La isla misteriosa (59 page)

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Authors: Julio Verne

Los piratas, subidos en los mástiles hasta las barras de juanete, habían podido ver que un islote cubría la costa y que estaba separado de ella por un canal de media milla de anchura. Sin embargo, Ciro Smith calculó, por la dirección que seguía la canoa, que no trataba de penetrar en aquel canal, sino que se dirigía a la costa del islote, como lo aconsejaba la prudencia.

Pencroff y Ayrton, ocultos cada uno por su lado entre las rocas, vieron llegar la canoa sobre ellos y esperaron que estuvieran a tiro.

La canoa se adelantaba con precaución. Los remos se hundían en el agua a largos intervalos. Podía verse también que uno de los presidiarios a proa llevaba una sondaleza en la mano y trataba de reconocer el canal abierto por la corriente del río de la Merced. Esto indicaba que Bob Harvey tenía la intención de acercar el brick lo más posible a la costa.

Unos treinta piratas, subidos a los obenques, seguían atentamente los movimientos de la canoa y apuntaban ciertas marcas que debían permitirles llegar a la costa sin peligro.

La canoa estaba a dos cables del islote cuando se detuvo. El hombre del timón, en pie, buscaba el mejor punto para saltar a tierra.

En aquel momento sonaron dos tiros. Un poco de humo dio vueltas como un torbellino por encima de las rocas del islote. El hombre del timón y el de la sonda cayeron derribados en la canoa. Las balas de Ayrton y de Pencroff les habían tocado a los dos en el mismo instante.

Inmediatamente se oyó una detonación más violenta, un chorro de vapor salió de los costados del brick, y una bala de cañón, dando en lo alto de las rocas que abrigaban a Ayrton y Pencroff, las hizo volar a pedazos, pero los dos tiradores no habían sido tocados.

Horribles imprecaciones se escaparon de la canoa, que emprendió inmediatamente su marcha. El hombre del timón fue reemplazado por uno de los compañeros y los remos se hundieron en el agua.

Sin embargo, en vez de volver al brick, como hubiera podido creerse, la canoa siguió por la orilla del islote, con el objeto de efectuar el desembarco por su punta sur. Los piratas remaban vigorosamente para ponerse fuera del alcance de las balas.

Se adelantaron cinco cables de la parte entrante del litoral, terminada por la punta del Pecio; y después de haberla seguido en una línea semicircular, siempre protegidos por los cañones del brick, se dirigieron a la desembocadura del río de la Merced.

Su intención era penetrar en el canal y tomar por la espalda a los colonos del islote, de manera que éstos, cualesquiera que fuese su número, se viesen entre los fuegos de la canoa y los del bergantín, y, por consiguiente, en la situación más comprometida.

Un cuarto de hora pasó, durante el cual la canoa avanzaba en esta dirección en medio de un silencio absoluto y de una calma completa en el aire y en el agua.

Pencroff y Ayrton, aunque comprendían que iban a ser flanqueados, no habían dejado su puesto, bien porque no querían todavía mostrarse a los asaltantes exponiéndose a los cañones del
Speedy,
bien porque contaban con Nab y Gedeón Spilett, que estaban en la desembocadura del río, o con Ciro Smith y Harbert, ocultos entre las rocas de las Chimeneas.

Veinte minutos después de los primeros disparos, la canoa estaba enfrente de la desembocadura del río de la Merced, a menos de dos cables. Como el flujo comenzaba con su violencia habitual ocasionada por lo estrecho de la desembocadura, los presidiarios se sintieron impulsados hacia el río y sólo a fuerza de remos lograron mantenerse en medio del canal. Pero, como pasaban a buen alcance de la desembocadura, dos balas les saludaron al paso y dos quedaron tendidos en la embarcación. Nab y Spilett tampoco habían errado.

Inmediatamente el brick envió una segunda bala al puesto que se descubría por el humo de las armas de fuego, pero sin más resultado que hacer saltar algunas puntas de roca.

En aquel momento, la canoa no llevaba más que tres hombres útiles para el combate. Tomada por la corriente, enfiló el canal con la rapidez de una flecha, pasó delante de Ciro Smith y Harbert, que, no juzgándola a buen alcance, permanecieron mudos, y después, doblando la punta norte del islote, con los dos remos que le quedaban, se dirigió a toda prisa hacia el brick.

Hasta entonces los colonos no tenían de qué quejarse. La partida empezaba mal para sus adversarios: éstos tenían ya cuatro hombres heridos gravemente, o muertos quizá, y ellos, por el contrario, estaban ilesos y no habían perdido una bala. Si los piratas continuaban atacándolos de este modo, si renovaban otras tentativas de desembarco por medio de la canoa, podían ser destruidos uno a uno.

Ahora vemos perfectamente cuán acertadas eran las disposiciones adoptadas por el ingeniero. Los piratas podían creer que tenían que vérselas con adversarios numerosos y bien armados, que sería difícil dominar.

