Ramiro, el que tocaba la «mandolina» como llamaba él a su instrumento, tenía unas carlancas que le colgaban por medio de correas de cuero desde la garganta hasta el tobillo y eso le obligaba a andar siempre erecto sin poderse sentar nunca. Todo lo tenía que hacer de parado ya que el hierro no le permitía doblar la columna vertebral, de modo que cuando se iba a acostar en los primeros tiempos nosotros le tomábamos entre dos para acostarle y levantarle luego. Después adquirió una gran pericia y se dejaba caer como un tronco aunque siempre nos era necesario levantarlo. Y para subir las escaleras hasta la casa del señor comandante nosotros le fuimos ayudando.
Pérez, el que cantaba, tenía una barra en ambos pies de manera que caminaba únicamente a saltitos, como una rana. Los demás portábamos cadenas.
—¿Es verdad que duele mucho llevar esa cadena encima?
—No, no nos duele —respondí con un acento en la palabra que solamente mis otros compañeros lograron entender. Ellas, muy seguras de que no dolía, tomaban a Ramiro y le examinaban el «instrumento» de hierro que le bajaba desde el cuello y que le obligaba a estar así como un soldado de guardia o como una mata de plátano. Le tocaron sus manos, la ropa sucia, andrajosa y vieja y no dejaban de reír a cada descubrimiento. Es seguro que ellas se habían tomado una copita, ya que cada detalle les hacía saltar en risitas histéricas. El comandante del penal creyó necesario dar una explicación técnica:
—La cadena, las barras o el grillo se van haciendo costumbres en el cuerpo de los hombres. La semana pasada me contaba un chino de los que tenemos por aquí que en su país las mujeres usan zapatos de hierro en los pies desde pequeñas, lo que en vez de torturarlas es considerado como una costumbre elegante y aunque les impide caminar, se sienten muy contentas de que tal instrumento les deforme los pies y millones de ellas viven esa costumbre como cosa de lujo y de orgullo.
»Es así también como estos hombres no sufren la cadena que llevan encima después de un mes de portarlas y algunos hasta ríen de ellas por lo que nos vemos obligados a imponerles una carlanca doble.»
—¡Oh, qué divinamente curiosa tu explicación! —dijo una.
—¿Y cómo es el cepo?
—Es un instrumento de madera que tenemos allá un poco alejado del presidio. Cuando uno de «éstos» se porta mal, pues se le coloca la cabeza en el hoyo que tiene en su centro el aparato y sus manos en otros huecos más pequeños y en esa forma el reo no tiene movilidad.
Y cuando el comandante explicaba, imagino que lo decía en el mismo sentido que en el momento de señalar una piedra se dice «esa que está rajada por el sol».
—Un hombre que hemos visto caminar en la forma original con la cabeza de un yugo y sus manos metidas en unos huecos, ¿es a lo que te refieres?
—Eso es —respondió el director con orgullo en sus palabras y agregó—: El cepo grande se usa cuando alguno de estos asesinos o ladrones —nos señaló de nuevo— se intenta fugar o tenemos sospechas de que lo ha de hacer. En tal caso se le mantiene un mes a pan y agua. Luego se le coloca el yugo de hombros por unos cuantos años.
Las mujeres y hombres que estaban ahí de visita asintieron a coro que había entendido la explicación del comandante. Ya podrían contar en Puntarenas, en San José, en sus círculos allegados, que sabían cómo eran las manos de un reo, las cadenas, sus ojos y el eco de su voz.
Lástima que no fuera posible que también el comandante les mostrara un poco de nuestro corazón.
Me dolía mucho el lugar donde la argolla daba salida a la cadena por el golpe que recibí con una piedra y cada momento que las mujeres o los hombres de visita me tocaban la cadena para examinarla, me producía un dolor intenso. Pero estábamos todos de firmes, parados, sin decir palabras, respetuosos y humillados como correspondía a todos los ex hombres del penal.
En tanto que ellos tomaban sus tragos con refrescos y bocadillos muy sabrosos a la vista (y nada nos dieron a nosotros que nos moríamos del deseo y el hambre en ese instante), solicitaron que les hiciéramos «música» ya que para eso fuimos invitados.
Ramiro, que era el que estaba más cerca, recogía con la punta de sus dedos con mucho disimulo, la colilla de los cigarrillos que tiraban al suelo y sin dejar de hacer movimiento de sus manos sobre el instrumento, en otro empujoncito los escondía debajo de sus plantas apagando al mismo tiempo la brasa, lo que seguro le producía quemaduras. Pero ¿quién ha de pensar en una quemada de la planta del pie si a cambio recibe una colilla de cigarro?
Y esa fue la noche que siguió siendo buena en mi recuerdo, ya que una mujer muy linda, gustosa de mi forma de tocar el peine, se acercó, quitó el cigarro de su boca y lo puso entre mis labios.
