Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Ciro Smith volvió a las Chimeneas, y allí, al resplandor del hogar, cortó dos reglas y unió una a otra por uno de sus extremos, de manera que formasen una especie de compás, cuyos extremos pudieran abrirse o cerrarse. El punto de unión estaba fijo por medio de una fuerte espina de acacia que Ciro tomó de la leña seca.
Terminado el instrumento, volvió el ingeniero a la playa, y como era preciso tomar la altura del polo por encima de un horizonte netamente marcado, es decir, de un horizonte de mar, y como el cabo de la Garra le ocupaba el horizonte del sur, tuvo que ir en busca de una estación más a propósito. La mejor hubiera sido sin duda el litoral expuesto directamente al sur, pero había que atravesar el río de la Merced, entonces muy profundo, y ésta era una dificultad grave.
Por consiguiente, Ciro Smith resolvió hacer una observación desde la meseta de la Gran Vista, reservándose tomar su altura sobre el nivel del mar; altura que pensaba calcular al día siguiente por medio de un simple procedimiento de geometría elemental.
Los colonos se trasladaron a la meseta subiendo por la orilla izquierda del río de la Merced y se colocaron en el límite que se orientaba al nordeste y sudeste, es decir, en la línea de rocas caprichosamente cortadas que formaban la orilla del río.
Aquella parte de la meseta dominaba en unos cincuenta pies las alturas de la orilla derecha, que bajaban por una doble pendiente hasta el extremo del cabo de Garra y hasta la costa meridional de la isla.
Ningún obstáculo detenía, pues, las miradas, que abarcaban el horizonte en una semicircunferencia, desde el cabo hasta el promontorio del Reptil. Al sur, este horizonte, iluminado desde su parte inferior por las primeras claridades de la luna, se destacaba vivamente sobre el cielo y podía ser notado con gran exactitud.
En aquel momento la Cruz del Sur se presentaba al observador en posición inversa, marcando la estrella Alfa su base, que es la más próxima al polo austral.
Esta constelación no está situada tan cerca del Polo Antártico como la estrella Polar lo está del Polo Artico.
La estrella Alfa está a unos 27° aproximadamente del primero, pero Ciro Smith lo sabía y tenía en cuenta esta distancia para su cálculo.
También cuidó de observarla en el momento en que pasaba por el meridiano inferior, lo cual debía simplificar su operación.
Dirigió, pues, una rama de su compás de madera sobre el horizonte de mar, y la otra sobre la estrella Alfa, como hubiera hecho con dos anteojos de un círculo repetidor, y la abertura de las dos ramas le dio la distancia angular que separaba a la estrella Alfa del horizonte. A fin de fijar de una manera inmutable el ángulo obtenido, sujetó por medio de espinas las dos tablillas de su aparato sobre una tercera que situó transversalmente, de suerte que la abertura se mantuviese sólidamente.
Hecho esto, sólo faltaba calcular el ángulo obtenido, trayendo la observación al nivel del mar, de manera que se tomara en cuenta la depresión del horizonte, para lo cual era preciso medir la altura de la meseta.
El valor de este ángulo daría así la altura de la estrella Alfa, y por consiguiente, la del polo por encima del horizonte, es decir, la latitud de la isla, puesto que la latitud de un punto del globo es siempre igual a la altura del polo sobre el horizonte de aquel punto.
La realización de estos cálculos se aplazó para la mañana siguiente y a las diez de la noche todos dormían profundamente.
Al día siguiente, 16 de abril, domingo de Pascua, los colonos salían de las Chimeneas al amanecer y procedían al lavado de su ropa interior y a la limpieza de sus vestidos. El ingeniero pensaba hacer jabón cuando hubiera obtenido las materias necesarias para la saponificación, sosa o potasa, y grasa o aceite. La cuestión de la renovación del guardarropa debía ser tratada en tiempo y lugar oportunos. En todo caso, los vestidos podían durar aún seis meses más, porque eran de tela fuerte y podían resistir el desgaste de los trabajos manuales. Pero todo dependía de la situación de la isla respecto de las tierras habitadas, situación que debía determinarse aquel mismo día, si lo permitía el tiempo.
El sol, levantándose sobre un horizonte puro, anunciaba un día magnífico, uno de esos hermosos días de otoño, que son como la última despedida de la estación calurosa.
Había que completar los elementos de las observaciones hechas la víspera midiendo la altura de la meseta de la Gran Vista sobre el nivel del mar.
—¿No necesitará usted un instrumento análogo al que le sirvió ayer? —preguntó Harbert al ingeniero.
—No, hijo mío, no —contestó éste—. Vamos a proceder de otro modo y de una manera casi tan exacta.
Harbert, que gustaba de instruirse en todo, siguió al ingeniero, el cual se apartó del pie de la muralla de granito bajando hasta el extremo de la playa, mientras Pencroff, Nab y el corresponsal se ocupaban en diversos trabajos.
