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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (62 page)

—¿Está decidido? —dijo Ciro Smith—. Comenzaremos nuestra investigación lo más pronto posible. No dejaremos la más pequeña parte de la isla sin explorar, la registraremos hasta en sus rincones más secretos. Ese amigo desconocido nos perdone en gracia a nuestra intención.

Durante algunos días los colonos se ocuparon activamente en los trabajos de la siega y la recolección. Antes de realizar sus proyectos de explorar las partes desconocidas de la isla, querían dejar concluidas las tareas indispensables. Era también la época en que se recolectaban las diversas legumbres traídas de las plantaciones de la isla Tabor. Había que almacenarlas y por fortuna no faltaba sitio en el Palacio de granito, donde habrían podido tener cabida todas las riquezas de la isla. Los productos de la colonia fueron colocados y clasificados metódicamente y en lugar seguro, al abrigo de las bestias y de los hombres. No había que temer humedad en aquella espesa masa de granito. Muchas excavaciones naturales situadas en el corredor superior se aumentaron o profundizaron con el pico o con la mina, y el Palacio de granito llegó a ser un depósito general de provisiones, municiones, herramientas y utensilios de repuesto; en una palabra, de todo el material de la colonia.

En cuanto a los cañones procedentes del brick, eran hermosas piezas de acero fundido, que, a instancia de Pencroff, fueron izados por medio de grúas hasta el piso superior del Palacio de granito, se establecieron emplazamientos entre las ventanas y pronto se les vio alargar sus fauces lucientes a través de la pared granítica. Desde aquella altura las bocas de fuego dominaban verdaderamente toda la bahía de la Unión. Era un pequeño Gibraltar y todo buque que se hubiera arriesgado en las aguas del islote se habría visto expuesto inevitablemente al fuego de toda aquella batería aérea.

—Señor Ciro —dijo un día Pencroff, el 8 de noviembre—, ahora que la fortificación está terminada, deberíamos probar el alcance de nuestras piezas.

—¿Cree que será útil? —preguntó el ingeniero.

—Más que útil es necesario. Sin eso, ¿cómo podríamos conocer la distancia a que podemos enviar una de esas hermosas balas de que estamos provistos?

—Probemos, Pencroff —dijo el ingeniero—. Sin embargo, creo que debíamos hacer el experimento no probando la pólvora ordinaria, pues quiero dejar la provisión intacta, sino el piróxilo, que no nos faltaría nunca.

—¿Podrían soportar estos cañones la deflagración del piróxilo? —preguntó el periodista, que no deseaba menos que Pencroff ensayar la artillería del Palacio de granito.

—Creo que sí. Además —añadió el ingeniero—, obraremos con prudencia.

Ciro Smith tenía motivos para pensar que aquellos cañones eran de excelente fábrica, pues era muy entendido en la materia. Hechos de acero forjado y cargándose por la culata, debían por lo menos soportar una carga considerable, y, por consiguiente, tener un alcance enorme.

Efectivamente, desde el punto de vista del efecto útil, la trayectoria descrita por la bala debe ser tan tendida como sea posible, y no puede obtenerse esta tensión sino con la condición de que el proyectil esté animado de una grandísima velocidad inicial.

—Ahora bien —dijo Ciro Smith a sus compañeros—, la celeridad inicial está en razón directa de la cantidad de pólvora que se utiliza. Toda la cuestión se reduce en la construcción de piezas de artillería al uso de un metal lo más resistente posible, y el acero es el metal que resiste mejor. Tengo, pues, motivos para pensar que nuestros cañones sufrirán sin riesgo la explosión de los gases del piróxilo y darán resultados excelentes.

—Mucho más seguros estaremos de ello cuando los hayamos probado —repuso Pencroff.

Huelga decir que los cuatro cañones se hallaban en perfecto estado de conservación. Desde que habían sido sacados del agua, el marino se había ocupado en bruñirlos.

¡Cuántas horas había pasado frotándolos, dándoles grasa, pulimentándolos, limpiando el mecanismo del obturador y el tornillo de presión! Así, las piezas estaban a la sazón tan brillantes como si se encontrasen a bordo de una fragata de la marina de Estados Unidos.

Aquel día, en presencia de todo el personal de la colonia, incluido maese
Jup
y
Top,
se probaron sucesivamente los cuatro cañones.

Pencroff, teniendo la cuerda del estopín, estaba preparado para hacer fuego. A una señal de Ciro Smith, salió el tiro. La bala, dirigida hacia el mar, pasó por encima del islote y fue a perderse a lo lejos, a una distancia que no se pudo apreciar con exactitud.

El segundo cañón fue apuntado hacia las últimas rocas de la punta del Pecio y el proyectil, dando en una piedra aguda, a unas tres millas del Palacio de granito, la hizo volar en pedazos.

Harbert había apuntado el cañón y tirado. Se quedó orgulloso del éxito de su primer ensayo. Pero más orgulloso que él estaba Pencroff de aquel tiro que redundaba en honor de su querido niño.

