cómo Su Excelencia Ministro de San Lucas? Ha de perdonar usted que mis ocupaciones me hayan impedido recibirle en el Palacio de San José. He sabido que S.E. el general Venancio me envía a decirle algo respecto a la Revolución. Ya ha de ver usted lo que le ha de pasar a ese criminal, ya lo verá.
En la isla de San Lucas los milicianos nos armamos hasta de piedras para hacer frente a la invasión que ya era un hecho. Cavamos más trincheras. Atamos perros hambrientos en los lugares donde el enemigo pudiera hacer un desembarco por sorpresa en la noche y talamos grandes árboles a los que hubo necesidad de arrastrar con la fuerza de una cuadrilla de 100 hombres y así hacer barreras en las playas que no tienen acantilado.
Los marineros que llevaron el bongo donde iba el Ministro de Relaciones Exteriores de San Lucas fueron puestos en libertad, con un recado de regreso para don Venancio y contaron ante nuestros aterrorizados oídos lo que les dijo el Presidente de Costa Rica:
—¿Es que no les dejaron hablar? —preguntó el general.
—No, mi general, y gracias a Dios que no quisieron aplicarnos el mismo trato que al señor Ministro que a estas horas no debe de tener ni uno solo de sus huesos sano. Un militar bajito de bigote blanco, vestido con un uniforme azul y oro, nos dijo que al regresar le contáramos a usted el recibimiento que nos hicieron y que dijera que él iba a solicitar al Congreso un permiso para abandonar Costa Rica por unas horas y tener así el honor de visitar nuestra República de San Lucas.
—¿Es que lo dijo muy en serio?
—Sí, muy en serio, mi general…
En los años que pasaron había soñado tantas veces ¡con la libertad! Ser libre… Correr por las calles. Mirar los jardines. Conversar con gente que no odia, que no se enojan porque uno les hable o les pida un favor; estar entre seres que si a uno le duele una parte del cuerpo llaman a la Cruz Roja o le llevan corriendo al hospital.
Alguna vez un hombre me preguntó:
—Bueno, Jacinto, ahora que han pasado tantos años desde su delito, ¿qué es lo que piensa hacer cuando esté libre?
Y entonces yo dije que eran tantas las cosas que podría responder que la persona al hacerme la pregunta, de recibirla bien buena, se dormiría escuchando antes de que yo terminara mis deseos. Entre otras cosas desearía estar solo ante uno de esos caminos de mi pueblo; de esos caminos que no van a ninguna parte; de los que cruzan ríos, pueblos y otros caminos para regresar al mismo caserío. Y caminar adelante sin volver nunca, nunca, la cabeza a los días que ya se fueron. Un camino para olvidar la cadena, las rejas, el castigo, justo e injusto que recibí o que se impuso por placer; el mirar a los verdugos o acudir de arrastras pero rápido al llamar de los rieles y hacer fila.
Un camino para olvidar y olvidar y olvidar todo lo que fue mi ayer.
Es raro ver cómo en el presidio poco a poco se van muriendo las ambiciones. Soñé alguna vez con un cielo y muchos años después de haber vivido como el más despreciable de los animales, decía que si se me permitiera barrer las hojas de uno de los jardines bonitos de mi pueblo hasta que me hiciera viejo, iba a sentirme el hombre más feliz del mundo.
Todo lo que existe en el mundo del hombre libre, hasta barrer calles y limpiar letrinas, es infinitamente mejor que la vida tras de una reja. E incluso hasta la agonía torturante de un dolor en la cama del hospital es mejor a perder la libertad. Hasta tener un cáncer o ser ciego es más bonito que convertirse en presidiario.
Esos pocos días que fuimos parte de la República de San Lucas yo hubiera querido uno de esos milagros raros que se desprenden desde la mano de Dios y encontrar un camino, no importa dónde fuera a dar. Porque en la Nueva República todos los caminos, como antes en el presidio, eran tronchados brutalmente por la arena o el acantilado del mar…
Con la respuesta de los marineros que regresaron sin nuestro Ministro yo me fui a un rincón y empecé a llorar a poquitos. Vi en ese instante, como lo vieron todos los demás, que iba a tomar de nuevo el camino del presidio. Desde ese momento el general se convirtió en una fiera acosada. No aceptaba que nadie le hiciera una pequeña observación, y por nada de nada, ordenaba dar de azotes a quien fuera.
Tres días después del regreso de los marineros desde Puntarenas y de entregar el recado a nuestro Presidente, vimos en el mar y frente a un sitio que nosotros llamamos Vigilante, un barco anclado. Nos extrañó ya que sabíamos que la Marina enemiga no tenía barcos de tal calado, pero luego nos enteramos que llegó a Puntarenas una fragata gringa y habiéndole informado el Presidente de Costa Rica a su capitán que el presidio de San Lucas se sublevó, ofreció para ayudar y ahí estaba ese gran barco con 300 soldados, quince cañones y no sé qué cosas más…
Al ser las nueve de la mañana el barco puso a caminar sus máquinas y se metió de lleno en nuestra bahía. El cañón de San Lucas disparó una andanada de aviso y de inmediato respondieron tres cañones desde el barco, pero al aire. Ante la respuesta de la fragata nuestro pobre cañoncito sonó como un triquitraque en una fiesta de familia. Luego dispararon tres más pero a un blanco determinado que conmovieron la isla y despedazaron una parte del muelle. Minutos después desde el barco zarpó un bote con bandera blanca.
Nosotros machete en mano en una fila interminable alrededor del malecón, desnudos, con un poco de temor formábamos vanguardia. Tras de nosotros apuntando al mar y a nuestra espalda en trinchera y nidos escondidos, estaban los soldados rebeldes del señor Presidente de San Lucas.
—¡Ah, se rinden los cobardes, se rinden! —exclamó nuestro general con gritos de contento.
Nosotros guardamos silencio interpretando el asunto desde otro punto de vista.
Yo no las tenía todas conmigo. Estábamos entre dos fuegos. Al frente el ejército de Costa Rica y a nuestra espalda la soldadesca de la República de San Lucas. La orden que recibieron nuestro jefes era sumamente clara:
«no tenía que pasar ningún invasor», «por cada invasor que tocara la playa se iba a fusilar un ex presidiario».