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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (26 page)

Después de haber doblado la punta de los Náufragos, los colonos siguieron una larga playa. Eran entonces las ocho de la mañana y el cielo estaba muy puro, como sucede durante los grandes y prolongados fríos; pero, habiendo entrado en calor a consecuencia de la marcha, Ciro Smith y sus compañeros no sentían demasiado lo picante de la atmósfera. Por otra parte, no soplaba el viento, circunstancia que hace infinitamente más soportable los fuertes descensos de la temperatura.

El sol brillante, pero sin acción calorífica, salía entonces del océano, y su enorme disco se balanceaba sobre el horizonte. El mar formaba una sábana tranquila y azulada como la de un golfo mediterráneo cuando el cielo está puro.

El cabo de la Garra, curvado en forma de yatagá, mostraba claramente su perfil a cuatro millas al sudeste. A la izquierda, la línea del pantano terminaba bruscamente por una pequeña punta, que el sol coloreaba a la sazón con rayos de fuego. Ciertamente en aquella parte de la bahía de la Unión, descubierta a todos los vientos del mar, y que no tenía siquiera la protección de un banco de arena, los buques batidos por el viento del este no habrían encontrado abrigo de ninguna especie. Se conocía por la tranquilidad del mar, cuyas aguas no turbaba ningún alto fondo; por su color uniforme, no manchado por ningún matiz amarillento, y por la ausencia, en fin, de todo arrecife, que aquella costa era acantilada, y que el océano, junto a ella, encubría profundos abismos.

En segundo término, hacia el oeste, se desarrollaban, pero a distancia de cuatro millas, las primeras líneas del bosque al que los colonos habían dado el nombre de Far-West. Los colonos podían creerse, por decirlo así, en la costa desolada de alguna isla de las regiones antárticas invadidas por los hielos. Hicieron alto en aquel paraje para almorzar; encendieron una hoguera de maleza y hojarasca y Nab preparó el almuerzo de carne fiambre con algunas tazas de té de Oswengo.

Todos miraban a uno y otro lado mientras comían. Aquella parte de la isla Lincoln era realmente estéril y contrastaba con toda la región occidental, lo cual indujo a Spilett a reflexionar que, si la casualidad les hubiera arrojado desde el primer día en aquella playa, habrían formado de su futuro dominio una idea muy desfavorable.

—Y aun creo que no hubiéramos podido llegar a tierra —respondió el ingeniero—, porque aquí el mar es profundo y no nos ofrecería ni una roca para refugiarnos. Delante del Palacio de granito, por lo menos, hay bancos de arena y un islote, cosas todas que multiplicarían las probabilidades de salvación. ¡Aquí nada más que el abismo!

—Es muy singular —observó Gedeón Spilett— que esta isla, relativamente pequeña, presente un suelo tan variado. Esta diversidad de aspecto pertenece lógicamente a los continentes de cierta extensión. Parece que la parte occidental de la isla Lincoln, tan rica y tan fértil, está bañada por las aguas cálidas del golfo de México, y que las orillas del norte y del sudeste se extienden por una especie de mar Artico.

—Tiene usted razón, mi querido Spilett —intervino Ciro Smith—, y es una observación que me he hecho yo también. Encuentro muy extraña esta isla tanto en su forma como en su naturaleza; parece un resumen de todos los aspectos que presenta un continente y no me sorprendería que lo hubiese sido en otros tiempos.

—¡Cómo! ¿Un continente en medio del Pacífico? —exclamó Pencroff.

—¿Por qué no? —repuso Ciro Smith—. ¿Por qué Australia, Nueva Irlanda, todo lo que los geógrafos ingleses llaman la Australasia, unidas a los archipiélagos del Pacífico, no habrían formado en otro tiempo una sexta parte del mundo tan importante como Europa o Asia, como Africa o las dos Américas? Mi entendimiento no se niega a admitir que todas las islas que sobresalen en este vasto océano no sean cimas de un continente hoy sumergido, pero que dominaba las aguas en las épocas prehistóricas.

—¿Como en otro tiempo la Atlántida? —observó Harbert.

—Sí, hijo mío..., si la Atlántida ha existido.

—¿Y la isla Lincoln habrá formado parte de este continente? —preguntó Pencroff.

—Es probable —respondió Ciro Smith—, y eso explicaría suficientemente la diversidad de productos que se observa en su superficie.

—Y el número considerable de animales que la habitan todavía —añadió Harbert.

—Sí, hijo mío —repuso el ingeniero—, y tú me das con esa observación un nuevo argumento en apoyo de mi tesis. Es cierto, por lo que hemos visto, que los animales son muy numerosos en la isla, y lo que es todavía más extraño, que las especies son muy variadas. Hay para esto una razón, a lo que yo entiendo, que la isla Lincoln ha podido formar parte en otro tiempo de algún vasto continente que poco a poco se ha ido deprimiendo hasta sumergirse en el Pacífico.

