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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (57 page)

¿Iba a penetrar el brick en la bahía? Esta era la primera cuestión.

Una vez en la bahía, ¿echaría el ancla? Esta era la segunda. ¿Se contentaría con observar el litoral haciéndose de nuevo a la mar sin desembarcar la tripulación? Esto es lo que antes de una hora iba a saberse. Los colonos no tenían que hacer más que esperar.

Ciro Smith no había visto sin profunda ansiedad al buque sospechoso enarbolar el pabellón negro. ¿No era una amenaza directa contra la obra que sus compañeros y él habían realizado? Los piratas, porque no podía dudarse que lo fuesen, ¿habían frecuentado en otro tiempo la isla, puesto que al llegar a ella habían izado sus colores? ¿Habían desembarcado anteriormente en ella, lo cual explicaría ciertas particularidades inexplicables hasta entonces? ¿Existía en las partes no exploradas de la isla algún cómplice dispuesto a entrar en comunicación con ellos?

A todas estas preguntas que Ciro Smith se hacía no había que responder, pero comprendía que la situación de la colonia estaba gravísimamente comprometida por la llegada de aquel brick. Sin embargo, sus compañeros y él estaban decididos a resistir hasta el final.

Aquellos piratas, ¿eran más y estaban mejor armados que los colonos?

Este era un punto muy importante que había que averiguar. Pero ¿cómo llegar hasta ellos?

Era de noche; la luna nueva había desaparecido con la irradiación solar y una profunda oscuridad envolvió el mar y la isla. Las densas nubes amontonadas en el horizonte no dejaban filtrar ningún resplandor y el viento había caído completamente con el crepúsculo. No se movía una hoja en los árboles, ni murmuraba una ola sobre la playa. No se veía nada del buque; todos sus fuegos estaban apagados u ocultos y, si se encontraba todavía a la vista de la isla, no se podía saber el sitio que ocupaba.

—¿Quién sabe! —dijo entonces Pencroff—. Quizá este condenado buque se echa a la mar durante la noche y no lo encontraremos cuando amanezca.

Como respuesta a la observación del marino, se vio a lo lejos un vivo resplandor y poco tiempo después resonó un cañonazo. El buque estaba allí y tenía piezas de artillería a bordo. Seis segundos habían transcurrido entre el fogonazo y el ruido. El brick estaba como a milla y media de la costa.

Al mismo tiempo se oyó un ruido de cadenas que rechinaban a través de los escobones. El buque acababa de fondear a la vista del Palacio de granito.

2. Una nave pirata espiada por Ayrton

No cabía duda alguna sobre las intenciones de los piratas: habían echado el ancla a corta distancia de la isla y era evidente que, a la mañana siguiente, por medio de sus canoas, desembarcarían en la playa.

Ciro Smith y sus compañeros estaban preparados a defenderse, pero, por resueltos que fuesen, no debían olvidar la prudencia. Quizá su presencia podía ocultarse en el caso que los piratas se contentaran con desembarcar en el litoral sin penetrar en el interior de la isla. Podía creerse que no tuviesen otro proyecto que hacer aguada en el río de la Merced y no era imposible que el puente, situado a milla y media de la desembocadura, y los arreglos de las chimeneas, escaparan a sus miradas.

Pero ¿por qué estaba arbolado el pabellón en la cangreja del brick? ¿Por qué se había disparado aquel cañonazo? Pura baladronada, al menos que no fuera el indicio de una toma de posesión. Ciro Smith sabía ya que el navío estaba formidablemente armado. Ahora bien, para responder al cañón de los piratas, ¿qué tenían los colonos de la isla Lincoln? Algunos fusiles.

—Sin embargo —observó Ciro Smith—, estamos en una situación inexpugnable. El enemigo no podrá descubrir el orificio de desagüe ahora que está oculto bajo las cañas y las hierbas, y, por consiguiente, le es imposible penetrar en el Palacio de granito.

—¡Pero nuestras plantaciones, nuestra dehesa, nuestro corral, todo, en fin! —exclamó Pencroff, dando una patada—. Todo pueden arrancarlo y destruirlo en pocas horas.

—Todo, Pencroff —contestó Ciro Smith—, y no tenemos ningún medio para impedírselo.

—¿Son muchos? Esta es la cuestión —dijo entonces el periodista—. Si son una docena, podemos contenerlos, pero si son cuarenta, cincuenta, más tal vez...

—Señor Smith —dijo entonces Ayrton, que se adelantó hacia el ingeniero—, ¿quiere concederme un permiso?

—¿Cuál, amigo mío?

—Ir hasta el buque para enterarme de la fuerza de la tripulación.

—Pero, Ayrton... —contestó vacilando el ingeniero—, arriesga su vida...

—¿Por qué no la he de arriesgar, señor?

—Es más que su deber, Ayrton.

—Tengo que hacer más que mi deber —contestó el ex presidiario.

—¿Irá usted con la piragua hasta el buque? —preguntó Gedeón Spilett.

—No, señor, iré nadando. La piragua no pasaría por donde puede deslizarse un hombre.

