La isla misteriosa (19 page)

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Authors: Julio Verne

El 20 de abril por la mañana comenzó el
período metalúrgico,
como le llamaba el corresponsal en sus notas. El ingeniero, como hemos dicho, estaba decidido a operar en el yacimiento mismo del carbón y del mineral. Ahora bien, según sus observaciones, estos dos yacimientos estaban situados al pie de los contrafuertes del nordeste del monte Franklin, es decir, a una distancia de seis millas; por consiguiente no había que pensar en volver todos los días a las Chimeneas, y se convino en que la colonia acamparía bajo una choza de ramas de árbol a fin de seguir noche y día la importante operación.

Aprobado el proyecto, se pusieron en marcha al rayar el día. Nab y Pencroff llevaban en unas parihuelas el fuelle y cierta cantidad de provisiones vegetales y animales, que además podían renovarse por el camino.

Entraron por los bosques del Jacamar, atravesándolos oblicuamente del sudeste al noroeste y en su parte más espesa. Hubo que abrir una senda, que debía formar en adelante la arteria más interesante entre la meseta de la Gran Vista y el monte Franklin. Los árboles, pertenecientes a las especies ya conocidas, eran magníficos. Harbert señaló otros nuevos, entre ellos varios dragos que Pencroff calificó de
puerros presuntuosos,
porque, a pesar de su altura, eran de la misma familia de las liliáceas, a la que pertenecen la cebolla, la cebolleta y el chalote o el espárrago. Como estos dragos podían dar raíces lechosas, que, cocidas, son excelentes y, sometidas a cierta fermentación, producen un licor muy agradable, hicieron bastante provisión de ellos.

El camino a través del bosque fue largo y duró el día entero, pero permitió a los exploradores observar la fauna y la flora.
Top,
encargado especialmente de la fauna, corría entre las hierbas y la espesura levantando indistintamente toda especie de caza. Harbert y Gedeón Spilett mataron dos canguros a flechazos y además un animal que se parecía mucho a un erizo y a un oso hormiguero; al primero, porque se hacía bola y erizaba sus púas; y al segundo, porque tenía uñas cavadoras, un hocico largo y delgado, que terminaba en pico de ave, y una lengua extensible guarnecida de espinas, que le servía para sujetar los insectos.

—¿Y a qué se parecerá cuando esté en la olla? —preguntó Pencroff con soma.

—A excelente carne de vaca —contestó Harbert.

—No podemos pedirle más —añadió el marino.

Durante esta excursión vieron algunos jabalíes, que no trataron de atacar la caravana; y no parecía que debiera temerse al encuentro de fieras en una espesura, cuando de improviso el corresponsal creyó ver a pocos pasos, entre las ramas de un árbol, un animal parecido a un oso y se puso a copiarlo tranquilamente a lápiz. Por fortuna para Spilett, el animal no pertenecía a esa temible familia de los plantígrados. Era tan sólo un
koula,
más conocido por el nombre de
perezoso,
que tenía el tamaño de un perro grande, el pelo erizado y de color pardo sucio, y las patas armadas de fuertes garras, lo que le permitía trepar a los árboles para alimentarse de hojas. Averiguada la identidad del animal, al cual no se trató de molestar en su ocupación, Gedeón Spilett borró la palabra oso del pie de su apunte, puso en su lugar
koula,
y continuó su camino.

A las cinco de la tarde, Ciro Smith daba la señal de alto. Se encontraban fuera del bosque, al pie de aquellos poderosos contrafuertes que apuntalaban el monte Franklin hacia el este. A pocos centenares de pasos corría el arroyo Rojo y por consiguiente el agua potable no estaba lejos.

Organizó inmediatamente el campamento y, en menos de una hora, al extremo del bosque, entre los árboles, se levantó una cabaña de ramas mezcladas de bejucos y recubiertas de tierra gredosa, que ofrecía un abrigo suficiente. Dejaron para el día siguiente las investigaciones geológicas; se preparó la cena, se encendió un buen fuego delante de la cabaña, se dio vuelta al asador y, a las ocho, mientras uno de los colonos velaba para alimentar la hoguera por si algún animal peligroso vagaba por los alrededores, los demás dormían con sueño tranquilo.

Al día siguiente, 24 de abril, Ciro Smith, acompañado de Harbert, fue a buscar los terrenos de formación antigua, donde había ya encontrado muestras de mineral. Halló el yacimiento a flor de tierra, casi en la fuente misma del arroyo, al pie de la base lateral de uno de los contrafuertes del nordeste. Aquel mineral, muy rico en hierro, contenido en su ganga fusible, convenía perfectamente al método de reducción que el ingeniero pensaba emplear, es decir, el método catalán, pero simplificado, como se usa en Córcega.

En efecto, el método catalán propiamente dicho exige la construcción de hornos y crisoles, en los cuales el mineral y el carbón, colocados en capas alternas, se transformen y reduzcan. Pero Ciro Smith quería economizar hornos y crisoles y formar con el mineral y el carbón una masa cúbica, al centro de la cual se dirigía el viento de su fuelle. Este era sin duda el procedimiento que emplearon Tubalcaín y los primeros metalúrgicos del mundo habitado. Ahora bien, lo que había dado buenos resultados a los nietos de Adán y los daba todavía en los países ricos en mineral y en combustible, no podía menos de darlo en las circunstancias en que se encontraban los colonos de la isla de Lincoln.

