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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (33 page)

El almuerzo terminó pronto y a las once y media Ciro Smith dio la señal de marcha. En vez de recorrer la arista de una alta roca o una playa de arena, tuvieron los colonos que seguir la linde de los árboles, ya que éstos formaban el litoral.

La distancia entre el río de la Cascada y el promontorio del Reptil era de doce millas poco más o menos. En cuatro horas, por una playa practicable, los colonos podrían haberla recorrido sin apresurarse mucho, pero necesitaron doble tiempo, porque a cada paso interrumpían su marcha árboles que les obligaban a desviarse, bejucos que tenían que romper, maleza que debían cortar, obstáculos y rodeos que alargaban considerablemente el camino.

A pesar de todo, nada encontraron que revelase un naufragio reciente en aquel sitio. Es verdad, como observó Gedeón Spilett, que el mar había podido arrastrarlo todo a su seno y que por el hecho de no encontrarse vestigio alguno, no podía deducirse que no hubiera sido arrojado ningún buque a la costa occidental de la isla Lincoln.

El razonamiento del periodista era justo y por otra parte el incidente del grano de plomo probaba de manera irrecusable que tres meses antes, al máximo, se había disparado un tiro de fusil en la isla.

Eran las cinco de la tarde y los colonos estaban todavía a dos millas del extremo de la península Serpentina. Indudablemente después de llegar al promontorio del Reptil, Ciro Smith y sus compañeros no tendrían tiempo de volver antes de anochecer al campamento establecido junto a las fuentes del río de la Merced; de aquí la necesidad de pasar la noche en el promontorio mismo. Pero no faltaban provisiones, circunstancia afortunada, pues no habían visto los colonos caza alguna en la linde por donde caminaban, que al fin y al cabo no era más que una costa. Pululaban por el contrario en ella las aves, jacamaras, curucús, tragopanes, tetraos, loros, cacatúas, faisanes, palomas y cien otras especies. No había árbol que no tuviera nido, ni nido donde no aletearan las avecillas.

Hacia las siete de la tarde, los colonos, abrumados de cansancio, llegaron al promontorio del Reptil, especie de voluta extraña destacada sobre el mar. Allí concluía el bosque que formaba la ribera de la península, y el litoral en toda la parte sur recobraba su aspecto acostumbrado de costa, con sus rocas, sus arrecifes y su playa arenosa.

Era posible que un buque desamparado hubiera venido a chocar en aquel sitio, pero iba entrando la noche y era preciso dejar la exploración para el día siguiente.

Pencroff y Harbert se apresuraron a acondicionar un sitio para establecer el campamento. Los últimos árboles de los bosques del Far-West venían a morir en aquella punta y, entre ellos, el joven observó varios bosquecillos espesos de bambúes.

—¡Caramba! —exclamó el muchacho—, éste sí que es un descubrimiento precioso.

—¿Precioso? —preguntó Pencroff.

—Sin duda —repuso Harbert—. Debes saber, Pencroff, que la corteza de bambú, cortada en tiras flexibles, sirve para hacer cestas y canastillos; que, reducida a pasta y macerada, sirve para hacer el papel de China; que los tallos, según su grueso, dan bastones, tubos de pipa y conductos para las aguas; que los grandes bambúes constituyen excelentes materiales de construcción, ligeros, sólidos y libres de insectos, que nunca los atacan. Además, serrando los bambúes junto a los nudos y conservando el tabique transversal que forma cada nudo, se obtienen vasos sólidos y cómodos, que se usan mucho entre los chinos. Pero nada de esto te interesaría...

—¿Por qué?

—Porque sí, pero añadiré que en India se comen los bambúes a guisa de espárragos.

—¡Espárragos de treinta pies! —exclamó el marino—. ¿Y son buenos?

—Excelentes —contestó Harbert—; sólo que no son los tallos de treinta pies los que se comen, sino los tiernos renuevos.

—¡Perfectamente, hijo mío, perfectamente! —dijo Pencroff.

—Además, la médula de esos renuevos, conservados en vinagre, forma un condimento muy apreciado.

—Mejor que mejor, Harbert.

—Y, en fin, esos bambúes exudan entre sus nudos un licor azucarado, del cual puede hacerse una bebida muy agradable.

—¿Y nada más? —preguntó el marino.

—Nada más.

—¿Y, por casualidad, eso no se fuma?

—Eso no se fuma, amigo Pencroff.

Harbert y el marino no tardaron en encontrar un sitio para pasar la noche. Las rocas de la playa, muy divididas, porque debían hallarse violentamente azotadas por el mar bajo la influencia de los vientos del sudoeste, presentaban cavidades que les permitirían dormir al abrigo de la intemperie. Pero en el momento en que se disponían a penetrar en una de aquellas grietas, les detuvieron unos rugidos.

—¡Atrás! —exclamó Pencroff—. No tenemos más que perdigones en los fusiles, y los perdigones para animales como los que se oyen rugir serían como granos de sal.

El marino, asiendo a Harbert por el brazo, le llevó al abrigo de las rocas en el momento en que un magnífico animal se mostró en la boca de la caverna.

Era un jaguar del tamaño de sus congéneres de Asia, es decir, que medía más de cinco pies, desde el extremo de la cabeza hasta el nacimiento del rabo. Su pelaje leonado, rayado de manchas negras regularmente espaciadas, contrastaba con el pelo blanco de su vientre.

Harbert reconoció en él a ese feroz rival del tigre, mucho más temible que el cuguar, rival del lobo.

El jaguar dio un paso, miró en torno suyo, con el pelo erizado y la vista encendida, como si no fuera aquélla la primera vez que veía al hombre.

