Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Unos cuantos golpes de remo llevaron a los colonos a la desembocadura del río de la Merced. Sacaron a la playa la canoa, acercándola a las Chimeneas, y todos se dirigieron hacia la escalera del Palacio de granito.
Pero en aquel momento
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ladró y Nab, que buscaba el primer tramo, dio un grito.
La escalera había desaparecido.
Ciro Smith se había detenido sin decir una palabra. Sus compañeros buscaron en la oscuridad, por el suelo y por las paredes de granito, por si la escalera se había desprendido o el viento la había sacado de su lugar..., pero la escalera había desaparecido. Reconocer si una ráfaga de aire la había levantado hasta la cornisa, era imposible en aquella profunda oscuridad.
—Si es broma —exclamó Pencroff—, me parece de muy mal género. Llegar uno a su casa y no encontrar escalera para subir a su cuarto no es cosa de risa para quien está cansado.
Nab también se quejaba.
—Sin embargo, no hace viento —observó Harbert.
—Comienzo a convencerme de que pasan cosas singulares en la isla Lincoln —dijo Pencroff.
—¡Singulares! —repitió Gedeón Spilett—. No, Pencroff, nada más natural: alguien ha venido durante nuestra ausencia, ha tomado posesión de la casa y ha retirado la escalera.
—¡Alguien! —exclamó el marino—. ¿Quién?
—El cazador del grano de plomo —contestó el corresponsal—. ¿De qué nos servirá si no pudiera explicar nuestra desdichada aventura?
—Pues bien —dijo Pencroff, soltando un remo, pues la impaciencia se iba apoderando de él—, si hay alguien allí arriba, voy a hablarle y será mejor que conteste.
Y con voz de trueno, el marino lanzó un "¡Ah!" prolongado que fue repetido con fuerza por el eco.
Los colonos escucharon con atención y creyeron oír a la altura del Palacio de granito una especie de risa mal contenida, cuyo origen no era posible conocer. Pero ninguna voz respondió al marino, el cual volvió a llamar tan vigorosa como inútilmente.
Realmente lo que sucedía era más que suficiente para dejar estupefactos a los hombres más indiferentes del mundo, y los colonos no podían ser indiferentes en aquella ocasión. En la situación en que se hallaban, todo incidente era grave, y en verdad que desde que habían llegado a la isla, hacía siete meses, ninguno se había presentado con carácter tan sorprendente.
De todos modos, olvidando su cansancio y dominados por la singularidad del suceso, permanecían al pie del Palacio de granito, no sabiendo qué pensar ni qué hacer, interrogándose sin poderse responder satisfactoriamente y formando hipótesis sobre hipótesis a cual más inadmisibles. Nab se quejaba de no poder volver a entrar en la cocina, sobre todo porque las provisiones del viaje estaban agotadas y no había medio de renovarlas en aquel momento.
—Amigos —dijo Ciro Smith—, no tenemos más remedio que esperar el día y haremos lo que las circunstancias nos aconsejen. Y, para esperar, vamos a las Chimeneas, donde estaremos al abrigo de la intemperie, y si no podemos cenar, al menos podremos dormir.
—Pero ¿quién es el
sinvergüenza
que nos ha jugado esa mala pasada? —preguntó otra vez Pencroff, que no podía resignarse con lo sucedido.
Cualquiera que fuese el
sinvergüenza
, lo único que había que hacer, como había dicho el ingeniero, era refugiarse en las Chimeneas y esperar el día. Sin embargo, se dio orden a
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de quedarse bajo las ventanas del Palacio de granito, y, cuando
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recibía una orden, la ejecutaba sin hacer la menor observación. El excelente perro permaneció, pues, al pie del muro, mientras su amo y sus compañeros se refugiaban en las rocas.
Decir que los colonos, a pesar de su cansancio, durmieron bien sobre la arena de las Chimeneas, sería alterar la verdad. No sólo sentían ansiedad por saber la importancia del nuevo incidente, ya fuese resultado de una casualidad, cuyas causas naturales aparecerían al llegar el día, ya, por el contrario, fuese obra de un ser humano, sino que también tenían una cama demasiado dura, comparada con aquellas a que estaban acostumbrados. De todos modos, de una u otra suerte, su casa estaba ocupada en aquel momento y no podían entrar en ella.
Ahora bien, el Palacio de granito era más que su morada, era su depósito y su tesoro. Allí estaba todo el material de la colonia, armas, instrumentos, útiles, municiones, reservas de víveres, etc.; y si todo esto era saqueado, los colonos tendrían que volver a sus trabajos de arreglo, de fabricación de armas y de instrumentos. Así, cediendo a la inquietud, unos y otros salían a cada instante para ver si
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hacía bien el centinela. Sólo Ciro Smith esperaba con su paciencia habitual, aunque su razón tenaz se exasperaba al verse frente a un hecho absolutamente inexplicable y se indignaba pensando que en torno suyo, y tal vez sobre su cabeza, se ejercía una influencia a la cual no podía dar un nombre.
