Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
En toda la parte de la dehesa que separaba la casa del recinto de la empalizada no había ninguna comunicación telegráfica. Pero después de haber pasado la puerta, el ingeniero corrió derecho al primer poste y vio a la luz de un relámpago que un nuevo alambre bajaba desde el aislador a tierra.
—¡Aquí está! —dijo.
Aquel hilo seguía por el suelo, pero en toda su longitud estaba envuelto en una sustancia aislante como la que envuelve los cables submarinos, lo que aseguraba la libre transmisión de las corrientes eléctricas. Por su dirección parecía penetrar en los bosques y en los contrafuertes meridionales de la montaña; por consiguiente, corría hacia el oeste.
—¡Sigámoslo! —dijo Ciro Smith.
Guiados por la luz del farol y el resplandor de los relámpagos, los colonos se lanzaron por el camino trazado por el alambre. El tableteo del trueno era continuo y su violencia tal, que era imposible oír una palabra.
Por otra parte, no se trataba de hablar, sino de seguir adelante. Ciro Smith y sus compañeros empezaron a subir el contrafuerte que había entre el valle de la dehesa y el río de la Cascada, que atravesaron en su parte más estrecha. El alambre, unas veces tendido sobre las ramas bajas de los árboles, otras por el suelo, los guiaba.
El ingeniero había supuesto que el alambre se detendría en el fondo del valle y que allí estaría el retiro del desconocido. Pero no fue así. Hubo que subir el contrafuerte del sudoeste y descender después a aquella meseta árida terminada por la muralla de basaltos tan extrañamente amontonados. De cuando en cuando uno u otro de los colonos se agachaba, tocaba el alambre con la mano y rectificaba la dirección, si era necesario. No había duda que aquel hilo corría directamente hacia el mar. Allí, en alguna profundidad de las rocas ígneas, se abría la morada tan infructuosamente buscada hasta entonces.
El cielo era todo fuego. Un relámpago no esperaba al otro; chispas eléctricas caían sobre la cima del volcán y se precipitaban en el cráter en medio del humo espeso; en algunos instantes hubiera podido creerse que el monte proyectaba llamas.
A las once menos minutos, los colonos habían llegado a los altos peñascos que dominaban el océano al oeste. El viento se había levantado y la resaca mugía a quinientos pies más abajo. Ciro Smith calculó que sus compañeros y él habían recorrido una milla y media desde la dehesa.
En aquel punto el alambre pasaba entre las rocas, siguiendo la pendiente bastante ruda de un barranco estrecho y caprichosamente formado. Los colonos entraron por allí a riesgo de provocar algún hundimiento de rocas mal equilibradas y de ser precipitados al mar. El descenso era muy peligroso, pero no miraban el peligro, no eran dueños de sí mismos y una irresistible atracción les llevaba hacia aquel punto misterioso como el imán llama al hierro. Descendieron casi inconscientemente aquel barranco, que, en pleno día, hubieran considerado como impracticable.
Las piedras rodaban y resplandecían como bólidos inflamados, cuando atraviesan las zonas de luz. Ciro Smith iba a la cabeza y Ayrton cerraba la marcha: unas veces caminaban paso a paso, otras se deslizaban por la roca resbaladiza, luego se levantaban y continuaban su camino.
Por fin, el alambre, describiendo un ángulo brusco, tocó las rocas del litoral, verdadero semillero de escollos, que debían ser batidos por las grandes mareas. Los colonos habían llegado al límite inferior de la muralla basáltica. Encontraron un estrecho pasadizo, que corría horizontal y paralelamente al mar. El alambre lo seguía y por él entraron los colonos. No habían andado cien pasos, cuando el pasadizo, inclinándose hasta formar una pendiente moderada, llegaba así al nivel de las olas.
El ingeniero tomó el alambre y vio que se hundía en el mar. Sus compañeros, detenidos por él, estaban estupefactos. Un grito de decepción, casi de desesperación, se escapó de sus pechos. ¿Habría que precipitarse al mar en busca de una caverna submarina? En el estado de sobreexcitación moral y física en que se encontraban no hubieran vacilado en hacerlo. Sin embargo, una reflexión del ingeniero les detuvo.
Ciro Smith condujo a sus compañeros a una anfractuosidad de las rocas y les dijo:
—Esperemos. El mar está alto; cuando baje, el camino quedará abierto.
—Pero ¿qué le induce a creer...? —preguntó Pencroff.
—¡No nos hubiera llamado, si no pudiéramos llegar hasta él!
Ciro Smith había hablado con tal convicción, que nadie osó replicarle.
Su observación, por otra parte, era lógica y había que admitir que se abría al pie de la muralla una abertura practicable durante la marea baja, que las olas cubrían en aquel momento.
Todo se reducía a esperar algunas horas. Los colonos se metieron silenciosamente en una especie de pórtico abierto en una roca.