Se recogió también la hulla como el mineral sin trabajo y casi en superficie. Primeramente se rompió el mineral en pequeños trozos, quitándole con la mano las impurezas que manchaban su superficie.

Después con el carbón y el mineral formaron un montón de capas sucesivas y alternas, como hace el carbonero con la leña que quiere carbonizar. De esta manera, bajo la influencia del aire proyectado por el fuelle, debía el carbón transformarse, primero, en ácido carbónico y, después, en óxido de carbono, encargado de reducir en óxido de hierro o, lo que es lo mismo, de desprender el hierro del oxígeno.

Así, pues, el ingeniero procedió a la operación. El fuelle de piel de foca, provisto en su extremo de un tubo de tierra refractaria, fabricado antes en el horno de la vajilla, fue colocado encima del montón de mineral; movido por un mecanismo, cuyos órganos consistían en bastidores, cuerdas de fibras y contrapesos, lanzó sobre la masa de hierro y carbón una profusión de aire que, elevando la temperatura, concurrió también a la transformación química que debía producir hierro puro.

La operación fue difícil. Necesitó toda la paciencia y todo el ingenio de los colonos para llevarla a buen término; pero salió bien y el resultado definitivo fue una masa de hierro reducida al estado de esponja, que fue preciso cimbrar y machacar, es decir, forjar para quitarle la ganga líquida que contenía. Aquellos herreros improvisados carecían de martillo; pero lo mismo había sucedido al primer metalúrgico e hicieron lo que éste tuvo naturalmente que hacer.

Pusieron a la primera masa un palo a guisa de mango y sirvió para forjar la segunda en un yunque de granito, con lo cual se llegó a obtener un metal burdo, pero arcilloso.

Al fin, después de muchos esfuerzos y fatigas, el 25 de abril se habían forjado varias barras de hierro, que se transformaron en herramientas, pinzas, tenazas, picos, azadones, etc., que Pencroff y Nab declararon ser verdaderas joyas.

Pero aquel metal no podía prestar grandes servicios en estado de hierro puro, sino principalmente en estado de acero.

El acero es una combinación de hierro y carbón, que se saca o de la fundición, quitando a ésta el exceso de carbón, o del hierro, añadiendo a éste el carbón que le falta. El primero, obtenido por la descarburación en la fundición, da el acero natural o refinado; el segundo, producido por la carburación del hierro, da el acero de cementación.

Este último era el que buscaba Ciro Smith con preferencia, puesto que poseía el hierro en estado puro; y consiguió fabricarlo, calentando el metal con carbón en polvo, en un crisol hecho de tierra refractaria.

Después, dado que el acero así elaborado es maleable tanto en caliente como en frío, pudo ser trabajado mediante el martillo. Nab y Pencroff, hábilmente dirigidos, hicieron hierros de hacha, los cuales, calentados hasta el rojo y sumergidos después inmediatamente en agua fría, adquirieron excelente temple.

De aquella fragua salieron otros instrumentos burdamente fabricados, como puede suponerse: hojas de cepillo de carpintero, hachas, azuelas, láminas de acero que debían transformarse en sierras, escoplos, azadones, palas, picos, martillos, clavos, etc.

El 5 de mayo, terminado el primer período metalúrgico, los herreros volvían a las Chimeneas; nuevas tareas iban a autorizarles en breve a tomar una nueva calificación.

16. Buscan refugio para invernar en la isla

Era el 6 de mayo, día que corresponde al 6 de noviembre en los países del hemisferio boreal. Hacía días que el cielo se cubría de brumas y era necesario tomar ciertas disposiciones para pasar el invierno. Sin embargo, la temperatura todavía no había bajado sensiblemente y un termómetro centígrado, trasladado a la isla de Lincoln, habría marcado todavía, por término medio, de diez a doce grados sobre cero. Esta temperatura media no tenía nada de extraordinario, puesto que la isla Lincoln, situada probablemente entre los 35 y 40 grados de latitud, debía hallarse sometida en el hemisferio sur a las mismas condiciones que Sicilia o Grecia en el hemisferio norte. Pero así como en Grecia o en Sicilia se experimentan fríos violentos, que producen nieves y hielo, de la misma manera en la isla Lincoln deberían experimentarlos en el período más riguroso del invierno, y contra esta temperatura baja convenía prepararse.

En todo caso, si el frío no amenazaba aún, por lo menos estaba próxima la estación de las nieves, y en aquella isla apartada, expuesta a todas las intemperies, en medio del mar Pacífico, los malos tiempos debían ser frecuentes y terribles.

Debían pensar seriamente y resolver la cuestión de una vivienda más cómoda que las Chimeneas.

Pencroff, naturalmente, tenía cierta predilección por aquel retiro por él descubierto; pero se hizo cargo de la necesidad de buscar otro. Las Chimeneas habían recibido la visita del mar en circunstancias que no se habrán olvidado y no podían los colonos exponerse de nuevo a un accidente parecido.