Gedeón Spilett era de la misma opinión y ambos conversaron muchas veces, aunque a media voz, acerca de las circunstancias incomprensibles que desafiaban su perspicacia y su experiencia. Había seguramente un misterio en aquella isla, ¿cómo penetrarlo?
Harbert tampoco sabía qué pensar y hubiera interrogado de buena gana a Ciro Smith.
En cuanto a Nab, concluyó pensando que todo aquello no era de su incumbencia, sino de la de su amo; y si no hubiera temido ofender a sus compañeros, habría dormido aquella noche tan bien como si hubiese reposado sobre la cama del Palacio de granito. El que estaba furioso era Pencroff, y con razón.
—Es una broma —decía—, una broma que nos han jugado. Pero a mí no me gustan bromas tan pesadas, y pobre del bromista, si cae en mis manos.
Cuando aparecieron las primeras claridades del alba, los colonos, convenientemente armados, bajaron a la playa y se situaron en la línea de los arrecifes. El Palacio de granito, expuesto directamente al sol levante, no debía tardar en estar alumbrado por las luces del alba, y, en efecto, hacia las cinco, las ventanas, cuyos postigos estaban cerrados, aparecieron a través de sus cortinas de follaje.
Por aquella parte todo estaba en orden, pero un grito se escapó del pecho de los colonos, cuando vieron abierta de par en par la puerta que habían dejado cerrada al marcharse. Alguien se había introducido en el Palacio de granito, no había duda.
La escalera superior, ordinariamente tendida desde la cornisa de la puerta, estaba en su lugar; pero la escalera inferior había sido retirada y levantada hasta el umbral de la puerta. Era evidente que los intrusos habían logrado ponerse al abrigo de toda sorpresa.
En cuanto a reconocer su especie y su número, no era posible, pues ninguno de ellos se mostraba por ninguna parte.
Pencroff llamó de nuevo. No obtuvo respuesta.
—¡Miserables! —exclamó el marino—. ¡Duermen tranquilamente, como si estuvieran en su casa! ¡Piratas, bandidos, corsarios, hijos de John Bull!
Cuando Pencroff, que era norteamericano, llamaba a alguno
hijo de John Bull,
había llegado al límite del insulto.
En aquel momento se iluminó el Palacio de granito bajo los rayos del sol; pero en el interior, como en el exterior, todo estaba mudo y en calma.
Los colonos se preguntaban si el Palacio de granito estaba ocupado o no; sin embargo, la posición de la escalera lo demostraba suficientemente, y hasta era seguro que los ocupantes, cualesquiera que fuesen, no habían podido huir. Pero ¿cómo llegar hasta ellos?
Harbert tuvo entonces la idea de atar una cuerda a una flecha y lanzar ésta de manera que fuese a parar entre los primeros barrotes de la escalera, que pendía del umbral de la puerta. Entonces, mediante la cuerda, podría desarrollarse la escalera hasta llegar a tierra y restablecer la comunicación con el Palacio de granito. No había otro medio mejor, y con un poco de destreza la idea de Harbert podía tener buen éxito. Por fortuna tenían arcos y flechas en un corredor de las Chimeneas, donde se hallaban también algunas docenas de brazas de una cuerda ligera de hibisco. Pencroff desarrolló la cuerda y ató a un extremo una flecha bien emplumada. Después Harbert, colocando la flecha en su arco, apuntó con cuidado a la extremidad colgante de la escalera.
Ciro Smith, Gedeón Spilett, Pencroff y Nab se habían retirado hacia atrás para observar mejor lo que pasaba en las ventanas del Palacio de granito; el periodista se había echado la carabina a la cara y apuntaba a la puerta.
Tendió el arco, silbó la flecha llevando consigo la cuerda, y fue a parar entre los dos últimos tramos de la escalera. La operación había tenido el resultado deseado.
Inmediatamente Harbert se apoderó del otro extremo de la cuerda, pero, en el momento en que daba el tirón para hacer caer la escalera, un brazo, pasando entre el muro y la puerta, la asió y la introdujo toda entera dentro del Palacio de granito.
—¡Triple mendigo! —exclamó el marino—, si una bala puede hacer tu felicidad, no esperarás mucho.
—¿Qué es eso? —preguntó Nab.
—¡Cómo! ¿No lo has visto?
—No.
—¡Pues un mono, un macaco, un sapajú, un orangután, un babuino, un gorila, un simio! Nuestra morada ha sido invadida por monos que han trepado por la escala durante nuestra ausencia.
Y en aquel momento, como para dar razón al marino, tres o cuatro cuadrumanos se asomaron a las ventanas, después de haber abierto los postigos, y saludaron con mil gestos y contorsiones a los verdaderos propietarios de la casa.
—Ya sabía yo que era una broma —exclamó Pencroff—, pero un bromista pagará por todos.
El marino se echó a la cara el fusil, apuntó a uno de los monos y disparó. Todos desaparecieron, menos uno, que, mortalmente herido, fue precipitado sobre la playa.