Ciro Smith se había provisto de una especie de pértiga de unos doce pies de longitud, que había medido con la exactitud posible, comparándola con su propia estatura, cuya altura conocía poco más o menos. Harbert llevaba una plomada que le había dado el ingeniero, es decir, una simple piedra atada al extremo de una hebra flexible.
Al llegar a veinte pies del extremo de la playa, a unos quinientos pies de la muralla de granito, que se levantaba perpendicularmente, Ciro Smith clavó la pértiga uno o dos pies en la arena, calzándola con cuidado, y por medio de la plomada consiguió ponerla perpendicularmente al plano de horizonte.
Hecho esto, retrocedió la distancia necesaria para que, echado sobre la arena, el rayo visual, partiendo de su ojo derecho, rozase a la vez el extremo de la pértiga y la cresta de la muralla. Después marcó cuidadosamente aquel punto con un jalón pequeño.
—¿Conoces los primeros principios de la geometría? —dijo luego, dirigiéndose a Harbert.
—Un poco, señor Ciro —contestó el joven, que no quería comprometerse demasiado.
—¿Recuerdas bien las propiedades de dos triángulos semejantes?
—Sí —contestó Harbert—. Sus lados homólogos son proporcionales.
—Pues bien, hijo mío, acabo de construir dos triángulos semejantes, ambos rectángulos: el primero, el más pequeño, tiene por lados la pértiga perpendicular, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de la pértiga y el rayo visual por hipotenusa; el segundo tiene por lados la muralla perpendicular, cuya altura se trata de medir, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de esta muralla y mi rayo visual, que forma igualmente su hipotenusa, la cual viene a ser la prolongación de la del primer triángulo.
—¡Ah!, señor Ciro, ya comprendo —exclamó Harbert—. Así, como la distancia del jalón a la base de la pértiga es proporcional a la distancia del jalón a la base de la muralla, del mismo modo la altura de la pértiga es proporcional a la altura de esa muralla.
—Eso es, Harbert —contestó el ingeniero—, y, cuando hayamos medido las dos primeras distancias, conociendo la altura de la pértiga, no tendremos que hacer más que un cálculo de proporción, el cual nos dará la altura de la muralla y nos evitará el trabajo de medirla directamente.
Tomaron las dos distancias horizontales por medio de la pértiga, cuya longitud sobre la arena era exactamente de diez pies. La primera distancia era de quince pies, que mediaban entre el jalón y el punto en que la pértiga estaba metida en la arena.
La segunda distancia entre el jalón y la base de la muralla era de quinientos pies.
Terminadas estas medidas, Ciro y el joven volvieron a las Chimeneas.
Allí el ingeniero tomó una piedra plana que se había llevado en sus precedentes excursiones, especie de pizarra sobre la cual era fácil trazar números con una almeja, y estableció la proporción siguiente:
15:500::10:x
500 X 10 = 5.000
5.000 : 15 = 333'33
Quedó, pues, averiguado que la muralla de granito medía 333 pies de altura.
Ciro Smith tomó entonces el instrumento que había hecho la víspera, y cuyas dos ramas, por su separación, le daban la distancia angular de la estrella Alfa al horizonte. Midió exactamente la abertura de aquel ángulo en una circunferencia que dividió en trescientas partes iguales.
Ahora bien, aquel ángulo era de diez grados; luego la distancia angular total entre el polo y el horizonte, añadiéndose los 27° que separan a Alfa del Polo Antártico, y reduciendo al nivel del mar la altura de la meseta sobre la cual se había hecho la observación, era de 37°. Ciro Smith dedujo que la isla de Lincoln estaba situada en el grado 37 de latitud austral, o teniendo en cuenta, a causa de la imperfección de los instrumentos, un error de cinco grados, debería estar situada entre el paralelo 35 y el 40.
Faltaba obtener la longitud para completar las coordenadas de la isla, y esto fue lo que se propuso el ingeniero determinar a las doce del mismo día, es decir, en el momento en que el sol pasara por el meridiano.
Se decidió que aquel domingo se emplearía en un paseo, o más bien en una exploración de aquella parte de la isla situada entre el norte del lago y el golfo del Tiburón, y que, si el tiempo lo permitía, se extendiera el reconocimiento hasta la vuelta septentrional del cabo Mandíbula Sur; se almorzaría en las dunas y no regresarían hasta la tarde.
A las ocho y media de la mañana, la pequeña caravana seguía la orilla del canal. Del otro lado, en el islote de la Salvación, muchas aves se paseaban. Eran somorgujos de la especie llamada maneos, que se distinguen perfectamente por su grito desagradable, algo parecido al rebuzno de asno. Pencroff no las consideraba sino desde el punto de vista comestible, y supo, con cierta satisfacción, que su carne, aunque negruzca, era bastante apetitosa. Arrastrándose por la arena se podían ver también grandes anfibios, focas sin duda, que parecían haber elegido el islote como refugio. No era posible examinar aquellos animales desde el punto de vista alimenticio, porque su carne aceitosa es pésima; sin embargo, Ciro Smith observó con atención y, sin descubrir sus ideas, anunció a sus compañeros que próximamente harían una visita al islote.
