Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—A no ser que estando desmayado... —dijo Pencroff.
—Eso no es admisible —interrumpió el ingeniero—. Pero pasemos adelante. ¿Ha comprendido cómo
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pudo descubrir dónde estaban ustedes a cinco millas de la gruta, donde yo me hallaba tendido?
—El instinto del perro... —dijo Harbert.
—¡Instinto singular! —exclamó el periodista—, puesto que, a pesar de la lluvia y el viento desencadenados durante toda la noche,
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llegó a las Chimeneas seco y sin una mancha de lodo.
—Pasemos más adelante —dijo el ingeniero—. ¿Ha comprendido cómo nuestro perro fue tan singularmente lanzado fuera de las aguas del lago, después de su lucha con el dugongo?
—No, confieso que no lo he comprendido —contestó Pencroff—, ni tampoco la herida que el dugongo tenía en el costado y que parecía hecha con un instrumento cortante.
—Continuemos —repuso el ingeniero—. ¿Han comprendido, amigos míos, cómo se encontraba aquel grano de plomo en el cuerpo del lechón de saíno; cómo se halló el cajón tan bien encallado, sin que hubiera señales de naufragio; cómo se presentó a propósito la botella que contenía el documento durante nuestra primera excursión por el mar; cómo nuestra canoa, después de haber roto sus amarras, vino por la corriente del río de la Merced a buscarnos precisamente en el momento en que teníamos necesidad de ella; cómo, después de la invasión de los monos, se nos envió tan oportunamente la escalera desde las alturas del Palacio de granito; cómo, en fin, llegó a nuestras manos el documento que Ayrton asegura no haber escrito?
Ciro Smith acababa de enumerar, sin olvidar ni uno solo, los hechos extraños observados en la isla. Harbert, Pencroff y Nab se miraron no sabiendo qué responder, porque la sucesión de aquellos incidentes agrupados por primera vez les sorprendía.
—A fe mía —dijo Pencroff—, tiene usted razón, señor Ciro, y es difícil explicar esas cosas.
—Pues bien, amigos míos —añadió el ingeniero—, un nuevo incidente más incomprensible aún ha venido a sumarse a los enumerados.
—¿Cuál, señor Ciro? —preguntó vivamente Harbert.
—Cuando ustedes volvían de la isla Tabor —dijo el ingeniero—, ¿no vieron una hoguera en la isla Lincoln?
—Ciertamente —contestó el marino.
—¿Y está seguro de haber visto ese fuego?
—Como lo veo a usted ahora.
—¿Y tú también, Harbert?
—¡Ah, señor Ciro! —exclamó el joven—, ese fuego brillaba como una estrella.
—¿Pero no era una estrella? —preguntó el ingeniero insistiendo.
—No, señor —contestó Pencroff—, porque el cielo estaba cubierto de espesas nubes y en todo caso una estrella no habría estado tan baja en el horizonte. Pero el señor Spilett lo vio como nosotros y puede confirmar mis palabras.
—Añadiré —dijo el periodista— que ese fuego era muy vivo y se proyectaba como una corriente eléctrica.
—Sí, sí, eso —replicó Harbert—, y estaba situado sobre las alturas del Palacio de granito.
—Pues bien, amigos míos —prosiguió Ciro Smith—, la noche del 19 al 20 de octubre, ni Nab ni yo encendimos fuego en la costa.
—¿No fueron ustedes? —exclamó Pencroff en el colmo de su estupefacción y sin poder acabar la frase.
—En aquella noche no salimos del Palacio de granito —añadió Ciro Smith— y, si en la costa apareció una hoguera, no fueron nuestras manos las que la encendieron.
Pencroff y Harbert estaban estupefactos; no podían haberse hecho ilusión alguna; habían visto realmente un fuego en la isla durante la noche del 19 al 20 de octubre.
Sí. Todos tuvieron que convenir en que había un misterio inexplicable, una influencia evidentemente favorable para los colonos, pero muy irritante para su curiosidad, que se hacía sentir en las ocasiones oportunas sobre la isla Lincoln. ¿Había algún ser oculto en algunos de sus más profundos retiros? Había que saberlo.
Ciro Smith recordó a sus compañeros la singular actitud de
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y de
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cuando se acercaban a la boca del pozo que tenía el Palacio de granito en comunicación con el mar, y les dijo que había explorado aquel pozo sin descubrir en él nada sospechoso. En fin, el resultado de esta conversación fue el acuerdo unánime de los miembros de la colonia de registrar enteramente la isla cuando volviese la estación buena.
Pero desde aquel día Pencroff pareció preocupado. Aquella isla, que miraba como su propiedad personal, ya no le pertenecía toda entera; la propiedad se repartía con otro dueño, al cual de buen o mal gusto se sentía sometido. Nab y él hablaban con frecuencia de aquellas cosas inexplicables, y ambos, inclinados por su naturaleza a lo maravilloso, estaban muy cerca de creer que la isla Lincoln estaba sometida a un poder sobrenatural.