Media hora tardó la canoa, que tenía que luchar contra la corriente del mar, en llegar al
Speedy.

Cuando sus tripulantes subieron a bordo con los heridos, resonaron gritos espantosos y se dispararon tres o cuatro cañonazos, que no podían producir ningún resultado.

Pero entonces otros piratas, ebrios de cólera y quizá también de las libaciones de la víspera, se arrojaron a la embarcación. Eran doce.

Lanzóse al mar una segunda canoa, en la cual entraron otros ocho hombres, y mientras la primera se dirigía rectamente al islote para arrojar de él a los colonos, la segunda maniobraba para forzar la entrada del río de la Merced.

La situación era evidentemente peligrosísima para Pencroff y Ayrton y comprendieron que debían volver a tierra franca.

Sin embargo, esperaron a que la primera canoa estuviese al alcance de sus fusiles, y dos balas diestramente dirigidas volvieron a introducir el desorden en la tripulación. Después Pencroff y Ayrton, abandonando su puesto, no sin haber sufrido una descarga de diez tiros, atravesaron el islote con toda la rapidez que les permitieron sus piernas, se lanzaron a la piragua, pasaron el canal en el momento en que la segunda canoa llegaba a la punta sur y corrieron a refugiarse a las Chimeneas.

Apenas habían llegado donde estaban Ciro Smith y Harbert, se vio invadido el islote, y los piratas de la primera embarcación lo recorrían en todos sentidos.

Casi al mismo tiempo, nuevas detonaciones estallaron en el puesto del río de la Merced, al cual se había acercado rápidamente la segunda canoa. De los ocho hombres que la tripulaban, dos quedaron mortalmente heridos por Gedeón Spilett y Nab, y la misma embarcación, irresistiblemente impulsada sobre los arrecifes, se rompió a la desembocadura del río de la Merced. Pero los seis supervivientes, levantando sus armas por encima de la cabeza para Preservarlas del contacto del agua, consiguieron tomar pie en la orilla derecha del río y después, viéndose expuestos al fuego del enemigo invisible que los perseguía, huyeron a todo correr en dirección de la punta del Pecio, fuera del alcance de las balas.

La situación era la siguiente: en el islote, doce presidiarios, varios de ellos heridos, pero que tenían una canoa a su disposición, y en la isla, seis, que habían desembarcado, pero que estaban imposibilitados de llegar al Palacio de granito, porque no podían atravesar el río, cuyos puentes estaban levantados.

—Esto marcha —dijo Pencroff, precipitándose en el interior de las Chimeneas—, esto marcha, señor Ciro. ¿Qué le parece?

—Me parece —contestó el ingeniero— que el combate va a tomar una nueva forma, porque no puede suponerse que esos bribones sean tan estúpidos que lo continúen en condiciones tan desfavorables para ellos.

—No atraviesan el canal —dijo el marino—. Las carabinas de Ayrton y del señor Spilett están ahí para impedírselo. Ya sabe que alcanzan más de una milla.

—Sin duda —contestó Harbert—, ¿pero qué pueden hacer dos carabinas contra los cañones del brick?

—El brick no está todavía en el canal, me parece a mí —repuso Pencroff.

—¿Y si viene? —dijo Ciro Smith.

—Es imposible, porque se arriesgaría a encallar y a perderse.

—Es posible —repuso entonces Ayrton—. Los piratas pueden aprovechar la marea alta para entrar en el canal, aunque luego encallen a marea baja, y entonces, bajo el fuego de sus cañones, nuestras posiciones no serían ya sostenibles.

—¡Mil diablos del infierno! —exclamó Pencroff—. Parece, en verdad, que ese canalla se prepara a levar anclas.

—Tal vez nos veamos obligados a refugiarnos en el Palacio de granito— observó Harbert.

—Esperemos —repuso Ciro Smith.

—¿Pero Nab y el señor Spilett? —observó Pencroff.

—Ya se nos unirán a su debido tiempo. Esté preparado, Ayrton. Su carabina y la de Spilett son las que deben hablar ahora.

Era cierto. El
Speedy
comenzaba a virar sobre su ancla y manifestaba la intención de acercarse al islote. La marea debía subir durante hora y media y, habiendo disminuido la corriente del flujo, hacía fácil la maniobra para el brick. Pero, en cuanto a entrar en el canal, Pencroff, contra la opinión de Ayrton, no podía admitir que pensasen intentarlo.

Durante este tiempo los piratas que ocupaban el islote se habían acercado a la orilla opuesta y estaban separados de la tierra sólo por el canal. Armados de fusiles, no podían hacer daño a los colonos ocultos en las Chimeneas y en las desembocaduras del río de la Merced, pero, no creyéndolos provistos de carabinas de largo alcance, pensaban que no corrían peligro alguno y paseaban por la isla a pecho descubierto, acercándose continuamente a la playa.

Sus ilusiones duraron poco. Las carabinas de Ayrton y de Gedeón Spilett hablaron y dijeron cosas desagradables a dos de los piratas, pues cayeron tendidos de espaldas.