La orilla que seguían los colonos estaba sembrada de innumerables conchas, algunas de las cuales habrían hecho la felicidad de un aficionado a malacología. Había, entre otras, faisanelas, terebrátulas, trigonias, etc.; pero lo que debía ser más útil fue un banco de ostras, descubierto en la baja marea, y que Nab señaló entre las rocas, a cuatro millas, poco más o menos, de las Chimeneas.
—Nab no ha perdido el día —dijo Pencroff, observando el banco de ostras que se extendía a larga distancia.
—Es un feliz descubrimiento —dijo el corresponsal—, y si, como se dice, cada ostra pone al año de 50.000 a 60.000 huevos, tendremos una reserva inagotable. —Yo creo, sin embargo, que la ostra no es muy nutritiva.
—No —respondió Ciro Smith—. La ostra contiene muy poca materia azoada, y si un hombre tuviera que alimentarse con ellas exclusivamente, necesitaría por lo menos de quince a dieciséis docenas diarias.
—Bueno —repuso Pencroff—. Comeremos docenas y docenas antes de agotar el banco. ¿No sería bueno tomar algunas para almorzar?
Y sin esperar respuesta a su proposición, sabiendo que estaba aprobada de antemano, el marino, ayudado por Nab, arrancó cierta cantidad de aquellos moluscos. Pusiéronlos en una especie de red hecha de fibras de hibisco perfeccionada por Nab, y que contenía provisiones para el almuerzo, y luego continuaron subiendo por la costa entre las dunas y el mar.
De vez en cuando Smith consultaba su reloj, a fin de prepararse a tiempo para la observación solar que debía hacerse a las doce.
Toda aquella parte de la isla era muy árida, hasta la punta que cerraba la bahía de la Unión, y que había recibido el nombre de cabo Mandíbula Sur. No se veía más que arena y conchas mezcladas con restos de lava. Algunas aves marinas frecuentaban aquella desolada costa, gaviotas, grandes albatros y patos silvestres, que excitaron con justa razón el apetito de Pencroff, el cual trató de matar algunos a flechazos, pero sin resultado, porque no se detenían en ninguna parte, y habría sido preciso derribarlos al vuelo.
El marino, en vista del mal resultado de sus tentativas, dijo al ingeniero:
—Ya ve usted, señor Ciro, que, mientras no tengamos uno o dos fusiles de caza, nuestro material dejará todavía mucho que desear.
—Cierto, Pencroff —contestó el corresponsal—, pero eso sólo depende de usted. Proporciónenos hierro para los cañones, acero para las baterías, salitre, carbón y azufre para la pólvora, mercurio y ácido azótico para el fulminante y plomo para los balas, y creo yo que Ciro nos hará fusiles de primera clase.
—¡Oh! —dijo el ingeniero—, todas estas sustancias se podrían encontrar sin duda en la isla; pero un arma de fuego es un instrumento delicado para el que se necesitan herramientas de gran precisión. En fin, veremos más adelante.
—¡Qué lástima —exclamó Pencroff— que hayamos tenido que arrojar al mar todas las armas que llevaba la barquilla y todos los utensilios y hasta las navajas de los bolsillos!
—Si no los hubiéramos arrojado, Pencroff, seríamos nosotros los que habríamos ido al fondo del mar —dijo Harbert.
—Es verdad, muchacho —contestó el marino.
Después, pasando a otra idea, añadió:
—Pero, ahora que pienso en ello, ¿qué dirían Jonatán, Forster y sus compañeros cuando vieron a la mañana siguiente la plaza vacía por haber volado su máquina?
—Lo que menos me importa es saber lo que han podido pensar esos señores —dijo el corresponsal.
—Pues yo fui el que tuvo la idea —repuso Pencroff satisfecho.
—¡Magnífica idea, Pencroff! —añadió Gedeón Spilett—. ¡Sin ella, no estaríamos donde estamos!
—Prefiero estar aquí que en manos de los sudistas —exclamó el americano—, sobre todo habiendo el señor Ciro tenido la bondad de acompañarnos.
—Y yo también lo prefiero —dijo el corresponsal—. Por lo demás, ¿qué nos falta? Nada.
—Nada, excepto... todo —replicó Pencroff, soltanto una carcajada—. Pero un día u otro ya encontraremos el medio de salir de aquí.
—Y más pronto quizá de lo que ustedes imaginan —dijo entonces el ingeniero—, si la isla de Lincoln está situada a una distancia media de algún archipiélago habitado o de algún continente, cosa que sabremos antes de una hora. No tengo mapa del Pacífico, pero mi memoria ha conservado un recuerdo bastante claro de su parte meridional. La latitud que he obtenido ayer pone a la isla de Lincoln entre Nueva Zelanda, al oeste, y la costa de Chile, al este; pero entre estas dos tierras la distancia es de 6.000 millas. Falta, pues, determinar qué punto ocupa la isla en este gran espacio de mar, y esto es lo que nos dirá dentro de poco la longitud, según espero, con bastante aproximación.