El tercer proyectil, lanzado hacia las dunas que formaba la costa superior de la bahía de la Unión, dio en la arena, a una distancia por lo menos de cuatro millas, y después de haber rebotado se perdió en el mar, en medio de una nube de espuma.

Para el tiro de la cuarta pieza, Ciro Smith forzó un poco la carga, a fin de probar el alcance máximo; después, habiéndose apartado todos para el caso de que la pieza reventara, se inflamó el estopín por medio de una larga cuerda. Se oyó una violenta detonación, pero la Pieza había resistido, y los colonos, precipitándose a la ventana, pudieron ver el proyectil romper las puntas de las rocas del cabo Mandíbula, a unas cinco millas del Palacio de granito, y desaparecer en el golfo de Tiburón.

—Y bien, señor Ciro —exclamó Pencroff, cuyos hurras hubieran podido rivalizar con las detonaciones de las piezas—. ¿Qué me cuenta usted de nuestra batería? Aunque se presentaran todos los piratas del Pacífico delante del Palacio de granito, ni uno solo podría desembarcar sin nuestro permiso.

—Créame, Pencroff —contestó el ingeniero—, vale más que no se presenten y que no tengamos que hacer la prueba.

—A propósito —dijo el marino—, ¿y los seis tunantes que andan por la isla? ¿Qué haremos de ellos? ¿Vamos a dejarlos correr por nuestros bosques, campos y praderas? Son verdaderos jaguares esos piratas y creo que no debemos vacilar en tratarlos como tales. ¿Qué opina, Ayrton? —añadió Pencroff, volviéndose hacia su compañero.

El interpelado guardó silencio y Ciro Smith sintió que Pencroff le hubiera hecho un poco ligeramente aquella pregunta. Sintió una viva emoción, cuando Ayrton contestó con voz humilde:

—Yo he sido uno de esos jaguares, señor Pencroff, y no tengo derecho a hablar...

Y se alejó con paso lento.

—¡Qué bestia soy! —exclamó Pencroff—. ¡Pobre Ayrton! Sin embargo, tiene derecho a hablar tanto como el primero.

—Sí —dijo Gedeón Spilett—. Su reserva le honra y conviene respetar el recuerdo que tiene de su triste pasado.

—Entendido, señor Spilett —contestó el marino—, no volverá a suceder.

Preferiría cortarme la lengua que causar un disgusto a Ayrton. Pero, volviendo a la cuestión, me parece que esos bandidos no tienen derecho a nuestra misericordia y que debemos lo más pronto posible desembarazamos de ellos.

—¿Ese es su parecer, Pencroff? —preguntó el ingeniero.

—Sí, señor.

—Y antes de perseguirlos sin piedad, ¿no quiere usted esperar a que hayan cometido algún nuevo acto de hostilidad contra nosotros?

—¡Cómo! ¿No basta lo que han hecho ya? —preguntó Pencroff, que no comprendía la razón de tales escrúpulos.

—¡Pueden mejorar de sentimientos —dijo Ciro Smith— y arrepentirse!...

—¡Arrepentirse! —exclamó el marino encogiéndose de hombros.

—Pencroff, acuérdate de Ayrton —dijo entonces Harbert tomando la mano del marino—. Ya ves que se ha hecho hombre honrado.

Pencroff miró a sus compañeros uno tras otro, porque jamás habría creído que su proposición debiera suscitar discusión alguna. Su ruda naturaleza no podía admitir que se transigiera con los malvados que habían desembarcado en la isla, con los cómplices de Bob Harvey, con los asesinos de la tripulación del
Speedy
y los miraba como fieras que debían destruir sin vacilación y remordimiento.

—¡Caramba! —dijo—. Todo el mundo está contra mí. ¿Quieren ser generosos con esa canalla? ¡Sea! ¡Ojalá no tengamos que arrepentimos!

—¿Qué peligro corremos —dijo Harbert—, si tenemos cuidado de vivir alerta?

—¡Hum! —dijo el periodista, que no se inclinaba demasiado a la clemencia—. Son seis y bien armados. Si cada uno se embosca en un punto y hace fuego sobre uno de nosotros, pronto serán dueños de la colina.

—¿Y por qué no lo han hecho ya? —preguntó Harbert—. Sin duda porque no les conviene hacerlo. Por lo demás, también nosotros somos seis.

—Bueno, bueno —repuso Pencroff, a quien no podía convencer ningún razonamiento—. Dejemos a esa gente en sus ocupaciones y no pensemos en ellos..

—Vamos, Pencroff —dijo Nab—, no te hagas peor de lo que eres. Si uno de esos miserables estuviera aquí, delante de ti, al alcance de tu fusil, no le dispararías...

—Le tiraría como a un perro rabioso, Nab —contestó fríamente el marino.

—Pencroff —dijo entonces el ingeniero—, muchas veces ha manifestado gran deferencia a mis opiniones. ¿Quiere hacer lo mismo en esta ocasión?

—Haré lo que mande, señor Smith —contestó el marino, que, por lo demás, no se había convencido.

