Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Había que elegir árboles cuya corteza flexible y consistente al mismo tiempo fuese a propósito para el objeto. Precisamente el último huracán había abatido bastantes douglasias que convenían perfectamente a este género de construcción. Varios de estos abetos yacían en el suelo y sólo había que descortezarlos, si bien esto fue lo más difícil dada la imperfección de las herramientas que poseían los colonos, pero al fin se logró lo deseado.
Mientras el marino, secundado por el ingeniero, se ocupaba sin perder tiempo en esta tarea, Gedeón Spilett y Harbert no estuvieron ociosos. Se habían hecho proveedores de la colonia. El periodista no se cansaba de admirar al joven, que había adquirido una destreza notable en el manejo del arco y del venablo. Harbert mostraba también audacia, unida a esa serenidad, que podría llamarse justamente la
reflexión del valor.
Por lo demás, aunque los dos compañeros de caza, teniendo en cuenta las recomendaciones de Ciro Smith, no salieron de un radio de dos millas alrededor del Palacio de granito, las primeras rampas del bosque daban un tributo suficiente de agutíes, de cabiayes, de canguros, de saínos, etc., y, si las trampas producían poco desde que había cesado el frío, al menos el conejal daba su contingente acostumbrado, y suficiente por sí solo para alimentar a toda la colonia de la isla Lincoln.
Con frecuencia, durante estas cacerías, Harbert hablaba con Gedeón Spilett del incidente del grano de plomo y de las consecuencias que había sacado el ingeniero. Un día, era el 28 de octubre, le dijo:
—Señor Spilett, ¿no le parece raro que, si han desembarcado algunos náufragos en esta isla, no se les haya visto por las inmediaciones del Palacio de granito?
—Muy raro, si están aquí todavía —contestó el periodista—, pero muy natural, si se marcharon.
—¿De manera que cree que han abandonado la isla?
—Es lo más probable, porque, si su estancia se hubiera prolongado y sobre todo si estuviesen aquí todavía, tarde o temprano, cualquier incidente nos habría dado indicios de su presencia.
—Pero si han podido salir de aquí —observó el joven—, es señal de que no eran náufragos.
—Cierto, Harbert, o por lo menos no eran náufragos provisionales. En efecto, es muy posible que un golpe de viento les haya arrojado a la isla sin obligarlos a dejar su embarcación, y que una vez calmado el temporal se hayan vuelto a hacer a la mar.
—Hay que confesar una cosa —dijo Harbert—: el señor Smith parece temer, más que desear, la presencia de seres humanos en nuestra isla.
—Así es, y con razón —contestó el periodista—, pues no creo que puedan frecuentar estos mares más que malayos, y esa gente es una compañía que se debe evitar.
—¿Y no podremos encontrar un día u otro —dijo Harbert— señales de su desembarco, y tal vez obtener bastantes indicios para averiguar la verdad de este punto?
—No digo que no. Un campamento abandonado, una hoguera apagada, pueden ponernos sobre la pista, y eso es lo que buscaremos en nuestra exploración próxima.
El día en que tenían esta conversación los dos cazadores, se hallaban en una parte del bosque inmediato al río de la Merced, y notable por la belleza de sus árboles. Entre ellos se levantaban a una altura de unos doscientos pies del suelo algunas magníficas coníferas, a las cuales los indígenas de Nueva Zelanda dan el nombre de
kauris.
—Se me ocurre una idea, señor Spilett —dijo Harbert—; si subiera a la cima de uno de esos
kauris,
creo que podría echar una ojeada por un radio bastante extenso.
—La idea es buena —respondió el corresponsal—; pero ¿podrías trepar hasta la copa de uno de esos gigantes?
—Lo intentaré —repuso Harbert.
El joven, ágil y diestro, se lanzó a las primeras ramas, cuya disposición facilitaba la subida, y en pocos minutos llegó a la cima de un
kauri,
que sobresalía entre la inmensa llanura de verdor formada por las ramas redondeadas de la selva.
Desde aquel punto elevado, la mirada podía extenderse sobre la parte meridional de la isla, desde el cabo de la Garra al sudeste hasta el promontorio del Reptil al sudoeste. Al noroeste se levantaba el monte Franklin, que ocultaba más de una cuarta parte del horizonte.
Pero Harbert, desde lo alto de su observatorio, podía examinar precisamente toda la parte aún desconocida de la isla que había podido dar o daba en aquel momento asilo a los extranjeros, cuya presencia se sospechaba.
El joven miró con atención. En el mar, primer objeto que atrajo sus miradas, nada se veía, ni una vela en el horizonte ni en las calas de la isla. Sin embargo, como la frondosidad de los árboles ocultaba el litoral, era posible que hubiera algún buque; sobre todo si estaba desarbolado junto a tierra y por lo tanto invisible para Harbert.
En medio del bosque Far-West tampoco se divisaba nada. Los árboles formaban una cúpula impenetrable de muchas millas cuadradas de superficie, sin un claro ni una hendidura. Era imposible seguir el curso del río de la Merced y ver el punto de la montaña en que nacía. Tal vez había otras corrientes hacia el oeste, pero era imposible desde allí averiguarlo.