Mis compañeros más cerca del grupo de visitantes recogieron más de veinte colillas, hicieron su agosto después vendiéndolas caras. Yo solamente recibí el regalo que cité y por eso digo que fue una nochecita muy buena para mí.
A las tres de la mañana terminó la fiesta.
Nosotros los «músicos» ni siquiera logramos dormir ya que al no más bajar de la comandancia nos estaba esperando el cabo de vara de nuestros respectivos grupos encargados de los destinos, por lo que nos fue necesario guardar el «instrumento» y salir corriendo a formar la fila con rumbo a los trabajaderos.
Había una luna hermosa en el cielo. Y recuerdo que tenía entre los labios un amable sabor a bonita mujer. La luna estaba más blanca que nunca y mucho más que el color de un lirio del río. Y un viento venía de lejos y encrespaba el mar y un caminito de plata de una estrella inmensa, tan blanco como la luna, se hacía largo sobre el plomo azul del amanecer marino y se iba cabalgando sobre las olas.
Y todo era así y así.
Era un camino también de plata como la luna. Sí, como la luna.
Y yo tenía un sabor de linda mujer entre los labios.
Destino
es el nombre que se da al lugar donde los hombres van a trabajar.
Pero no existe uno tan lleno de horror como la salina.
Sacar piedras del mar a punta de vara era así como el residuo de estas uñas que yo me como, al par de las salinas.
Y mire usted que todo se hacía de piedra y era necesario sacarla y sacarla hasta caer muerto.
Nunca trabajé en tales sacaderos de sal, pero miraba con los ojos muy abiertos el regresar de los hombres que cada noche venían desde los pantanos en donde brota la sal.
Y ha de saber usted que cuando un reo mira alguna cosa con los ojos muy abiertos por el terror, es que su sentimiento al sufrir es más amargo que el suyo propio.
Tenía que pasarse los días rastrillando la sal, haciendo represas, hirviéndola en los hornos alentados por mangle arrastrado desde las marinas y usted saque y más saque de los grandes pozos naturales el agua en baldes que hay que traer y regresar de dos en dos en los hombros y que son medio estañón a los que se les ha proveído de manivelas.
Eso es los meses del verano. Y en el invierno también se hace. Solamente que entonces el trabajo es más duro, las lluvias molestan y las aguadas que deja la marea traen tanta agua de lluvia que el mar pierde algo de su salinidad. Pero eso al comandante del penal no le importa: él se ufana de sacar sal incluso en el invierno, época en que nadie suele sacarla y cuando los otros salineros del Golfo de Nicoya creen que es imposible por estar muy recargado el mar con las ya citadas aguas de la lluvia y de los ríos.
Iban siempre de un lado para otro. Les mirábamos desde lejos, allá en la playa, moviéndose entre cucuruchos de sal del tamaño de ellos mismos y arrastrando sus cadenas herrumbradas por entre las aguasales.
El comandante era insensible a todo porque ya he dicho que tenía el corazón sin un rayito de sol, hundido entre aguasales de rencor y de indiferencia. Y de mal.
Siempre inclinados bajo el peso de la cadena, a estos pobres salineros con el agua entre sus pies, se les hacía una llaga blanca que casi siempre causaba focos de pus entre la piel y terminaba en el cementerio.
Media docena de hombres que arrastraban una pata de palo lo debían a labores de las salinas cuando se les infectó una pierna y fue necesario cortarla. Eso es cuanto a los que se salvaron por casualidad… ya que los milagros no existen en un lugar donde no mira Dios.
El trabajo de cortar una pierna, horrible de por sí, se hacía en la herrería… atando luego el muñón como se ata a un cerdo y que el
«operado rezara después».
Era penoso también ver a esos pobres rengos con su pata de palo y la cadena en la otra pierna buena, aunque un tanto más corta, con menos eslabones, ya que la ley decía que una vez recibida la cadena, por ningún motivo se la podía quitar al hombre sino por haber finalizado la pena impuesta. La cadena, como un suplicio más, era parte de la tortura impuesta por la ley; a todos se les aplicaba, fuera mucha o poca la sentencia.
¿Qué cuántos años tenía de estar preso cuando sucedió lo que ahora quiere que le cuente de nuevo?
En la cárcel el tiempo no cuenta. Uno sabe que entró, nada más. El tiempo se pierde todo y además que cuando nuestra sentencia es para toda una vida, ¿qué importa el contar?
Será un ir de muchos inviernos y un llegar de muchos veranos. Será un ir cambiando poco a poco. Sentir que cambia de color y los ojos además de quedar nublados el pelo se torna blanco y se le caen los dientes. La piel duele ante los reflejos de un sol. La falta de legumbres hace enfermos de lo más extraño que se puede notar y en fin… El penal lo cambia todo, hasta el nombre y la fe de vivir se convierte en una mansa resignación de buey o de cerdo o de piedra.
Pero le voy a contar cómo se mide el tiempo en un presidio.