Empezaba a caer la lluvia, y en breve las nubes, desgarradas por el rayo, se convirtieron en torrente. Los ecos repercutían el estampido del trueno y le daban una sonoridad grandiosa. La emoción de los colonos era inmensa. Mil pensamientos extraños y sobrenaturales atravesaban su cerebro evocando alguna aparición grande y sobrehumana, única que habría podido corresponder a la idea que se habían formado del genio misterioso de la isla.
A las doce de la noche, Ciro Smith, llevándose el farol, descendió hasta el nivel de la playa, para observar la disposición de las rocas. Hacía dos horas ya que bajaba la marea. El ingeniero no se había equivocado: empezaba a sobresalir entre las aguas la bóveda de una vasta excavación. Allí, el alambre conductor, formando un recodo en ángulo recto, se introducía al interior.
Ciro Smith volvió al lado de sus compañeros y les dijo:
—Dentro de una hora la abertura será practicable.
—¿Luego existe? preguntó Pencroff.
—¿Lo dudaba usted? —repuso Ciro Smith.
—Pero esta caverna estará llena de agua hasta cierta altura —observó Harbert.
—O esta caverna está completamente seca —contestó Ciro Smith—, y entraremos a pie, o no lo está, y tendremos un medio de transporte a nuestra disposición.
Transcurrió una hora. Todos descendieron a la playa bajo la lluvia. En tres horas la marea había bajado quince pies y el arco trazado por la bóveda sobresalía sobre el nivel del piar ocho pies por lo menos. Era como el arco de un puente bajo el cual pasaban las olas cubiertas de espuma.
Al agacharse, el ingeniero vio un objeto negro, que flotaba en la superficie del mar, y lo atrajo hacia sí. Era una canoa, amarrada por una cuerda a una punta interior de la pared. Aquella canoa era de cobre trabajado con pernos y tenía en el fondo, bajo los bancos, los remos.
—¡Embarquemos! —dijo Ciro Smith.
Un instante después los colonos habían entrado en la canoa. Nab y Ayrton manejaban los remos, Pencroff iba al timón, Ciro Smith a proa, y el farol, puesto sobre la roda, alumbraba el camino.
La bóveda, muy baja, a través de la cual pasaba la canoa, se levantaba luego, pero la oscuridad era demasiado profunda y la luz del farol demasiado insuficiente, para que pudiera reconocerse la extensión de aquella caverna, su anchura, su elevación y profundidad. En aquella construcción subterránea y basáltica reinaba un silencio imponente.
Ningún ruido exterior penetraba en ella y los estallidos del trueno o del rayo no podían atravesar sus espesas paredes.
En algunos puntos del globo existen estas cavernas inmensas, especie de criptas naturales que se remontan a la época geológica. Unas están invadidas por las aguas del mar, otras contienen en sus entrañas lagos enteros. Tales son la gruta de Fingal en la isla de Staffa, una de las Hébridas; las de Margat, en la bahía de Douarnenez, en Bretaña; las Bonifacio, en Córcega; las de Lyse-Fjord, en Noruega, y, en fin, la inmensa caverna de Mammuth, en Kentucky, de quinientos pies de altura y de más de veinte millas de longitud. En muchos puntos del globo la naturaleza ha abierto esas criptas y las ha conservado para admiración de los hombres.
Respecto a la que exploraban los colonos, ¿se extendía hasta el centro de la isla? Hacía un cuarto de hora que navegaba la canoa siguiendo las indicaciones del ingeniero, cuando éste gritó:
—¡Más a la derecha!
La embarcación, modificando su rumbo, vino a rozar la pared de la derecha. El ingeniero quería, con razón, reconocer si el alambre continuaba a lo largo de aquella pared. El alambre estaba allí sujeto a las puntas salientes de las rocas.
—¡Adelante! —volvió a decir Ciro Smith.
Los dos remos, sumergiéndose en las oscuras aguas, pusieron de nuevo en movimiento la embarcación.
Así continuaron por espacio de otro cuarto de hora: desde la abertura de la caverna debían haber recorrido al menos media milla, cuando se oyó de nuevo la voz de Ciro Smith que gritó:
—¡Alto!
La canoa se detuvo y los colonos observaron una viva luz, que iluminaba la enorme cripta tan profundamente abierta en las entrañas de la isla. Entonces pudieron ver aquella caverna, cuya existencia nadie hubiera sospechado.
A una altura de cien pies se redondeaba una bóveda sostenida por columnas de basalto, que parecían haber sido fundidas en el mismo molde. Arcos irregulares, molduras caprichosas se apoyaban sobre aquellas columnas, que la naturaleza había levantado en las primeras épocas de la formación del globo. Los fustes basálticos, encajados uno en otro, medían de cuarenta a cincuenta pies de altura, y el agua, mansa y tranquila, cualesquiera que fuesen las agitaciones exteriores, bañaba sus bases. El resplandor del foco de luz visto por el ingeniero, apoderándose de cada arista prismática y sembrándolas de puntos luminosos, penetraba, por decirlo así, en las paredes como si hubieran sido diáfanas y transformaba en otros tantos carbunclos resplandecientes las menores puntas del subterráneo.