Pero, al menos, si Harbert no podía observar ningún indicio, ¿no podría sorprender en el aire humo que descubriese la presencia del hombre? La atmósfera estaba pura y el menor vapor se habría destacado sobre el límpido fondo del cielo.
Por un instante Harbert creyó ver una leve humareda subir de la parte oeste, pero una observación más atenta le demostró que se equivocaba. Miró con cuidado extremo, y su vista era excelente... No, decididamente no había nada.
Bajó, pues, del
kauri
y los dos cazadores volvieron al Palacio de granito. Allí Ciro Smith oyó la relación del joven, movió la cabeza y guardó silencio. Era evidente que no sería posible resolver la cuestión sino después de una exploración completa de la isla.
Dos días después, el 28 de octubre, se produjo otro incidente cuya explicación insinuaba preocupación.
Paseando por la playa a dos millas del Palacio de granito, Harbert y Nab tuvieron la fortuna de dar con un magnífico ejemplar del orden de los quelonios. Era una tortuga del género
midas,
cuyo caparazón ofrecía admirables reflejos verdes. Harbert la vio cuando se metía entre las rocas para ganar el mar.
—¡Aquí, Nab, aquí! —exclamó.
El negro acudió y dijo:
—¡Hermoso animal!, ¿pero cómo haremos para cogerlo?
—Muy sencillo, Nab —contestó Harbert—. Volveremos esta tortuga boca arriba y no podrá huir. Tome usted su venablo y haga lo que yo.
El reptil, presintiendo el peligro, se había metido en su caparazón; no se le veían ni la cabeza ni las patas, y se mantenía inmóvil como una roca.
Harbert y Nab introdujeron sus venablos de uno y otro lado, y no sin grande esfuerzo lograron poner el animal patas arriba. La tortuga medía tres pies de longitud y debía pesar más de cuatrocientas libras.
—¡Bueno! —exclamó Nab—, ¡qué alegre sorpresa vamos a dar al amigo Pencroff!
En efecto, el amigo Pencroff no podría menos de alegrarse, porque la carne de esas tortugas, que se alimentan de hierbas marinas, es sabrosísima. En aquel momento, ésta no deja entrever más que su cabeza pequeña, achatada y bastante desarrollada en la parte posterior a causa de sus grandes fosas temporales, ocultas bajo una bóveda huesosa.
—¿Y ahora, qué haremos de nuestra caza? —dijo Nab—. No podemos llevarla al Palacio de granito.
—Dejésmola aquí, puesto que no puede volverse, y vendremos por ella con el carretón.
—Comprendido.
Sin embargo, para mayor precaución, Harbert se tomó el cuidado, que Nab consideró superfluo, de calzar al animal con gruesos cantos; hecho lo cual, los dos cazadores volvieron al Palacio de granito siguiendo la playa, que la baja marea dejaba descubierta en una buena extensión.
Harbert, queriendo dar una sorpresa a Pencroff, no le dijo nada del “soberbio ejemplar de quelonios” que había dejado en la arena; pero dos horas después estaba de vuelta con Nab y el carretón en el sitio donde lo habían dejado. El “soberbio ejemplar de quelonios” no estaba allí.
Nab y Harbert se miraron sorprendidos y después observaron alrededor. Aquél era, sin embargo, el sitio donde habían dejado la tortuga. El joven encontró los cantos de que se había servido; por consiguiente, estaba seguro de no haberse engañado.
—¡Caramba! —exclamó Nab—. ¡Esos animales saben volverse a su posición natural!
—Así parece —repuso Harbert, que no comprendía la desaparición de la tortuga y contemplaba los cantos esparcidos por la arena.
—¡No creo que se alegre mucho Pencroff de este acontecimiento!
—El señor Smith me parece que tendrá alguna dificultad en explicarlo —pensó Harbert.
—Bueno —repuso Nab, que quería ocultar su contrariedad—, no hablemos del asunto.
—Al contrario, Nab, hay que hablar de ello —dijo Harbert.
Y ambos volvieron con el carretón al Palacio de granito.
Al llegar al arsenal donde el ingeniero y el marino trabajaban, Harbert refirió lo que había ocurrido.
—¡Ah, torpes! —exclamó el marino—. ¡Haber dejado escapar por lo menos cincuenta sopas!
—Pero, Pencroff —dijo Nab—, si el animal se escapó no es culpa nuestra, pues ya te he dicho que lo volvimos patas arriba.
—Pues no la volveríais bien —dijo el obstinado marino.
—¡Vaya si la volvimos! —exclamó Harbert.
Y refirió el cuidado que había tenido de calzar con cantos el caparazón de la tortuga.
—Entonces se ha escapado por milagro —replicó Pencroff.
—Yo creía, señor Ciro —dijo Harbert—, que las tortugas, una vez vueltas sobre el caparazón, no podían recobrar su posición natural, sobre todo si eran muy grandes.
—Así es, hijo mío —contestó Ciro Smith.
—Entonces, ¿cómo se explica...?