—¿Sabe bien que el brick está a una milla y cuarto de la costa? —dijo Harbert.

—Soy un buen nadador, señor Harbert.

—Esto es arriesgar su vida, le vuelvo a repetir a usted —repuso el ingeniero.

—Poco importa —añadió Ayrton—. Señor Smith, le pido esto como una gracia. ¡Quizá es un medio para realzarme a mis propios ojos!

—Vaya, Ayrton —contestó el ingeniero, que comprendía que la negativa hubiera entristecido profundamente al antiguo presidiario, convertido ya en un hombre honrado.

—Yo lo acompañaré —dijo Pencroff.

—¿Desconfía de mí? —preguntó Ayrton.

—¡Ah!

—No, no —contestó vivamente Ciro Smith—, no, Ayrton. Pencroff no desconfía de usted. Ha interpretado mal sus palabras.

—En efecto —añadió el marino—, propongo acompañar a Ayrton hasta el islote solamente. Puede suceder, aunque es poco probable, que uno de esos tunantes haya desembarcado, y dos hombres nunca estarán de más para impedirle que dé la señal de alarma. Esperaré a Ayrton en el islote; él irá solo al buque, como se ha propuesto hacer.

Así quedó acordado. Ayrton hizo sus preparativos de partida. Su proyecto era audaz, pero podía tener buen éxito, gracias a la oscuridad de la noche. Una vez llegado al buque, Ayrton, agarrado a los puntales, a las cadenas de los obenques, podría reconocer el número y quizás sorprender las intenciones de los bandidos.

Ayrton y Pencroff, seguidos de sus compañeros, bajaron a la playa.

Ayrton se desnudó y se frotó con grasa para aguantar la temperatura del agua, que aun estaba fría, y en la cual, en efecto, podía suceder que se viera obligado a permanecer durante muchas horas.

Pencroff y Nab, durante este tiempo, habían ido a buscar la piragua, que estaba amarrada unos centenares de pasos más arriba, en la orilla del río de la Merced, y, cuando volvieron, Ayrton estaba dispuesto a partir.

Echaron una manta a los hombros de Ayrton y volvieron a estrecharle la mano.

Ayrton se embarcó en la piragua con Pencroff. Eran las diez y media de la noche, cuando los dos desaparecieron en la oscuridad. Sus compañeros volvieron, para esperarlos en las Chimeneas.

El canal fue fácilmente atravesado y la piragua se acercó a la orilla opuesta del islote con precaución, para el caso en que anduvieran por aquella parte los piratas. Pero, después de una atenta observación, parecía evidente que el islote estaba desierto. Así, pues, Ayrton, seguido de Pencroff, lo atravesó con paso rápido, asustando a las aves anidadas en los huecos de las rocas; después, sin vacilar, se arrojó al mar y nadó, sin que se oyera el más leve rumor, en dirección al buque, cuyos faroles, encendidos poco antes, indicaban la situación exacta.

Pencroff se ocultó en un barranco de la orilla, esperando la vuelta de su compañero.

Entretanto, Ayrton nadaba con brazo vigoroso y se deslizaba a través de la sábana de agua, sin producir el más ligero estremecimiento. Su cabeza apenas salía y sus ojos estaban fijos en la sombría masa del brick, cuyos faroles se reflejaban en el mar. No pensaba más que en el deber que había prometido cumplir y no en los peligros que corría a bordo del buque y en aquellos parajes frecuentados por los tiburones. La corriente lo llevaba hacia el buque y se alejaba rápidamente de la costa.

Media hora después Ayrton, sin haber sido visto ni oído, se deslizaba entre dos aguas, llegaba al buque y se agarraba con una mano al barbiquejo del bauprés. Respiró y, levantándose sobre las cadenas, llegó hasta el extremo del espolón. Allí se secaban unos calzones de marino; se puso uno y escuchó.

Nadie dormía a bordo del brick: unos discutían, otros cantaban, otros reían. He aquí las frases principales que, acompañadas de juramentos, impresionaron más a Ayrton:

—Buena adquisición la de nuestro brick.

—Marcha bien el
Speedy
(ligero) y merece su nombre.

—Aunque toda la marina del Norfolk viniera a cazarnos, perdería el tiempo.

—¡Hurra por su comandante!

—Hurra por Bob Harvey.

Se comprenderá la sensación que debió experimentar Ayrton, al oír esta observación, cuando se sepa que este Bob Harvey era uno de los antiguos compañeros de Australia, marino audaz, que había tomado a cargo la continuación de sus criminales proyectos. Bob Harvey se había apoderado en las aguas de la isla de Norfolk de aquel brick que iba cargado de armas, municiones, utensilios y herramientas de toda especie destinados a una de las islas de Sandwich. Había llevado a bordo toda su partida y aquellos miserables, convertidos en piratas, después de haber sido presidiarios, recorrían el Pacífico destruyendo los buques, asesinando las tripulaciones y mostrándose más feroces que los mismos malayos.