—Pues bien, esperemos sin atacar hasta que seamos atacados.

Tal fue la conducta que se acordó observar respecto a los piratas, aunque Pencroff no auguraba de ella nada bueno. No se los atacaría, pero se viviría alerta. Al fin y al cabo, la isla era grande y fértil. Si algún sentimiento de honradez quedaba en el fondo del alma de aquellos miserables, podrían enmendarse. ¿No estaba su interés bien entendido en emprender una vida nueva en las condiciones en que necesariamente tenían que vivir? En todo caso, aunque sólo fuera por humanidad, había que esperar. Los colonos no tenían ya como antes la facilidad de ir y venir por la isla sin desconfianza alguna. Hasta entonces no habían tenido que guardarse sino de las fieras, pero a la sazón, seis presidiarios, tal vez de la peor especie, vagaban por la isla. El hecho era grave, sin duda, y para personas menos valientes hubiera equivalido a perder la seguridad.

No importaba. Por el momento, los colonos tenían razón contra Pencroff. ¿La tendrían más adelante?

Los sucesos lo dirán.

6. Se interrumpe el telégrafo entre la dehesa y el Palacio de granito

La gran preocupación de los colonos por el momento era verificar la exploración completa de la isla, ya decidido, que tendría dos fines: descubrir el ser misterioso, cuya existencia no era ya discutible, y al mismo tiempo salar qué había sido de los piratas, el retiro que habían elegido, la vida que llevaban y lo que podía temerse de su parte.

Ciro Smith deseaba partir inmediatamente, pero la expedición debía durar muchos días y parecía conveniente cargar el carro con diversos efectos de campamento y utensilios que facilitaran la organización de las etapas. Ahora bien, en aquel momento, uno de los onagros, herido en la pata, no podía ser enganchado al carro; necesitaba unos días de descanso, y se creyó poder aplazar la partida para dentro de una semana, es decir, para el 20 de noviembre. En aquella latitud, corresponde al mes de mayo de las zonas boreales, era primavera. El sol entraba en el trópico de Capricornio y daba los días más largos del año.

La época debía ser completamente favorable para la expedición proyectada, expedición que, si no alcanzaba su principal objetivo, podía ser fecunda en descubrimientos, sobre todo desde el punto de vista de las producciones naturales, puesto que Ciro Smith se proponía explorar los espesos bosques del Far-West, que se extendían hasta el extremo de la península Serpentina.

Durante los nueve días que debían preceder al de la marcha, se convino en dar la última mano a las tareas de la meseta de la Gran Vista.

Sin embargo, Ayrton debía volver a la dehesa, donde los animales domésticos reclamaban sus cuidados. Se decidió que pasaría en ella dos días y no volvería al Palacio de granito hasta después de haber dejado ampliamente provistos los establos.

Cuando iba a marchar, Ciro Smith le preguntó si quería que uno le acompañase, indicándole que la isla no era tan segura como antes.

Ayrton respondió que no necesitaba compañía, que él bastaría para todo, y que, por lo demás, no temía nada. Si ocurría algún incidente en la dehesa o en los alrededores, avisaría inmediatamente a los colonos por un telegrama dirigido al Palacio de granito.

Ayrton partió el 9 al amanecer, llevándose el carro tirado por un solo onagro, y dos horas después el timbre eléctrico anunciaba que todo lo había encontrado en orden en la dehesa.

Durante aquellos dos días Ciro Smith se ocupó en un proyecto que debía poner el Palacio de granito al abrigo de toda sorpresa. Consistía en ocultar el orificio superior del antiguo desagüe, que estaba obstruido con cal y canto y medio oculto bajo hierbas y plantas, en el ángulo sur del lago Grant. Nada más fácil de llevar a cabo, puesto que bastaba volver a levantar dos o tres pies el nivel de las aguas del lago, que ocultarían por completo el orificio.

Para levantar este nivel, bastaba establecer un dique a las dos sangrías hechas al lago y por las cuales se alimentaban el arroyo de la Glicerina y el de la Gran Cascada. Ciro Smith animó a los colonos para este trabajo y en breve se levantaron los dos diques, que superaban de siete a ocho pies de anchura por tres de altura, y que fueron construidos con trozos de roca bien cimentados.

Terminado ese trabajo, era imposible sospechar que en la punta del lago existiese un conducto subterráneo, por el cual se escapaba en otro tiempo el sobrante de las aguas.

Huelga decir que no se obstruyó enteramente la pequeña derivación que servía para alimentar el receptáculo del Palacio de granito y hacer funcionar el ascensor. Aquel retiro, seguro y cómodo, podía desafiar toda sorpresa y todo golpe de mano.

Las obras quedaron rápidamente realizadas y Pencroff, Gedeón Spilett y Harbert tuvieron todavía tiempo de hacer una expedición hasta el puerto del Globo. El marino deseaba ardientemente saber si la pequeña ensenada, en cuyo fondo estaba anclado el
Buenaventura,
había sido visitada por los piratas.

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