La isla misteriosa (22 page)

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Authors: Julio Verne

Faltaba resolver la cuestión de la inflamación de la sustancia explosiva. Ordinariamente la nitroglicerina se inflama por medio del fulminato, que estallando determina la explosión. Es preciso, en efecto, un choque para provocarla, pues simplemente encendida esta sustancia se quemaría sin estallar.

Ciro Smith habría podido fabricar la espoleta que se necesitaba. A falta del fulminato podía obtener fácilmente una sustancia análoga, algodón pólvora, puesto que disponía de ácido azótico; esta sustancia, comprimida en un cartucho e introducida en la nitroglicerina, habría estallado aplicándole una mecha y producido la explosión.

Pero Ciro Smith sabía que la nitroglicerina tiene la propiedad de detonar al menor choque, y resolvió utilizar esta propiedad sin perjuicio de emplear otro medio, si éste no le daba resultado.

En efecto, el choque de un martillo sobre algunas gotas de nitroglicerina desparramadas sobre la superficie de una piedra dura basta para provocar la explosión; pero el operador no podía dar el martillazo sin ser víctima de la explosión. Ciro Smith tuvo, pues, la idea de suspender de un montante por encima de la boca de la mina, y por medio de una fibra vegetal, una maza de hierro de muchas libras de peso. Otra larga fibra, previamente azufrada, iría atada al centro de la primera por uno de sus extremos, mientras el otro quedaría en el suelo a distancia de muchos pies de la boca de la mina. Comunicado el fuego a esta segunda fibra, ella lo comunicaría a la primera; ésta se rompería y la maza de hierro caería con fuerza sobre la nitroglicerina.

Se instaló el aparato. El ingeniero hizo alejar a sus compañeros, llenó la mina de modo que la nitroglicerina sobresaliese un poco de la abertura y derramó algunas gotas por la superficie de las rocas debajo de la maza de hierro ya suspendida.

Hecho esto, tomó el extremo de la fibra azufrada, la encendió y, alejándose de allí, se reunió con sus compañeros que habían vuelto a las Chimeneas.

La fibra debía arder durante veinticinco minutos, y, efectivamente, veinticinco minutos después resonó una explosión de cuyo estrépito sería imposible dar una idea. Parecía que toda la isla temblaba sobre su base.

Una nube de piedras se proyectó en los aires, como si hubieran sido vomitadas por un volcán.

La sacudida, producida por el aire que las piedras desalojaban, fue tal, que hizo oscilar las rocas en las Chimeneas. Los colonos, aunque estaban a más de dos millas de distancia, fueron derribados al suelo. Se levantaron, salieron a la meseta y corrieron hacia el sitio donde el dique del lago debía haber sido destruido por la explosión.

Un triple hurra se escapó de sus pechos. El dique de granito estaba hendido formando un ancho boquete. Por él, una corriente de agua se escapaba lanzando espuma a través de la meseta, llegaba a la cresta y se precipitaba sobre la playa desde una altura de trescientos pies.

18. El desagüe del lago resulta un palacio de granito

El proyecto de Ciro había tenido éxito, pero, según su costumbre, sin manifestar ninguna satisfacción, los labios cerrados y la mirada fija, permaneció inmóvil. Harbert estaba entusiasmado; Nab saltaba de gozo; Pencroff movía su gruesa cabeza, murmurando:

—¡Bien va nuestro ingeniero!

La nitroglicerina había obrado poderosamente. La sangría hecha al lago era tan importante, que el volumen de agua que se escapaba entonces por la nueva salida era por lo menos triple del que se escapaba por la antigua. En consecuencia, poco tiempo después de la operación el nivel del lago debería haber bajado dos pies por lo menos.

Corrieron los colonos a las Chimeneas para tomar picos, palos herrados, cuerdas de fibras, eslabón y yesca y volvieron a la meseta.
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los acompañaba.