—¿Entonces el mejor día —dijo Pencroff, que no parecía convencido—, lo que resta de este antiguo continente podrá desaparecer y ya no habrá tierra entre América y Asia?

—Sí —repuso Ciro Smith—, habrá los nuevos continentes que en este momento están fabricando millones y millones de animalillos.

—¿Y qué clase de albañiles son ésos? —preguntó Pencroff.

—Los infusorios del coral —contestó Ciro Smith—. Ellos han fabricado, por medio de un trabajo continuo, la isla de Clermont-Tonnerre, los atolones y otras muchas islas de coral que cuenta el océano Pacífico. Se necesitan cuarenta y siete millones de esos infusorios para formar el peso de un grano, y sin embargo, con las sales marinas que absorben, con los elementos sólidos de agua que asimilan, esos animalillos producen la calcárea, y esa calcárea forma enormes construcciones submarinas, cuya dureza y solidez son iguales a las del granito. En otro tiempo, en las primeras épocas de la creación, la naturaleza, por medio del fuego, ha producido las tierras por levantamiento; pero ahora encomienda a los animales microscópicos la tarea de reemplazar a aquel agente, cuyo poder dinámico en el interior del globo ha disminuido evidentemente, como lo prueba el gran número de volcanes hoy extinguidos en la superficie de la tierra. Creo yo que sucediéndose los siglos a los siglos y los infusorios a los infusorios, este mar Pacífico podrá convertirse un día en un vasto continente, que vendrá a ser habitado y civilizado por nuevas generaciones.

—¡Para largo va eso! —repuso Pencroff.

—La naturaleza tiene tiempo para todo —añadió el ingeniero.

—¿Mas para qué han de salir nuevos continentes? —preguntó Harbert—. Me parece que la extensión actual de los países habitables es suficiente para la humanidad y la naturaleza no hace nada inútil.

—En efecto, no hace nada inútil —replicó el ingeniero—; pero voy a decir cómo podría explicarse en el futuro la necesidad de nuevos continentes y precisamente en esta zona tropical, ocupada por las islas coralígenas. A lo menos esta explicación me parece plausible.

—Escuchamos a usted con atención, señor Ciro —dijo Harbert.

—Mi pensamiento es éste. Los sabios admiten generalmente que nuestro globo morirá un día, o más bien, que no será posible en él la vida animal y vegetal, a consecuencia del enfriamiento intenso que ha de sobrevenir. El punto sobre el que no están de acuerdo es la causa del enfriamiento. Unos piensan que provendrá del descenso de la temperatura que experimentará el sol al cabo de millones de años; otros juzgan que procederá de la extinción gradual del fuego interior de nuestro globo, que tiene sobre él una influencia mayor de la que se supone generalmente. Estoy por esta última hipótesis, y me fundo en el hecho de que la luna es verdaderamente un astro enfriado no habitable, aunque el sol continúa todavía vertiendo en su superficie la misma suma de calor. Si la luna se ha enfriado, es porque sus fuegos interiores, a los cuales, como todos los astros del mundo estelar, ha debido su origen, se ha extinguido completamente. En fin, cualquiera que sea la causa, nuestro globo se enfriará un día, pero este enfriamiento se verificará poco a poco. ¿Qué sucederá entonces? Que las zonas templadas, en una época más o menos lejana, no serán más habitables que hoy las regiones polares. Así, pues, los hombres y los animales refluirán hacia las latitudes más directamente sometidas a la influencia solar. Habrá una inmensa emigración; Europa, Asia central, América del Norte serán poco a poco abandonadas lo mismo que Australasia y las partes bajas de América del Sur. La vegetación seguirá a la emigración humana; la flora retrocederá hacia el Ecuador al mismo tiempo que la fauna, y las partes centrales de América meridional y de Africa serán continentes habitados. Los lapones y los samoyedos encontrarán las condiciones climáticas del mar Polar en las orillas del Mediterráneo. ¿Quién nos dice que en esa época las regiones ecuatoriales no serán demasiado pequeñas para contener a la humanidad terrestre y alimentarla? ¿Y por qué la Naturaleza, previsora para dar refugio a toda la emigración animal y vegetal, no ha de poder, desde ahora y bajo el Ecuador, echar los fundamentos de un nuevo continente, encargando a los infusorios el cuidado de construirlo? Muchas veces he reflexionado sobre estas cosas, amigos míos, y creo ciertamente que el aspecto de nuestro globo será un día completamente transformado y que, a consecuencia de la elevación de nuevos continentes, los mares cubrirán los antiguos. Así, en los siglos futuros, otros colonos irán a descubrir las islas del Chimborazo, del Himalaya o del Monte Blanco, restos de una América o de un Asia o de una Europa sumergidas. Después, esos nuevos continentes se harán a su vez inhabitables; el calor se extinguirá como el de un cuerpo abandonado por el alma, y la vida desaparecerá del globo, si no definitiva, al menos momentáneamente. Quizá entonces nuestro esferoide descansará y se reformará durante la muerte, para resucitar un día en condiciones superiores. Pero todo esto, amigos míos, es el secreto del Autor de todas las cosas y, hablando del trabajo de los infusorios, me he dejado llevar un poco lejos hasta escudriñar los secretos del futuro.

