La isla de los hombres solos (15 page)

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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

Al presidio había llegado ese gato en un garrote a la deriva y ahí se quedó. Pero cuando en cada mañana lloraba y lloraba, nosotros sabíamos que eso era como una oración al diablo pidiendo gata, y como no le hacía caso algo iba a suceder.

¡Hurr! No me gusta escuchar cuando un niño llora y el gato es el único animal que llora como lo hacen los niños.

—¡Qué diablos estará haciendo el sargento de guardia que no manda a callarse a ese asqueroso animal! —expresó alguien.

La voz salió de uno que seguro tenía como yo, y tantos otros, la superstición metida en el cuerpo.

Pero la verdad es que el gato no era un animal cualquiera. Ni de asco, sino al contrario, muy bonito y de un color tan blanco como las garzas que en las tardes, por muchas y por muchas, acuden al manglar en busca de peces o esas «jaibas» que se hacen como un reguero de arroz sobre el barro cuando la marea grande se ha ido.

Una vez otro director del penal había traído un gato pero un reo hambriento se lo comió crudo, entero, con un poco de sal y unas rodajas de limón agrio. Después de la gran paliza que nos dieron a todos en fila, por no saberse a ciencia cierta el nombre del autor del robo, nos advirtieron que
Ángel
—que así se llamaba el gato— no podía pasar la misma suerte del otro y que si desaparecía nos azotarían a todos.

También por eso, cuando pasaba un día entero y no veíamos a nuestro
Ángel
, los reos nos poníamos sumamente nerviosos.

El gato seguía maullando.

Y todos los hombres del salón, hasta el cabo de vara y su «señora» estaban despiertos.

Afuera llovía. Escuchábamos el chilindrín de las goteras sobre el techo. Un frío de amanecer venía desde el mar hasta dejarnos la carne como pellejo de tiburón. Un soldado rifle al hombro pasaba para allá, regresaba para acá; daba media vuelta y posaba sus ojos sobre las rejas temiendo una fuga en cada instante como en alguna de otra noche en que ante los ojos del centinela caía una reja, del hoyo brotaba un bulto, luego otro para un instante después la noche misma sentirse acribillada de balas con saldo de muerte, a veces, o de burla cuando el prófugo ha salido ileso de la balacera. Luego silencio. O un montón de voces que dan órdenes. Si después de los disparos se miraba a un grupo de soldados que corrían, nosotros entonces ya estábamos al tanto de que el reo se había burlado del perímetro de la seguridad y encontrado la montaña.

Cuando eso sucedía, la primera cuadrilla que se movilizaba era la de enterradores ya que nadie sabía si el resultado de la persecución sería un muerto, dos o tres o muchos más. Como la noche aquella en que diez presidiarios encontraron un bote y con sus cadenas subieron encima, y al ser descubiertos miraban con horror cómo el capitán de la guardia haciendo alarde de buena puntería tiraba bajo la línea de flotación y luego al maderamen del bote hasta que saltó un chorro de agua que los reos se apresuraron a tapar y luego otro y el bote se fue hundiendo poco a poco…

Afuera, la lluvia seguía prendiendo alfileres de granizo en la punta del amanecido.

De rato en rato un farol, de esos que se llenan de aceite, en manos de una ronda especial, se acercaba, alumbraba el rostro y dibujaba fantásticas sombras tapizadas de rejas sobre la pared hedionda, sucia, llena de cuadros de mujeres desnudas, sacados no sé ni de dónde y ante los que nosotros a veces dejábamos los ojos pegados en ellos durante una eternidad para después, en la oscuridad, masturbarnos. Pero algunos no esperaban la noche, sino que ahí mismo, ante la mirada indiferente de sus compañeros, se abrían la bragueta y besando desesperadamente la fotografía…

Como cuando un niño llora por hambre, así maullaba el gato.

Tan acostumbrados a la tragedia de las rejas, ya se nos estaban poniendo los pelos de punta y el pensamiento de temblor al saber que algo malo se nos venía encima.

Sí, porque el gato no llora nunca y si lo hace es por algo malo que ha de pasar.

El nuevo comandante de esos tiempos no era un hombre malo. Ni era un hombre bueno. Era uno de esos hombres que al no hacer en la vida nada malo y nada bueno —como alguna vez me lo contó el israelita que leyó un libro sobre el infierno que hablaba de eso—, va directo al tormento cuando se muere. Y es que se dice que el que no hace un bien ni un mal, nunca es una mala persona.

No se podía decir que era un hombre recto, ni justo o injusto. Era solamente una la orden que tenía en la vida: ser comandante de un presidio, y lo era. Y en su mirada dura, sus manos fuertes, su porte adusto, el no reír nunca, lo hacían como uno más entre los comandantes del presidio.

Es uno de esos comandantes que al no escuchar jamás lo que es un problema penal, cuando ingresan al presidio los celadores viejos le enseñan todo.