Por el camino el marino no pudo contenerse.

—¿Pero sabe usted, señor Ciro, que por medio de ese licor que ha fabricado usted se podría hacer volar toda la isla?

—Sí, la isla, los continentes y la Tierra —contestó Ciro Smith—. No es más que cuestión de cantidad.

—¿No podría usted emplear la nitroglicerina para cargar las armas de fuego? —preguntó el marino.

—No, Pencroff, porque es una sustancia que lo destroza todo. Pero sería fácil fabricar algodón-pólvora, y aun pólvora ordinaria, puesto que tenemos el ácido azótico, el salitre, el azufre y el carbón. Por desgracia nos faltan armas.

—Señor Ciro —contestó el marino—, con un poco de buena voluntad...

Decididamente Pencroff había borrado la palabra “imposible” del diccionario de la isla Lincoln.

Los colonos, al llegar a la meseta de la Gran Vista, se dirigieron inmediatamente hacia la punta del lago, cerca de la cual se abría el orificio del antiguo desagüe, que ya debía estar al descubierto y practicable. No precipitándose ya por él las aguas, sería fácil, sin duda, reconocer su disposición interior.

En pocos instantes los colonos llegaron al ángulo inferior del lago.

Una ojeada les bastó para cerciorarse de que se había obtenido el resultado que apetecían.

En efecto, en la pared granítica del lago y sobre el nivel de las aguas, aparecía el orificio buscado. Una estrecha pendiente, dejada en seco por la retirada de las aguas, permitía llegar hasta allí. Aquel orificio medía unos veinte pies de anchura, pero no tenía más que dos de altura; era como la boca de una alcantarilla al borde de una acera. No habría podido dar paso a los colonos, pero Nab y Pencroff tomaron sus picos y en menos de una hora le dieron una altura suficiente.

El ingeniero se acercó y reconoció que las paredes de aquel desagüe, en su parte superior, no tenían una inclinación mayor de treinta a treinta y cinco grados. Era, pues, practicable, y con tal que su declive no se aumentara, sería fácil bajar hasta el mismo nivel del mar. Si existía, como era probable, alguna vasta cavidad en el interior de la masa granítica, quizá se encontraría medio de utilizarla.

—Y bien, señor Ciro, ¿qué nos detiene? —preguntó el marino, impaciente por aventurarse en aquel estrecho corredor—. Ya ve que
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nos ha precedido.

—Sí —añadió el ingeniero—, pero es necesario ver claro. Nab, vete a cortar unas ramas resinosas.

Nab y Harbert corrieron hacia las orillas del lago sombreadas de pinos y otros arbustos siempre verdes, y volvieron con ramas que ellos pusieron en forma de hachas de viento. Las encendieron con eslabón y yesca, y Ciro Smith, a la cabeza de los colonos, entró en aquel oscuro pasadizo, que antes ocupaba el sobrante de las aguas.

Contra lo que hubiera podido suponerse, el diámetro de aquel pasadizo se ensanchaba poco a poco en vez de disminuir, de tal suerte que los exploradores no tardaron en poder marchar derechos por el conducto abajo. El piso de granito, gastado por las aguas desde tiempo inmemorial, era resbaladizo y convenía marchar con precaución para evitar una caída. Por eso los colonos se ataron unos a otros por medio de una cuerda, como hacen los que suben a las montañas.

Afortunadamente algunas rocas salientes formaban verdaderos escalones y hacían la bajada menos peligrosa. Varias gotas todavía suspendidas de las rocas tomaban acá y allá, iluminadas por las antorchas, los colores del arco iris, y hubiera podido creerse que las paredes estaban revestidas de innumerables estalactitas.

El ingeniero observó aquel granito negro y no vio en él un estrato, ni siquiera una hendidura. La masa era compacta y de un grano extremadamente apretado. Aquel pasadizo databa, pues, del origen mismo de la isla, no eran las aguas las que lo habían abierto poco a poco. Plutón y Neptuno le habían perforado por su propia mano y podían distinguirse en las paredes las huellas de un trabajo eruptivo, que el lavado de las aguas no había podido borrar totalmente.