Entretanto, llegaron los malos días con el mes de marzo, que es el noviembre de las zonas boreales, y el invierno parecía duro y precoz. Por consiguiente, se emprendieron sin demora las tareas de invierno.
Por lo demás, los colonos estaban bien preparados para recibir el frío, por grande que fuese. No faltaban los vestidos de fieltro, porque el rebaño de muflones, muy numeroso entonces, había dado la lana necesaria para la fabricación de aquella tela de abrigo.
Huelga decir que Ayrton fue provisto de cómodos vestidos. Ciro Smith le invitó a pasar la mala estación en el Palacio de granito, donde estaría mejor alojado que en la dehesa, y Ayrton prometió hacerlo cuando estuviesen terminados los trabajos comenzados, lo cual sucedió hacia mediados de abril. Desde entonces Ayrton tomó parte en la vida común y prestó en todas ocasiones útiles servicios, aunque, siempre humilde y triste, no tomaba parte en las diversiones de los compañeros.
Durante la mayor parte de aquel invierno que los colonos pasaron en la isla Lincoln, tuvieron que permanecer confinados en el Palacio de granito, porque hubo grandes tempestades y borrascas terribles que parecían querer arrancar las rocas de sus bases. Inmensas corrientes de marea amenazaban cubrir toda la isla y cualquier buque que se hubiera fondeado junto a ella se habría perdido. Dos veces, durante una de aquellas corrientes, el río de la Merced creció hasta el punto de inspirar temores de que el puente y los puentecillos desaparecieran y hubo que consolidar los de la playa, que quedaban siempre cubiertos bajo las olas cuando el mar batía el litoral.
Ya se comprenderá que tales huracanes, comparables con trombas, en que se mezclaban la lluvia y la nieve, causarían grandes destrozos en la meseta de la Gran Vista. Los que más padecieron fueron el molino y el corral Los colonos tuvieron que hacer con frecuencia grandes reparaciones, sin las cuales se hubiera visto amenazada la existencia de las aves encerradas.
En aquel tiempo tan malo algunas parejas de jaguares y bandas de cuadrúmanos se aventuraron hasta el límite de la meseta, y había que temer que los más audaces y robustos, impulsados por el hambre llegasen a atravesar el arroyo, que, por otra parte, cuando estaba helado, presentaba fácil acceso. Si así hubiera sucedido, las plantaciones y los animales domésticos hubieran sido destruidos infaliblemente, al no tener una vigilancia continua; y con frecuencia hubo que hacer algunos disparos de armas de fuego para mantener a respetuosa distancia los peligrosos visitantes. Por consiguiente, no faltó quehacer en el invierno, Porque sin contar los cuidados del exterior, había siempre mil obras de mueblaje y decorado que acabar en el Palacio de granito.
Se hizo también en algunos días muy buena caza durante los grandes fríos en los vastos pantanos de los Tadornes. Gedeón Spilett y Harbert, ayudados de
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no perdían un tiro en medio de aquellas miríadas de patos, becasinas, cercetas y aves frías. El acceso a aquel territorio tan abundante en caza era fácil por otra parte, ya por el camino del puerto del Globo, ya por el puente de la Merced, ya doblando las rocas de la punta del Pecio; y los cazadores no se alejaban nunca del Palacio de granito más de dos o tres millas.
Así pasaron los cuatro meses de invierno, que fueron los verdaderamente rigurosos, es decir, junio, julio, agosto y septiembre. El Palacio de granito no padeció mucho por efecto de las inclemencias del tiempo, y lo mismo sucedió en la dehesa, que, menos expuesta que la meseta y cubierta en gran parte por el monte Franklin, no recibía directamente los golpes de viento, porque venían ya cortados por los bosques y las altas rocas del litoral. Así, los deterioros de la dehesa fueron poco importantes, y la mano activa y hábil de Ayrton bastó para repararlos rápidamente, cuando en la segunda quincena de octubre volvió a pasar algunos días en la dehesa.
Durante aquel invierno no hubo ningún nuevo incidente inexplicable.
Nada extraño sucedió, aunque Pencroff y Nab estaban en acecho de los sucesos más insignificantes que hubieran podido referirse a una causa misteriosa.
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ya no andaban alrededor de la boca del pozo ni daban señal ninguna de inquietud. Parecía que la serie de incidentes sobrenaturales se había interrumpido, aunque con frecuencia se hablaba de ellos en las veladas del Palacio de granito y se ratificaba el acuerdo de registrar la isla hasta en sus rincones más ocultos y más difíciles de explorar. Pero un acontecimiento grave, cuyas consecuencias podían ser funestas, vino por el momento a distraer de sus proyectos a Ciro Smith y a sus compañeros.
Corría el mes de octubre y la buena estación volvía a grandes pasos.
La naturaleza se renovaba bajo los rayos del sol y en medio del follaje persistente de las coníferas que formaban la linde del bosque aparecía ya el nuevo follaje de los almaces, de las banksias y de los deodares.