Un tiempo: cuando la cadena ya no pesa y hasta se puede correr con ella. Un tiempo: cuando ya nadie de los familiares se acuerda de nuestra existencia. Un tiempo: cuando ya nosotros tampoco nos acordamos de nadie. Un tiempo: cuando se nos caen los dientes y la piel se vuelve roñosa. Un tiempo: cuando el pelo se vuelve blanco. Y el último de los tiempos en que todo ha pasado y todo es como nada; las piernas se vuelven flácidas y gustaría sentarse horas y horas nada más que sacando piojos de las costuras y dándoles muerte a dentelladas… o con las encías.
Existe también un tiempo hermoso. Yo no lo conozco, pero sé que lo hay: es el tiempo en que ya la culpa que nos llevó al presidio queda atrás y nos encontramos en libertad frente a un caminito nuevo.
Pero de esos tiempos que son sueños mejor no hablar.
En uno de los «tiempos» fue que sucedió mi desgracia, la más grande. Bueno, la más grande no, ya que esa ya había sucedido: perder mi libertad que es la peor de las desgracias que a un hombre puede suceder. Pero en verdad fue una inmensa desgracia.
Se la he de contar de la siguiente manera:
Salí del penal como siempre en la madrugada. Una nube de agua venida desde el mar tapaba la mirada por todos lados a una distancia de dos metros. Es frecuente que en las noches esa clase de niebla cubra toda la isla y hay que tener cuidado en la madrugada oscura al tirar el machete contra el monte ya que puede herir a un compañero. Hasta muy entrada la mañana en que el sol viene despejando el campo y se ven los árboles y los caminos del mar por allá y las montañas azules al otro lado de donde nace el sol es que se empiezan a ver las cosas claras.
Nuestra fila iba en el silencio como se ordena caminar cuando vamos al trabajo, solamente interrumpido por el tintinear de las cadenas que chocan contra las piedras. De rato en rato se escuchaba el vozarrón de un cabo de vara que hacía luego estallar el látigo sobre la espalda del retrasado o que habló con algún compañero.
Digo caminar en «silencio» ya que ha de saber usted que el ruido de las cadenas también pertenece al silencio que ya después de eso no se escuchaba nada más. La verdad es también que casi la mitad de las cadenas, las mejores o las de treinta eslabones, no sonaban ya que sus portadores las llevaban recogidas sobre el hombro como un bejuco.
Aunque también es cierto que al regreso cuando los hombres están cansados y no soportan el peso, en las cuestas abajo, se van arrastrando las cadenas y todas juntas hacen un escándalo que bien pudiera decir que es el ruido de una inmensa serpiente de hierro que se arrastra hasta las olas del mar.
Caminando, de repente, sentí de pronto un dolor en la pierna derecha y al ver para abajo distinguí una serpiente que se escabullía entre unos matones cubiertos de niebla.
Grité al cabo de vara y expliqué lo que me pasaba y él se inclinó a examinar la pierna donde se miraban dos puntitos rojos de los que manaba una gota de sangre no más grande a una cabeza de alfiler y estaba un poco arriba del tobillo.
—Has tenido suerte —dijo el cabo de vara—, trata de arrastrarte hasta la herrería si no quieres que te lleve p… pues la bicha que te picó parece mala.
En la herrería había carbolina, polvo de carbón e instrumentos cortantes de «cirujano» que servían de todo: para cortar una parte del cuerpo humano; para abrir una herida; para «operar» en casos de suma emergencia. Todo lo anterior lo hacía en un campo aparte pero no muy alejado de la fragua un reo que cuidaba del «hospital».
Estaba alejado de donde nosotros vivíamos y cuando a algún hombre le inyectaba veneno alguna serpiente, era conducido allá para que en el lugar donde le atacó el animal le aplicaran un hierro en rojo, lo que algunas veces contenía o inutilizaba el veneno y que en otras, ni modo, se terminaba de mal morir el paciente.
La distancia que tenía que regresar desde el monte hasta la herrería era como de unos quince minutos. Minutos después el pie se me empezó a hinchar y sentía algo así como una picazón y luego un poco de sueño que me recorría todo el cuerpo. Desaté la coyunda con que ataba mi machete, con ella me amarré la pierna más arriba de la rodilla y cuando al final medio de rastras, con un dolor agudo en la carne que casi me hacía gritar llegué hasta la herrería, de la rodilla para abajo la pierna era negra e hinchada hasta dos veces su propio tamaño. En esos momentos estaban herrando dos caballos y me fue necesario esperar. Eran los caballos del señor comandante; luego me llegó el turno y fui atendido.
Varias fraguas echaban chorros de fuego por todos lados. Una cuadrilla de reos apenas con taparrabos avivaban las llamas dando vuelta a un abanico de mano. Sobre yunques grandes como albardas, unos compañeros trabajaban en modelar cadenas o poniendo remiendos a otras semiterminadas por el agua de sal. Otros fundían hierros para hacer bolas de las que se usan en los grillos, y un grupo de reclusos más hacían herraduras para los caballos, las mulas y los bueyes.