Los colonos iban bajando lentamente, experimentando cierta emoción al aventurarse de aquel modo en las profundidades de la masa granítica, evidentemente visitada entonces por primera vez por seres humanos. No hablaban, pero pensaban y a alguien se le pudo ocurrir que un pulpo o un gigantesco cefalópodo podía ocupar las cavidades interiores que se hallaban en comunicación con el mar. Había que aventurarse con prudencia.

Por lo demás,
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iba a la vanguardia de la pequeña tropa, la cual podía fiarse de la sagacidad del perro, que no dejaría de dar la señal de alarma en caso necesario.

Después de haber bajado un centenar de pies siguiendo una senda bastante sinuosa, Ciro Smith, que marchaba el primero, se detuvo hasta que llegaron sus compañeros. El sitio en que hicieron alto estaba ensanchado hacia los lados de modo que formaba una caverna de medianas dimensiones. De la bóveda caían gotas de agua, pero no provenían de destilación de las paredes, sino que eran simplemente restos de la masa de agua que por largo tiempo se había precipitado por aquella cavidad; y el aire, ligeramente húmedo, no exhalaba ninguna emanación mefítica.

—Y bien, mi querido Ciro —dijo entonces Gedeón Spilett—, aquí hay un retiro ignorado y oculto en estas profundidades, pero inhabitable.

—¿Por qué inhabitable? —preguntó el marino. —Porque es muy pequeño y oscuro.

—Podemos ensancharlo y practicar aberturas para que entre la claridad y el aire —contestó Pencroff, que no dudaba ya de nada.

—Continuemos —dijo Ciro Smith—, continuemos nuestra exploración; quizá más abajo la naturaleza nos haya ahorrado este trabajo.

—Estamos todavía en la tercera parte de la altura —observó Harbert.

—Poco más o menos —repuso Ciro—, porque hemos bajado unos cien pies desde el orificio, y no es imposible que a cien pies más abajo...

—¿Dónde está
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? —preguntó Nab interrumpiendo a su amo.

Registraron la caverna y el perro no estaba allí.

—Probablemente habrá continuado su camino —dijo Pencroff.

—Vamos en su busca —repuso Ciro Smith.

Siguieron bajando. El ingeniero observaba con cuidado las desviaciones de aquel desagüe subterráneo, y a pesar de sus muchos rodeos se explicaba fácilmente su dirección general hacia el mar.

Los colonos habían bajado unos cincuenta pies más, siguiendo la perpendicular, cuando atrajeron su atención sonidos lejanos que venían de las profundidades de la roca granítica. Se detuvieron y escucharon; aquellos sonidos, llevados por el corredor como la voz a través de un tubo acústico, llegaban claramente a sus oídos.

—Es
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que ladra —exclamó Harbert.

Sí —dijo Pencroff—, y el noble animal ladra con furor.

—Tenemos nuestros venablos —dijo Ciro Smith—. ¡Alerta y adelante!

—Esto va siendo cada vez más interesante —murmuró Gedeón Spilett al oído del marino, que hizo una señal de asentimiento.

Ciro Smith y sus compañeros se apresuraron para llevar auxilio al perro. Los ladridos de
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iban siendo más perceptibles. Se veía que los daba con extraño furor. ¿Estaba luchando con algún animal cuyo retiro había turbado? Sin pensar en el peligro a que se exponían, los colonos sentían una irresistible curiosidad. No bajaban ya por el corredor, sino que se dejaban deslizar por el suelo, y en pocos minutos, sesenta pies más abajo, llegaron donde estaba
Top.