A consecuencia de un fenómeno de reflexión, el agua presentaba en su superficie esta diversidad de brillo, de suerte que la canoa flotaba entre dos zonas resplandecientes. No podía haber duda sobre la naturaleza de la irradiación proyectada por el centro luminoso, cuyos rayos claros y rectilíneos se quebraban en todos los ángulos y en todas las molduras de la cripta. Aquella luz procedía de un foco eléctrico y su color blanco dejaba adivinar su origen. Allí estaba el sol de aquella caverna y la llenaba toda.
A una señal de Ciro Smith cayeron los remos en el agua haciendo saltar una verdadera lluvia de carbunclos y la canoa se dirigió hacia el foco luminoso y se encontró en seguida a medio cable de distancia.
En aquel sitio la ancha sábana de agua medía unos trescientos cincuenta pies y se podía ver más allá del centro resplandeciente un enorme muro basáltico, que cerraba la salida por aquel lado. La caverna se había ensanchado considerablemente y el mar formaba en ella un pequeño lago. Pero la bóveda, las paredes laterales y la del fondo, todos aquellos prismas, todos aquellos cilindros, todos aquellos conos estaban bañados en el fluido eléctrico hasta parecer que su resplandor nacía de ellos, hubiera podido decirse que sudaban luz aquellas piedras talladas como diamantes de gran precio.
En el centro del lago flotaba sobre la superficie de las aguas, inmóvil y silencioso, un enorme objeto fusiforme. El resplandor que proyectaba salía por sus costados como por dos bocas de horno que hubiesen sido caldeadas al rojo blanco. Aquel aparato parecía el cuerpo de un enorme cetáceo, tenía unos doscientos cincuenta pies de longitud y se elevaba diez o doce pies sobre el nivel del mar.
La canoa se acercó a él lentamente. Ciro Smith se había levantado y, puesto en la proa, miraba poseído de una violenta agitación. Luego, de repente, asiendo el brazo del periodista, exclamó:
—¡Es él, tiene que ser él!
Después se dejó caer sobre el banco de la canoa, murmurando un nombre que sólo fue oído por Gedeón Spilett.
Sin duda el periodista conocía aquel nombre, porque produjo en él un efecto prodigioso y respondió con voz sorda:
—¡El! ¡Un hombre fuera de la ley!
—¡El! —dijo Ciro Smith.
Por orden del ingeniero, la canoa se acercó al singular aparato flotante por el costado izquierdo, del cual se escapaba un haz luminoso a través de una espesa vidriera. Ciro Smith y sus compañeros subieron sobre la plataforma. Vieron una carroza abierta y entraron por la abertura. Al extremo inferior de la escalera se dibujaba un callejón interior iluminado eléctricamente y, al final, se abría una puerta que Ciro Smith empujó.
Una sala ricamente adornada, que atravesaron rápidamente los colonos, confinaba con una biblioteca, cuyo techo luminoso vertía un torrente de luz. El ingeniero abrió una ancha puerta, que había en el fondo de la biblioteca. Un vasto salón, especie de museo, donde estaban acumuladas, con todos los tesoros de la naturaleza mineral, obras de arte y maravillas de la industria, apareció a los ojos de los colonos, que debieron creerse entonces trasladados por un hada al mundo de los sueños. Tendido en un rico diván, vieron a un hombre que no parecía darse cuenta de su presencia. Entonces Ciro Smith levantó la voz y, con gran sorpresa de sus compañeros, pronunció estas palabras:
—Capitán Nemo, nos ha mandado venir y aquí estamos.
Al oír estas palabras, el hombre tendido en el sofá se levantó y vieron su rostro: cabeza magnífica, frente elevada, mirada altiva, barba blanca, cabellera abundante y echada hacia atrás.
Aquel hombre se apoyó con la mano en el respaldo del diván, de donde acababa de levantarse; su mirada era tranquila; una enfermedad lenta le había consumido poco a poco, pero su voz parecía fuerte todavía, cuando dijo en inglés y en tono que anunciaba gran sorpresa:
—No tengo nombre, señor mío.
—Yo le conozco a usted —contestó Ciro Smith.
El capitán Nemo fijó su mirada ardiente sobre el ingeniero, como si hubiera querido aniquilarlo. Después, cayendo sobre los almohadones del diván, murmuró:
—¿Qué importa? De todos modos voy a morir.
Ciro Smith se acercó al capitán Nemo y Gedeón Spilett tomó su mano, que encontró ardiendo. Ayrton, Pencroff, Harbert y Nab se mantenían respetuosamente a distancia en un ángulo de aquel magnífico salón, cuyo aire estaba saturado de efluvios eléctricos.
El capitán Nemo retiró inmediatamente su mano e hizo señas al ingeniero y al periodista de que se sentaran.
Todos lo miraban con verdadera emoción. Tenían delante “el genio de la isla”, el ser poderoso cuya intervención en tantas circunstancias había sido tan eficaz, el bienhechor a quien debían tanta gratitud. Ante sus ojos no tenían más que un hombre en vez del semidiós que habían creído hallar Pencroff y Nab, y aquel hombre estaba moribundo.