El lector recordará que Gedeón Spilett y Harbert habían tomado en diferentes ocasiones vistas fotográficas de la isla Lincoln.
El 17 de aquel mes de octubre, a las tres de la tarde, Harbert, seducido por la pureza del cielo, tuvo el pensamiento de reproducir toda la bahía de la Unión que daba frente a la meseta de la Gran Vista, desde el cabo Mandíbula hasta el cabo de la Garra.
El horizonte estaba despejado, y el mar, ondulado al impulso de una blanda brisa, presentaba la inmovilidad de las aguas de un lago, picadas acá y allá por chispas luminosas.
El objetivo fue colocado en una de las ventanas del salón del Palacio de granito; por lo tanto dominaba la playa y la bahía. Harbert procedió como tenía costumbre, y, una vez obtenido el clisé, fue a fijarlo mediante las sustancias que estaban depositadas en un aposento oscuro de la vivienda.
Volviendo luego a la luz y examinando bien el clisé, observó en él un punto casi imperceptible, que manchaba el horizonte del mar. Trató de hacerle desaparecer por medio del lavado, pero por más que hizo no pudo conseguirlo. “Es un defecto del vidrio”, pensó.
Y entonces tuvo la curiosidad de examinar aquel defecto con una lente de bastante aumento, que destornilló de uno de los gemelos.
Apenas lo hubo examinado, dio un grito y estuvo a punto de dejar escapar de las manos el clisé.
Inmediatamente corrió a la habitación donde estaba Ciro Smith, le alargó el clisé y la lente enseñándole la manchita. El ingeniero examinó aquel punto y después, tomando su catalejo, se precipitó hacia la ventana. El anteojo, después de haber recorrido lentamente el horizonte, se detuvo sobre el punto sospechoso, y Ciro Smith, bajándose, pronunció esta sola palabra:
—¡Buque!
En efecto, había un buque a la vista de la isla Lincoln.
Dos años y medio hacía que los náufragos del globo habían sido arrojados a la isla Lincoln, y hasta entonces no habían podido establecer ninguna comunicación entre ellos y sus semejantes. Una vez, el periodista había intentado ponerse en relación con el mundo habitado, confiando a un ave la nota que contenía el secreto de su situación; pero ésta era una probabilidad con la cual no podía contarse seriamente. Sólo Ayrton, y en las circunstancias que ya se saben, se había reunido con los miembros de la pequeña colonia. Ahora bien, aquel mismo día —17 de octubre— otros hombres se presentaban a la vista de la isla, en aquel mar hasta entonces desierto.
¡No cabía duda alguna! Allí había un buque. Pero ¿pasaría de largo o se detendría? Antes de pocas horas los colonos iban a saber, seguramente, a qué atenerse.
Ciro Smith y Harbert llamaron inmediatamente a Gedeón Spilett, Pencroff y Nab al salón del Palacio de granito y les pusieron al corriente de lo que pasaba. Pencroff, tomando el anteojo, recorrió rápidamente el horizonte y se detuvo en el punto indicado, es decir, en el que había formado la mancha imperceptible en el clisé fotográfico.
—¡Mil diablos! ¡Es un buque! —dijo con un acento que no denotaba un entusiasmo extraordinario.
—¿Viene hacia aquí? —preguntó Gedeón Spilett.
—No puede asegurarse nada todavía —contestó Pencroff—, porque sólo aparece en el horizonte su arboladura; no se ve más que una parte de su casco.
—¿Qué haremos? —dijo el joven.
—Esperar —contestó Ciro Smith.
Y durante largo tiempo los colonos permanecieron en silencio, entregados a sus pensamientos y a todas las emociones, a todos los temores y esperanzas que podía originar en ellos este incidente, el más grave que había ocurrido desde su llegada a la isla Lincoln.
Ciertamente no se hallaban los colonos en la situación de náufragos abandonados en un islote estéril, que disputan su miserable existencia a una naturaleza madrastra y se ven incesantemente devorados por el deseo de volver a ver las tierras habitadas. Pencroff y Nab sobre todo, que se consideraban a la vez dichosos y ricos, no habrían dejado sin pesar la isla. Además, se habían acostumbrado a aquella vida nueva en aquella posesión que su inteligencia, por decir así, había civilizado.
Pero, en fin, aquel buque significaba noticias del continente y era quizá una parte de la patria que acudía a buscarlos. En él venían seres semejantes a ellos y era natural que sus corazones latieran.
De vez en cuando, Pencroff volvía a tomar el anteojo y se apostaba a la ventana, examinando con muchísima atención el buque, que estaba a una distancia de veinte millas al este. Los colonos no tenían medio alguno de señalar su presencia; una bandera no habría sido vista; la detonación de un arma de fuego no habría sido oída, y una hoguera no hubiera sido visible desde tan lejos.
Sin embargo era indudable que la isla dominada por el monte Franklin no había podido ocultarse a las miradas de los vigías del buque.