Principalmente que es el reo un ser mitad bestia y mitad hombre al que no es necesario brindarle piedad ni valorarle en nada. En tal forma el comandante aprendió en tres días que la única forma de mandar ahí era el garrote, el miedo y la venganza.

Nada más.

No era un comandante bueno ni malo. El dejaba siempre hacer a los demás.

A aquel le apodábamos «Perrón».

Hay que recordar que en un presidio el hombre no se llama Manuel, Eusebio, Esteban o Pedro. No existe el nombre propio. Todos tenemos un número y es necesario el recordarlo de memoria siempre. Para cerrar lo negro del ambiente nosotros nos rebautizábamos con un apodo: «Cacatibia», «Cara de Nigua», «Pichojos», «Diente de Perro», «Cachero». Es así como los compañeros que hacen de «mujer» tienen su nombre: «La Cienfuegos», «La Culo Parado», «La Escupefuego».

Y así muchos más.

Mi apodo era «Matahijos» ya que se me acusaba de dar muerte a mi propia hija.

Perrón era malo y todos los que no gustaban de pelear le tenían miedo. No era un secreto para muchos que Perrón, habitante del pabellón número tres, desde unos días antes venía restregando la argolla con arena molida y plomo más un clavo de cinco pulgadas que hacía como cepillo de limpieza. Y también era conocido por muchos que casi tenía cortada la cadena gracias a ese procedimiento de frotación. Todo eso era bien sabido por nosotros y en uno de esos milagros del presidio donde todo el mundo cuida de lo que no le importa, hasta cambiar la vida de un hombre por una ración extra de papas (al delatarlo) la guardia no lo sabía.

Rato después de que el gato lloraba y sin que el día tuviera la espesura de una clara de huevo, muchos de nosotros volvimos la mirada para el lugar donde estaba Perrón y lo miramos de pie, sin cadenas. Al momento observamos cómo por una de las latas donde se deslizaba agua desde el techo, trepaba ágilmente como si jamás le hubiese sido obstáculo el peso de los años pasados unido a su argolla de hierro. Pero a pesar de que había gastado la argolla que lo unió a la cadena, la primera no le fue posible quitarla por lo que se dio a la fuga con la argolla y un pedazo de eslabón prendido al pie.

Detrás de Perrón se lanzaron dos reos más. Uno llamado «Nalgas de hule» que era su amante y el otro apodado «Solitaria». Vimos que también se colaba en la fuga un muchacho de 15 años que descontaba una pena perpetua por violación y asesinato de su propia hermana.

Se llama la acción de «colarse en una fuga» al reo que en el momento en que la misma se efectúa, se suma a ella con gusto o no de quienes la han planeado. Nadie sabía por lo demás lo que pensaban hacer. La fuga en el presidio de San Lucas no es fácil. El miedo a la muerte rodea toda la isla por medio de su mar lleno de tintoreras, tiburones, rayas. Allá por el lado sur donde está ubicado uno de los destinos llamados «Hacienda Vieja» y «Tumba Bote» es el sitio por donde los fugados del penal se lanzan al agua. La tierra firme desde esos lugares se encuentra como a dos millas de distancia aunque cortada por un canalón de agua tan fiero que ni siquiera lanchas de motor la pueden cruzar en los tiempos de la «vaciante» o «creciente», teniendo que hacerse en bajamar o pleamar en que el mar no tiene corriente. La corriente de tres islas ubicadas en el centro de ese canalón forma remolinos terribles y hace imposible cruzar en línea recta. Esas islas son Cocinera, Aves, Pan de Azúcar.

Estos lugares es por donde los fugados se lanzan al mar. Muchos logran pasar al otro lado y los más, arrastrados por la corriente del Golfo de Nicoya, siguen mar adentro donde el tiburón tigre los espera para hacerles pedazos. Unos pocos con muchísima ayuda de Dios logran tres o cuatro días después llegar hasta una playa distante donde besan la libertad. Algunos se rinden ante la flota de botes que hurgan el mar en su busca y, como lo he dicho, los más, son alimento de las fieras marinas.

En ese momento de la fuga se escuchó un lamento grande y largo como haciendo trizas una tela vieja de lona, pero sostenido: como un quejido de un ser humano que fuera estrangulado.

Era el gato que estaba llorando.

El guardián en ese mismo instante corría el farol y al ver que el campo de Perrón estaba abandonado, disparó su fusil en señal de alarma y al momento siguiente todo el penal estaba en pie de alarma.

El cañón disparó una vez y luego otra y otra.

Los soldados corrían por todos lados. Los cabos de vara con miedo de perder su garantía en caso como ese en que también fueron sorprendidos, se lanzaron sobre los hombres que no estaban despiertos incitándoles, verga en mano, a formar pronto una fila para la revisión que se iba a hacer con la finalidad de saber el número de los prófugos.