Aquel mono de gran tamaño pertenecía al primer orden de los cuadrumanos, sin duda alguna. Ya fuese un chimpancé, un orangután, un gorila o un gibón, debía ser clasificado entre esos antropomorfos, llamados así a causa de su semejanza con los individuos de la raza humana. Por lo demás, Harbert declaró que era un orangután, y el joven era un experto en zoología.
—¡Magnífico animal! —exclamó Nab.
—Todo lo magnífico que tú quieras —contestó Pencroff—, pero no veo cómo vamos a entrar en nuestra casa.
—Harbert es buen tirador —dijo el corresponsal— y tiene arco. Que repita...
—¡Bah!, esos monos son muy ladinos —exclamó Pencroff—; no volverán a asomarse a las ventanas y no podremos matarlos. Cuando pienso en los estragos que pueden hacer en la habitación, en el almacén...
—¡Paciencia! —respondió Ciro Smith—. Esos animales no pueden tenernos largo tiempo en jaque.
—No diré yo tanto hasta que los vea en tierra —replicó el marino—. Ante todo, ¿sabe usted, señor Ciro, cuántas docenas de esos bromistas hay allí arriba?
Habría sido difícil responder a Pencroff. En cuanto a repetir la tentativa del joven era casi imposible, porque el extremo inferior de la escalera había sido retirado al interior y, cuando el joven tiró otra vez la cuerda, ésta se rompió y la escalera no cayó.
La situación era realmente embarazosa. Pencroff no cesaba de gruñir y, aunque el caso tenía cierto lado cómico, él, por su parte, no le encontraba gracia. Era evidente que los colonos acabarían por recobrar su domicilio y arrojar de él a los intrusos, ¿pero cuándo y cómo? Esto es lo que no habrían podido decir.
Pasaron dos horas, durante las cuales los monos evitaron asomarse a las ventanas y a la puerta, continuaban allí, y por tres o cuatro veces se vio atravesar, ya un hocico, ya una pata, que fueron saludados a tiros.
—Ocultémonos —dijo el ingeniero—. Tal vez los monos crean que nos hemos marchado y se dejarán ver. Spilett y Harbert se quedarán detrás de las rocas y dispararán sobre todo lo que se presente.
Las órdenes del ingeniero fueron ejecutadas y, mientras el periodista y Harbert, los más hábiles tiradores de la colonia, se apostaban mirando las ventanas, pero fuera de la vista de los monos, Nab, Pencroff y Ciro Smith subieron a la meseta superior y entraron en el bosque para matar alguna cosa, pues la hora del almuerzo había llegado y no tenían víveres de ninguna especie. Al cabo de media hora volvieron los cazadores con algunas palomas torcaces, que asaron. No se había vuelto a ver ningún mono.
Gedeón Spilett y Harbert acudieron a tomar parte en el almuerzo, mientras
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hacía centinela bajo la ventana y, cuando almorzaron, volvieron a su puesto.
Dos horas después la situación no se había modificado. Los cuadrumanos no daban señales de vida, como si hubiesen desaparecido, aunque lo más probable era que, asustados por la muerte de uno de ellos y espantados por las detonaciones de las armas, estuviesen escondidos en algún rincón de los cuartos del Palacio de granito o tal vez en el mismo almacén; y cuando los colonos pensaban en las riquezas que aquel almacén contenía, la paciencia, tan recomendada por el ingeniero, degeneraba en violenta irritación, irritación que, francamente hablando, no dejaba de ser justificada.
—Esto es estúpido —dijo al fin el periodista—; es justo que concluya.
—Y, sin embargo, lo primero es hacer salir de ahí a esos tunantes —exclamó Pencroff—. Ya los echaremos, aunque sean veinte; hay que combatirlos cuerpo a cuerpo. ¿No habrá ningún medio de llegar hasta ellos?
—Sí, hay uno —contestó el ingeniero, al cual acababa de ocurrírsele una idea.
—¿Uno? —dijo Pencroff—. Ese es bueno a falta de otro. Pero ¿cuál es?
—Bajaremos al Palacio de granito por el antiguo desagüe del lago —contestó el ingeniero.
—¡Ah, mil diablos! —exclamó el marino—. ¡Y no haber pensado yo en eso antes!
Era el único medio de penetrar en el Palacio de granito para combatir de cerca a los monos y expulsarlos. El orificio del desagüe estaba cerrado con un muro de piedras cimentadas por argamasa, que habría que romper, pero después podría recomponerse. Por fortuna Ciro Smith no había efectuado todavía su proyecto de disimular aquella entrada sumergiéndola bajo las aguas del lago, porque en tal caso la operación hubiera exigido más tiempo.
Eran ya más de las doce de la mañana, cuando los colonos, bien armados y provistos de picos y azadones, salieron de las Chimeneas, pasaron bajo las ventanas del Palacio de granito, después de haber mandado a
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que continuase en su puesto, y se prepararon a subir por la orilla izquierda del río de la Merced hasta la meseta de la Gran Vista.