—Por otra parte —añadió Ciro Smith, que aquel día hablaba de estas cosas con sus compañeros—, tenemos algunas precauciones que tomar...

—¿Para qué? La isla no está habitada —dijo el corresponsal.

—Eso creemos —insinuó el ingeniero—, aunque no la hemos explorado todavía toda; pero si no hay en ella seres humanos, temo que abunden los animales peligrosos. Conviene, pues, ponerse al abrigo de una posible agresión, para que no sea preciso que uno de nosotros se quede de centinela toda la noche para mantener una hoguera encendida. Además, amigos míos, debemos preverlo todo; estamos aquí en una parte del Pacífico frecuentada a menudo por los piratas malayos.

—¡Cómo! —exclamó Harbert—, a esta distancia de toda tierra...

—Sí, hijo mío —contestó el ingeniero—. Estos piratas son tan atrevidos marinos como terribles malhechores, y debemos adoptar, por consiguiente, nuestras medidas.

—Pues bien —dijo Pencroff—, nos fortificaremos contra las fieras de dos o de cuatro patas. Pero, señor Ciro, ¿no sería bueno explorar la isla en todas sus partes antes de emprender nada?

—Eso sería mejor —apoyó Gedeón Spilett—; ¿quién sabe si encontraremos en la costa opuesta una de esas cavernas que inútilmente hemos buscado por aquí?

—Es cierto —repuso el ingeniero—, pero ustedes olvidan, amigos míos, que conviene establecernos en las inmediaciones de un río y que desde la cima del monte Franklin no hemos visto hacia el oeste ni río ni arroyo alguno. Aquí, por el contrario, nos hallamos situados entre el río de la Merced y el lago Grant, ventaja que no debemos despreciar. Además, esta costa orientada al este no está expuesta como la otra a los vientos alisios que soplan del noroeste en el hemisferio austral.

—Entonces, señor Ciro —propuso el marino—, construiremos una casa a orillas del lago. Ya no nos faltan ladrillos ni instrumentos. Después de haber sido alfareros, fundidores y herreros, sabremos ser albañiles, ¡qué diablo!

—Sí, amigo mío, pero antes de tomar una decisión es preciso buscar.

Una vivienda construida por la naturaleza nos ahorraría mucho trabajo y nos ofrecería sin duda un retiro más seguro, porque estaría tan perfectamente defendida contra los enemigos de dentro como contra los de fuera.

—En efecto, Ciro —dijo el corresponsal—; pero ya hemos examinado toda esa muralla granítica de la costa y no hay en ella ni un agujero ni una hendidura.

—¡Ni una! —añadió Pencroff—. ¡Si hubiéramos podido abrir una cueva en ese muro a cierta altura para ponemos fuera de todo alcance! Ya me figuro, en la fachada que mira al mar, cinco o seis habitaciones...

—¡Con ventanas para darles luz! —dijo Harbert, riéndose.

—Y una escalera para subir —añadió Nab.

—Ustedes se ríen —exclamó el marino— sin motivo. ¿Qué hay de imposible en lo que propongo? ¿No es verdad, señor Ciro, que hará usted pólvora el día que la necesitemos?

El ingeniero había escuchado al entusiasta Pencroff mientras desarrollaba sus proyectos algo fantásticos. Atacar aquella masa de granito, aun por medio de una mina, era un trabajo hercúleo, y ¡lástima que la naturaleza no se hubiera encargado de la parte más dura de la tarea! Pero Smith respondió al marino proponiendo que se examinase más atentamente la meseta desde la desembocadura del río hasta el ángulo que la cerraba al norte.

Salieron, pues, y con mucho cuidado hicieron la exploración en una extensión de dos millas poco más o menos, pero en ningún sitio la pared recta y unida presentaba cavidad alguna. Los nidos de las palomas silvestres que revoloteaban en su cima no eran en realidad más que agujeros abiertos en la cresta de la misma y en las esquinas irregularmente formadas de granito.

Era una circunstancia desgraciada, y no había que pensar siquiera en atacar aquella masa con el pico o con la pólvora para abrir una vivienda.

La casualidad había hecho que en toda aquella parte del litoral Pencroff descubriese el único asilo provisionalmente habitable, es decir, aquellas Chimeneas que, sin embargo, se trataba de abandonar.

Terminada la exploración, los colonos se hallaban en el ángulo norte de la muralla, donde ésta terminaba por una de las pendientes prolongadas, que iban a morir en la playa. Desde aquel sitio hasta su extremo límite al oeste no formaba más que una especie de talud, espesa aglomeración de piedras, de tierra y de arena, unidas por plantas, arbustos y hierbas, e inclinada bajo un ángulo de cuarenta y cinco grados solamente. Acá y allá el granito surgía todavía sobresaliendo con puntas agudas en aquella ribera escarpada. Sobre sus laderas crecían grupos de árboles y una hierba bastante espesa los alfombraba. Pero el esfuerzo vegetal no iba más allá y una gran llanura de arena, que comenzaba al pie del talud, se extendía hasta el litoral.

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