En el trasiego de la fuga el único que perdió la cabeza fue el mismo Perrón que se lanzó desde el techo hasta la tierra que se encuentra a unos ocho metros de distancia del suelo al alar. Los otros con más calma deslizáronse por una canoa. Cuentan que en tanto los otros tres se lanzaban por los matorrales para buscar refugio contra la balacera, Perrón se quedó un momento ahí tirado hasta que reaccionando y con un pie de rastras, valiéndose de que no le pusieran cuidado en creerle muerto o herido, se sumió también entre la maleza en pos de sus compañeros. Luego que todo había pasado nos llegamos a enterar de que a Perrón se le quebró un pie en su caída y que con los huesos al aire logró burlar la primera vigilancia. Seguramente creyó que iba a tener fuerzas suficientes para seguir así con una pierna quebrada y que una vez en el mar se podría agarrar a uno de los palos que van entre la corriente y lanzarse a la deriva.

Sus otros compañeros de seguro bien pudieron darle una mano, pero no lo hicieron. Es costumbre en los penales que cada cual se ayude a sí mismo y a veces en contra del interés de los demás.

El compañerismo no es pan que gusta en un presidio como San Lucas.

Se cuenta la historia de un muchacho Riverón que después de darle de puñaladas a un soldado y robar su rifle se lanzó al mar junto con otro apodado Arayita. Y después de treinta horas de nadar llegaron a tierra firme donde Araya robó a su compañero el rifle y los zapatos dejándole a un lado del camino en donde le sorprendió la soldadesca y lo acribillaron a balazos.

Después de la fuga el nuevo comandante ordenó que no fuéramos a trabajar.

Todos los reos fuimos reunidos en un patio grande que forma el centro del disco. Ahí permanecimos, vigilados, firmes, sin movernos. En la mañana dejó de llover y entonces empezó el sol terrible de San Lucas a darnos sobre la espalda. En la tarde de nuevo regresó la lluvia y nosotros cumplíamos ya las trece horas de estar de pie, firmes en una sola línea que daba vuelta al círculo del disco. Toda alimentación se nos negó en el día entero. Uno que otro anciano o enfermo con el estómago pegado al espinazo se desmayó del hambre y cayó al suelo donde llegaron los cabos de vara a darle palos hasta lograr que se levantara de nuevo.

Un teniente de apellido Montero con una cuadrilla de tiradores salió en ronda de vigilancia en pos de la caza del animal que se había fugado.

La cuadrilla de enterradores estaba de muy buen humor pues esperaban lo mejor y cuando eso sucedía la ropa y las pertenencias de sus «clientes» pasaban a ser parte de su heredad.

El capitán Meneses, jefe de la guardia, estaba muy enojado con la lluvia ya que según él la misma impedía dar fuego a la isla. Y de verdad que eso de darle fuego a la isla en los meses del verano cuando provenía una fuga era un medio que no faltaba nunca y que jamás solía fallar, por lo que en sus fugas el reo prefería escoger el tiempo tormentoso del invierno en que a veces el mar tenía olas de diez metros de altura, a esperar los veranos en que cruzaban toda la isla en zonas imaginarias de seguridad o de vigilancia y prendían fuego a la maleza que en esos meses está como yesca, y en tal forma acorralar al desgraciado.

Es de verdad un gran amor el que poseen los hombres por la libertad ya que en mis años de presidio muchos prefirieron hacer frente a la tormenta de mar más fiera o a la amenaza de perecer achicharrados en los pastizales, antes de descontar una pena que alguna y otra vez, como en mi caso, era aplicada injustamente.

Parece que Perrón no logró llegar hasta la orilla del mar y optó por acercarse a uno de los fortines que rodean la costa y entregarse al soldado ya que el dolor que sentía con los huesos al aire de la pierna era superior a sus fuerzas.

El soldado sacó su cantimplora y le dio agua. Era un soldado bueno al que desde ese día hasta que murió, un mes después, en un «accidente», le apodamos «El Buen Samaritano».

Cuando el soldado estaba dándole agua, llegó el teniente Montero y el reo le preguntó suplicante:

—¿No me va a matar?

Montero le invitó a acercarse a una roca. Como Perrón intentó hacerlo y le fue imposible ponerse de pie, le grito:

—¡Qué te ampares a esa roca, digo, de pie!

—¡Pero es que… no puedo pararme!

La pierna la tenía quebrada como una botella de vidrio más abajo de la espinilla y era increíble el dolor que ese hombre sentía al llegar de rastras hasta donde estaba el soldado. Los huesos y tendones estaban al aire. El espectáculo, como lo narraba después el soldado que le brindó agua, fue uno de los más dolorosos y macabros que jamás habíamos tenido noticias en un penal donde todo era posible.

Con mucho trabajo, Perrón se arrastró hasta la roca que le señalaba el teniente Montero. El pie herido, hecho un colgajo donde la sangre se confundía con la tierra, quedaba tirado por ahí como un trapo sucio. Y entonces sobre su cabeza una lluvia de tiros se le vino hasta el extremo de que contaban las fieras integrantes de la cuadrilla de enterradores, que el cráneo estaba despedazado en tantas partes que ellos no quisieron tomarse la molestia de juntar pedazos de huesos y los habían dejado por ahí para que se los comieran los zopilotes.

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