El corredor terminaba en una vasta y magnífica caverna, y
Top,
yendo y viniendo, ladraba con furor. Pencroff y Nab sacudieron sus antorchas, que arrojaron grandes resplandores de luz sobre todas las asperidades del granito, y al mismo tiempo Ciro Smith, Gedeón Spilett y Harbert, con los venablos enristrados, se dispusieron a todo acontecimiento.

La enorme caverna estaba vacía. Los colonos la recorrieron en todos sentidos: no había nada, ni un animal, ni un ser viviente. Sin embargo,
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continuaba ladrando, sin que pudieran hacerlo callar ni caricias ni amenazas.

—Aquí hay sin duda una salida por donde las aguas del lago iban al mar —dijo el ingeniero.

—En efecto —contestó Pencroff—, y tengamos cuidado de no caer en algún pozo.

—¡Adelante
Top,
adelante! —gritó Ciro Smith.

El perro, excitado por las palabras de su amo, corrió hacia el extremo de la caverna, y allí redoblaron sus ladridos.

Le siguieron y, a la luz de las antorchas, apareció la boca de un pozo, que se abría en el granito. Por allí salían las aguas, antes contenidas por el granito, y aquella vez no era un corredor oblicuo y practicable, sino un pozo perpendicular en el cual hubiera sido imposible aventurarse.

Inclinaron las antorchas sobre la boca de la sima, pero no vieron nada.

Ciro Smith cortó una tea inflamada y la arrojó en aquel abismo. La resina brillante, cuyo poder de iluminación se acrecentó más por la rapidez de su caída, alumbró el interior del pozo, pero nada descubrieron los colonos. Después la llama se extinguió con un ligero chisporroteo, señal indudable que había llegado a una capa de agua, es decir, al nivel del mar.

El ingeniero, calculando el tiempo empleado en la caída, dedujo que la profundidad del pozo podía ser de noventa pies, poco más o menos. El suelo de la caverna estaba, pues, a noventa pies sobre el nivel del mar.

—Esta será nuestra vivienda —dijo Ciro Smith.

—Pero estaba habitada por algún ser viviente —propuso Gedeón Spilett, cuya curiosidad no estaba satisfecha.

—Pues bien, ese ser viviente, anfibio o de otra especie, ha huido por esta abertura —dijo el ingeniero— y nos ha cedido el sitio.

—No importa —añadió el marino—. Yo hubiera querido estar aquí hace un cuarto de hora, porque al fin y al cabo no sin razón ha ladrado el perro.

Ciro Smith miraba a
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y, si alguno de sus compañeros se hubiera acercado al ingeniero en aquel momento, le habría oído murmurar:

—Sí, creo que
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sabe mucho más que nosotros respecto de muchas cosas.

De todos modos, los deseos de los colonos se habían realizado. La casualidad, ayudada por la sagacidad maravillosa de su jefe, les había servido a las mil maravillas. Tenían a su disposición una vasta caverna cuya capacidad no podían calcular todavía a la luz insuficiente de las antorchas, pero que sería fácil dividir en habitaciones por medio de tabiques de ladrillo y arreglarla, si no como una casa, al menos como una espaciosa habitación. Las aguas la habían abandonado y ya no podían volver. El sitio estaba libre.

Quedaban dos dificultades por resolver: en primer lugar, la posibilidad de alumbrar aquella excavación abierta en una roca maciza; en segundo lugar, la necesidad de hacer más fácil su acceso. En cuanto al alumbrado, no había que pensar establecerlo por la parte superior, porque el espesor del techo de granito era enorme; pero quizá podría perforarse la pared inferior que daba frente al mar. Ciro Smith, que durante el descenso había apreciado con bastante aproximación la oblicuidad, y por consiguiente la longitud del desagüe, creía con fundamento que la pared interior del muro debía ser poco espesa. Si se obtenía la iluminación de esta manera, el acceso quedaría logrado, porque era tan fácil abrir una puerta como abrir una ventana y establecer una escalera exterior.

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