—¿A qué distancia del mar dejasteis la tortuga? —preguntó el ingeniero, que, habiendo suspendido su trabajo, reflexionaba sobre aquel incidente.
—A unos quince pies, al máximo —respondió Harbert.
—¿Y la marea estaba baja?
—Sí, señor.
—Entonces —dijo el ingeniero—, lo que la tortuga no pudo hacer en la arena, lo habrá podido hacer en el agua. Se habrá vuelto al subir la marea y llegado tranquilamente al mar.
—¡Ah, qué torpes hemos sido! —exclamó Nab.
—Eso es precisamente lo que he tenido el honor de deciros —repuso Pencroff.
Ciro Smith había dado aquella explicación, que era, sin duda, admisible. ¿Pero estaba perfectamente convencido de su explicación? No nos atreveríamos a asegurarlo.
El 29 de octubre la canoa de corteza de árbol estaba acabada.
Pencroff, cumpliendo su promesa, había construido en cinco días una especie de piragua, cuyo casco tenía por cuadernas unas varillas flexibles. Un banco en la popa, otro en medio para mantener el escarpe, un tercero a proa, una regala para sostener los toletes de los remos y una espadilla para gobernar, complementaban esta embarcación que medía doce pies de larga y pesaba doscientas libras. La operación de botarla fue sencilla: la llevaron a brazo hasta el litoral delante del Palacio de granito y, cuando subió la marea, quedó a flote. Pencroff, que saltó dentro inmediatamente, maniobró con la espadilla y se cercioró de que serviría perfectamente para el uso a que se la destinaba.
—¡Hurra! —gritó el marino, que no se olvidó de celebrar así su propio triunfo—. Con esto se podría dar la vuelta...
—¿Al mundo? —preguntó Gedeón Spilett.
—No, a la isla. Con algunos cantos por lastre, un mástil a proa y el cachito de vela que el señor Smith nos hará un día, podremos ir lejos.
Ahora bien, señor Ciro, y usted, señor Spilett, y vosotros, Harbert y Nab, ¿no quieren probar nuestro nuevo buque? ¡Qué diantre! Es preciso ver si puede llevamos a los cinco.
En efecto, había que hacer este experimento. Pencroff, manejando la espadilla, llevó la embarcación cerca de la playa por un estrecho paso entre dos rocas, y se convino en que aquel mismo día se haría la prueba, siguiendo la orilla hasta la primera punta que terminaban las rocas del sur.
En el momento de embarcarse gritó Nab:
—¡Hace agua tu buque, Pencroff!
—No es nada, Nab —añadió el marino—. Es preciso que la madera se estanque. Dentro de dos días habrá menos agua en esta canoa que en el estómago de un borracho. ¡Adelante!
Se embarcaron todos y Pencroff hizo tomar el largo a la canoa. El tiempo era magnífico, el mar tranquilo como si sus aguas hubiesen estado contenidas por las estrechas orillas de un lago, y la piragua podía confiarse a las olas con tanta seguridad como si hubiera remontado la tranquila corriente del río de la Merced.
Nab tomó un remo, Harbert el otro, y Pencroff permaneció a popa de la embarcación, para dirigirla con la espadilla.
El marino atravesó primero el canal y pasó rasando la punta sur del islote. Una ligera brisa soplaba del sur; no había oleaje ni en el canal ni en alta mar; sólo algunas largas ondulaciones apenas sensibles para la piragua, que iba muy cargada, hinchaban a intervalos regulares la superficie del mar. Se alejaron una media milla de la costa, de modo que pudiera verse todo el desarrollo del monte Franklin, y después Pencroff, virando de bordo, volvió hacia la desembocadura del río.
La piragua siguió la orilla, que, redondeándose hasta la punta extrema, ocultaba toda la llanura pantanosa de los Tadornes.
Esta punta, aumentada por la curvatura de la costa, estaba a tres millas del río de la Merced. Los colonos resolvieron no pasar más allá de lo puramente necesario para obtener una rápida vista del litoral hasta el cabo de la Garra.
La piragua siguió, pues, la costa a distancia de dos cables, evitando los escollos de que aquel paraje estaba sembrado y que la marea ascendente comenzaba a cubrir. La muralla iba deprimiéndose desde la desembocadura del río hasta la punta. Era una aglomeración de rocas de granito caprichosamente distribuidas, muy diferentes de la cortina que formaba la meseta de la Gran Vista y de un aspecto muy agreste. Parecía que se había descargado un enorme carro de piedras. No había vegetación alguna en aquella punta agudísima, que se prolongaba por espacio de dos millas, a contar desde el bosque, semejante al brazo de un coloso saliendo de una manga de verdor.
La piragua, impelida por los dos remos, avanzaba sin trabajo. Gedeón Spilett, con el lápiz en una mano y el cuaderno en la otra, sacaba el dibujo de la costa a grandes rasgos. Nab, Pencroff y Harbert conversaban examinando aquella parte de sus dominios, nueva para ellos; y a medida que la piragua bajaba hacia el sur, parecía que los dos cabos Mandíbula cambiaban de lugar y cerraban más estrechamente la bahía de la Unión.