Los presidiarios hablaban en voz alta, referían sus proezas bebiendo desmesuradamente y Ayrton pudo entender la siguiente relación: La tripulación del
Speedy
se componía únicamente de presidiarios ingleses fugados de Norfolk. Ahora diremos lo que es Norfolk.

A los 29° 2' de latitud sur y de 165° 42' de longitud este, al este de la Australia, hay un islote de seis leguas de circunferencia, dominado por el monte Pitt, que se levanta mil cien pies sobre el nivel del mar. Esta es la isla de Norfolk, donde el Gobierno inglés tiene un establecimiento para encerrar a los sentenciados más incorregibles de sus penitenciarías. Allí se encuentran unos quinientos hombres sometidos a una disciplina de hierro, bajo la amenaza de castigos terribles, guardados por ciento cincuenta soldados y otros tantos empleados, a las órdenes de un gobernador. Sería difícil imaginar una reunión de maleantes peor que ésta. A veces, aunque muy pocas, a pesar de la excesiva vigilancia de que son objeto, algunos logran escaparse, y, apoderándose de los barcos que pueden sorprender., recorren los archipiélagos de Polinesia.

Esto había hecho Bob Harvey y sus compañeros, y esto es lo que en otro tiempo había querido hacer Ayrton. Bob Harvey se había apoderado del brick
Speedy,
que estaba anclado a la vista de Norfolk; la tripulación había sido asesinada, y, desde hacía un año, aquel buque, convertido en pirata, recorría los mares del Pacífico bajo el mando de Harvey, en otro tiempo, capitán de un bergantín, y ahora, corsario de mares, a quien Ayrton conocía muy bien.

Los piratas estaban en su mayor parte reunidos en la toldilla, a popa del buque, pero algunos, tendidos sobre el puente, hablaban en voz alta.

La conversación continuaba en medio de los gritos y libaciones y por ella supo Ayrton que sólo la casualidad había llevado al
Speedy
a la vista de la isla Lincoln. Bob Harvey jamás había estado en ella, pero, como había presumido Ciro Smith, hallando en su rumbo aquella tierra desconocida cuya situación no estaba indicada en ninguna carta, había proyectado visitarla y, en caso necesario, si le convenía, hacer de ella el puerto de refugio de su brick.

En cuanto al pabellón negro enarbolado en la cangreja del
Speedy y
el cañonazo que había disparado a ejemplo de los buques de guerra en el momento en que despliegan sus colores, no eran más que pura baladronada de piratas. No era una señal y ninguna comunicación existía entre los evadidos de Norfolk y la isla Lincoln.

La posesión de los colonos estaba amenazada de peligro.

Evidentemente la isla, con su aguada fácil, su puertecito, sus recursos de toda especie tan aprovechados por los colonos, sus ocultas profundidades del Palacio de granito, podía convenir a los bandidos; en sus manos podría llegar a ser un excelente sitio de refugio y, por el hecho que era desconocida, les aseguraría durante mucho tiempo, quizá, la impunidad y la seguridad. Era también evidente que no respetarían la vida de los colonos y que el primer cuidado de Bob Harvey y de sus cómplices sería asesinarlos sin misericordia. Ciro Smith y los suyos no tenían el recurso de huir u ocultarse en la isla, pues los piratas pensaban residir en ella, y, en caso de que el
Speedy
partiese para alguna expedición, era probable que dejara en la isla algunos hombres de la tripulación para guardar el establecimiento. Así, pues, era preciso combatir, era preciso destruir hasta el último de aquellos miserables, indignos de piedad, y contra los cuales todo medio sería bueno.

Esto es lo que pensó Ayrton y sabía perfectamente que Ciro Smith sería de su parecer. ¿Pero era posible la resistencia y sobre todo la victoria? Esto dependía del armamento del brick y el número de hombres que lo tripulaban.

Ayrton decidió saberlo a toda costa. Como una hora después de su llegada las voces y los gritos se habían calmado y gran número de los bandidos estaban sumergidos en el sueño de la embriaguez, no vaciló en aventurarse sobre el puente del
Speedy,
envuelto, a la sazón, en una oscuridad profunda por haberse apagado los faroles.

Subió sobre el espolón y por el bauprés llegó al alcázar de proa.

Deslizándose entre los presidiarios tendidos a uno y otro lado, dio la vuelta al buque y reconoció que estaba armado de cuatro cañones que debían lanzar balas de ocho a diez libras. Observó también, por el tacto, que aquellos cañones se cargaban por la culata, que eran piezas modernas de fácil uso y de un efecto terrible.

En cuanto a los hombres tendidos sobre el puente, debían ser unos diez, pero era de suponer que hubiese muchos más durmiendo en el interior del brick. Por otra parte, al escucharlos, había creído comprender que eran cincuenta a bordo, número demasiado grande para que pudieran resistir los seis colonos de la isla Lincoln. Pero en fin, gracias al sacrificio que hacía Ayrton, Ciro Smith no sería sorprendido: conocería la fuerza de sus enemigos y tomaría sus precauciones.

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