Entonces, los demás se desbandaron, sin aguardar siquiera a recoger a sus compañeros heridos o muertos. Pasando a toda prisa al otro lado del islote, se lanzaron a la embarcación que les había llevado y se dirigieron al brick.

—¡Ocho menos! —gritó Pencroff—. Verdaderamente parece que Ayrton y el señor Spilett obedecen perfectamente a la consigna para operar.

—Señores —dijo Ayrton volviendo a cargar su carabina—, la cosa se va poniendo fea, porque el brick apareja.

—El ancla está a pique... —repuso Pencroff.

—Sí, ya larga el fondo.

En efecto, se oía claramente el ruido metálico del linguete, que chocaba sobre el montante a medida que viraba el brick. El
Speedy
había sido atraído al principio por su ancla,
y
después, cuando ésta estuvo arrancada del fondo, comenzó a derivar hacia la costa. El viento soplaba del mar; se izaron el foque mayor y la gavia y el buque se fue acercando poco a poco a tierra.

Desde las dos posiciones de la Merced y de las Chimeneas le miraban los colonos maniobrar sin dar señales de vida, pero no sin cierta emoción. Los colonos iban a verse en una situación terrible, cuando a corta distancia se vieran expuestos al fuego de los cañones del brick y sin poder responder útilmente. ¿Cómo impedir entonces el desembarco de los piratas?

Ciro Smith comprendía perfectamente el peligro y se preguntaba para sí qué se debía hacer. Dentro de poco tendría que tomar una determinación. ¿Pero cuál? ¿Encerrarse en el palacio de granito, dejarse sitiar, mantenerse en él por espacio de semanas y aun de meses, puesto que tenían víveres en abundancia? ¡Bien!, ¿y después? Los piratas no por eso dejarían de ser dueños de la isla, la arrasarían y con el tiempo acabarían por vencer y dominar a los presos del Palacio de granito.

Quedaba, sin embargo, una probabilidad, y era que Bob Harvey no se aventurase con su buque a entrar en el canal y que se mantuviera apartado en el islote. Entonces les separaría media milla de la costa y a tal distancia sus tiros no podían ser tan duros.

—Jamás —repetía Pencroff—, jamás ese Bob Harvey, por lo mismo que es un buen marino, se arriesgaría a entrar en el canal. Sabe que sería arriesgar el brick por poco que empeorase el estado del mar, y ¿qué sería de él sin su buque?

Entretanto el brick se había acercado al islote y pudo observarse que trataba de llegar a su extremo inferior. La brisa era ligera y, como la corriente había perdido mucha parte de su fuerza, Bob Harvey era absolutamente dueño de maniobrar como le pareciese.

El rumbo seguido anteriormente por las embarcaciones le habían permitido reconocer el canal y en él penetró audazmente. Su proyecto era demasiado visible: quería plantarse delante de la Chimeneas y desde allí responder con sus cañones a las balas que hasta entonces habían diezmado su tripulación.

Pronto el
Speedy
llegó a la punta del islote; la dobló fácilmente, largó la cangreja y el brick, ciñendo el viento, se encontró enfrente del río de la Merced.

—¡Los bandidos! ¡Ya vienen! —exclamó Pencroff.

En aquel momento, Nab y Gedeón Spilett llegaron adonde estaban Ciro Smith y Ayrton, el marino y Harbert.

El periodista y Nab habían estimado más conveniente abandonar la posición de la Merced, donde no podían hacer nada contra el buque, y habían obrado cuerdamente. Era preferible que los colonos estuviesen reunidos en el momento en que iba a consumarse una acción decisiva.

Gedeón Spilett y Nab habían llegado deslizándose detrás de la rocas, pero no sin que les fuese dirigida una granizada de balas, que afortunadamente no les habían alcanzado.

—Spilett, Nab —exclamó el ingeniero—, ¿no están heridos?

—No —contestó el periodista—; algunas contusiones por el rebote de las piedras. Ese condenado brick entra en el canal.

—Sí —respondió Pencroff—, y antes de diez minutos habrá afondado delante del Palacio de granito.

—¿Tiene usted algún proyecto, Ciro? —preguntó Spilett.

—Es preciso refugiamos en el Palacio de granito, cuando todavía es tiempo, sin que nos vean los presidiarios.

—Ese es mi parecer —contestó Gedeón Spilett—, pero una vez encerrados...

—Haremos lo que nos aconsejen las circunstancias —dijo el ingeniero.

—En marcha y démonos prisa —dijo el periodista.

—¿No quiere usted, señor Ciro, que nos quedemos aquí Ayrton y yo? —preguntó el marino.

—¿Para qué, Pencroff? —repuso Ciro Smith—. No nos separaremos.

No había un momento que perder: los colonos salieron de las Chimeneas. Un pequeño recodo de la cortina de granito impedía ser vistos desde el brick; pero dos o tres detonaciones y el ruido de las balas que daban en las rocas les advirtieron que el
Speedy
estaba a muy corta distancia.

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