—Mi querido Ciro —respondió Gedeón Spilett—, esas teorías son para mí profecías y creo que se cumplirán con el tiempo.

—Ese es el secreto de Dios —dijo el ingeniero.

—Todo esto está muy bien —interrumpió Pencroff, que había escuchado con atención—, ¿pero podría usted decirme, señor Ciro, si la isla Lincoln ha sido construida por infusorios?

—No —contestó Ciro Smith—, es de origen volcánico.

—Entonces, ¿desaparecerá algún día?

—Es probable.

—Espero que para entonces no estemos aquí.

—No estaremos, tranquilícese, Pencroff, porque no tenemos ningún deseo de morir en ella y acabaremos por encontrar un medio de abandonarla.

—Entretanto —dijo Gedeón Spilett—, instalémonos aquí como para una eternidad. Las cosas no deben hacerse a medias.

Aquí terminó la conversación y al mismo tiempo el almuerzo.

Continuó la exploración y los colonos llegaron al lugar donde comenzaba la región pantanosa.

Era un verdadero pantano, cuya extensión hasta la costa circular, que terminaba la isla al sudeste, podría ser de veinte millas cuadradas. El suelo estaba formado de un barro arcillosilíceo, mezclado con muchos restos vegetales. Conferváceas, juncos, cárices, acá y allá algunas capas de hierba, espesas como una tupida alfombra, cubrían el terreno; charcos helados brillaban a los rayos del sol en muchos parajes. Ni la lluvia, ni las crecidas de ningún río habían podido formar aquellos depósitos de agua; de donde debía deducirse que el pantano estaba alimentado por las filtraciones del suelo. Era también de temer que el aire, durante el calor, se cargase en sus inmediaciones de los miasmas que engendran las fiebres palúdicas.

Sobre las hierbas acuáticas y sobre la superficie de las aguas estancadas revoloteaban una infinidad de aves. Cazadores habituados a tales parajes pantanosos no habrían podido perder allí ni un solo tiro.

Los patos silvestres, las cercetas, las becasinas, las abubillas, vivían a bandadas y eran tan poco tímidas, que dejaban a los cazadores fácilmente acercarse.

Una perdigonada habría matado una docena de aquellas aves. Fue preciso, sin embargo, contentarse con abatirlas a flechazos. El resultado fue menor, pero la flecha tenía la ventaja de no espantar a las aves, mientras que la detonación de arma de fuego las habría hecho huir de todos los puntos del pantano. Los cazadores se contentaron, por esta vez, con una docena de patos de cuerpo blanco, rodeado de un cinturón de color canela, cabeza verde, alas negras, blancas y rojas y pico achatado, a los cuales Harbert dio el nombre de
tadornes.

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concurrió diestramente a su captura y aquella parte pantanosa de la isla recibió el nombre de los volátiles encontrados en ella.

Los colonos tenían, pues, una abundante reserva de caza acuática; y, cuando llegase el tiempo oportuno, había que explotarla convenientemente, siendo además probable que muchas especies de aquellas aves pudieran, ya que no domesticarse, por lo menos aclimatarse en las cercanías del lago, lo cual las pondría más directamente al alcance de su mano.

Hacia las cinco de la tarde, Ciro Smith y sus compañeros tomaron el camino de vuelta y atravesaron el pantano de los Tadornes, repasando el río de la Merced, por el puente de hielo.

A las ocho de la noche todos estaban ya en el Palacio de granito.

22. Pasa el invierno y salen de su Palacio de granito

Aquellos fríos intensos duraron hasta el 15 de agosto, sin traspasar el mínimo de grados Fahrenheit observado hasta entonces. Cuando la atmósfera estaba tranquila, los colonos soportaban fácilmente aquella temperatura baja; pero, cuando soplaba el viento, les molestaba, por la reducida vestimenta. Pencroff se lamentaba de que la isla Lincoln no diera asilo a algunas familias de osos, con preferencia a las zorras o a las focas, cuya piel no le servía mucho.

—Los osos —decía— van generalmente bien vestidos y yo me alegraría mucho de tomarles prestado para el invierno el abrigo que llevan en el cuerpo.

—Pero —añadió Nab, riéndose— quizá los osos no consentirían, Pencroff, en darte su abrigo. No creo yo que esos animales sean imitadores de San Martín.

—Ya les obligaríamos, Nab —repuso Pencroff en tono completamente autoritario.

Pero aquellos formidables carnívoros no existían en la isla o por lo menos no se habían dejado ver hasta entonces.

Harbert, Pencroff y Spilett se ocuparon, sin embargo, en establecer trampas en la meseta de la Gran Vista y en los alrededores del bosque.

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