En aquel momento el periodista doblaba las altas rocas, y Harbert, creyendo que no había visto al jaguar, hizo un movimiento para lanzarse hacia él; pero Gedeón Spilett le detuvo haciéndole una seña con la mano y continuó adelante. No era el primer tigre que encontraba, y, llegando hasta diez pasos del animal, se quedó inmóvil después de haberse echado la carabina a la cara y sin que se alterase ninguno de sus músculos.

El jaguar se recogió sobre sí mismo y saltó sobre el cazador; pero en aquel momento una bala le hirió entre los dos ojos y cayó muerto.

Harbert y Pencroff se precipitaron hacia el jaguar. Nab y Ciro Smith acudieron también y permanecieron por algunos momentos contemplando el animal tendido en el suelo, cuya magnífica piel debía servir de adorno en el salón del Palacio de granito.

—¡Señor Spilett, le admiro y le envidio! —exclamó Harbert en un acceso de entusiasmo muy natural.

—Gracias, muchacho —dijo el periodista—, pero tú hubieras hecho otro tanto.

—¿Yo? No tendría semejante serenidad.

—Figúrate que un jaguar es una liebre y le tiras lo más tranquilamente que se puede tirar.

—¡Claro! —respondió Pencroff—; todo consiste en figurarse eso.

—Y ahora —dijo Gedeón Spilett—, puesto que el jaguar ha abandonado su cueva, no veo inconveniente, amigos, en que la ocupemos por esta noche.

—¡Pero pueden venir otros! —dijo Pencroff.

—Bastará encender una hoguera a la entrada de la caverna —dijo el corresponsal— y no se atreverán a asomarse a la boca.

—¡Vamos, a la casa de los jaguares! —dijo el marino arrastrando en pos de sí el cadáver del animal.

Los colonos se dirigieron a la cueva abandonada y, mientras Nab desollaba el jaguar, sus compañeros amontonaban a la entrada gran cantidad de leña seca, que les suministró el bosque.

Ciro Smith vio entonces el bosquecillo de bambúes y cortó una buena cantidad, con la que aumentó el combustible de la hoguera. Hecho esto, se instalaron todos en la gruta, cuya arena estaba sembrada de huesos de animales. Cargaron las armas, para el caso de una agresión repentina; se cenó y, cuando llegó el momento de descansar, se dio fuego al montón de leña apilado a la entrada de la caverna.

Inmediatamente estallaron unas detonaciones en el aire. Eran los bambúes, que chisporroteaban como fuegos artificiales. Aquel ruido habría bastado para espantar a las fieras más audaces.

Ese medio de producir vivas detonaciones no era invención de Ciro, porque, según Marco Polo, los tártaros lo empleaban desde hace siglos para alejar de sus campamentos las fieras del Asia central.

5. Encuentran el globo y síntomas de que hay alguien

Ciro Smith y sus compañeros durmieron como inocentes lirones en la caverna que el jaguar tan cortésmente les había cedido.

Al salir el sol, todos estaban en la orilla del mar, al límite del promontorio, y sus miradas se dirigieron de nuevo al horizonte, que era visible en las dos terceras partes de su circunferencia. Por última vez el ingeniero pudo cerciorarse de que ninguna vela, ningún casco de buque aparecían en el mar; ni con el catalejo pudo descubrir en toda la extensión a que alcanzaba punto alguno sospechoso. Nada había en el litoral, al menos en la parte rectilínea que formaba la costa sur del promontorio en una longitud de tres millas, porque más allá una escotadura del terreno ocultaba el resto de la costa. Aun desde el extremo de la península Serpentina no podía divisarse el cabo de la Garra, oculto por altas rocas.

Quedaba por explorar la orilla meridional de la isla. Ahora bien, ¿debería emprenderse inmediatamente esta exploración dedicando a ella aquel día, 2 de noviembre? Esto no entraba en el proyecto primitivo. En efecto, cuando los colonos dejaron la piragua en las fuentes del río de la Merced, convinieron en que, después de haber examinado la costa oeste, volverían por ella y regresarían por el río al Palacio de granito. Ciro creía entonces que la costa occidental podría ofrecer refugio a un buque en peligro o a una embarcación cualquiera, pero, visto que aquel litoral no presentaba ningún punto de desembarco, había que buscar en el sur de la isla lo que no se había encontrado en el oeste.

Gedeón Spilett propuso continuar la exploración para resolver la cuestión del presunto naufragio y preguntó a qué distancia podía hallarse el cabo de la Garra del extremo de la Península.

—A unas treinta millas —contestó el ingeniero—, teniendo en cuenta las curvas de la costa.

—¡Treinta millas! —repuso Gedeón Spilett—. Un día. Sin embargo, opino que debemos volver al Palacio de granito siguiendo la costa del sur.

—Pero —observó Harbert—, desde el cabo de la Garra al Palacio de granito hay que contar otras diez millas por lo menos.

—Pongamos cuarenta millas en todo —dijo el periodista—. No importa, hay que recorrerlas. Así examinaremos ese litoral desconocido y no tendremos que volver a empezar la exploración.

—Justo —dijo Pencroff—, pero ¿y la piragua?

—La piragua, ya que se ha quedado sola durante un día en el nacimiento del río de la Merced, bien podrá permanecer dos. Hasta ahora no podemos decir que la isla está infestada de ladrones.

—Sin embargo —repuso el marino—, cuando me acuerdo de la jugarreta que nos hizo la tortuga, no las tengo todas conmigo.

—¡La tortuga! ¡La tortuga! —repitió el corresponsal—. ¿No sabe usted que el mar la volvió a su posición natural?

—¡Vaya usted a saber! —murmuró el ingeniero.

—Pero... —dijo Nab.

El negro tenía algo que decir, porque abría la boca para hablar, aunque no profería palabra.

—¿Qué te ocurre, Nab? —le preguntó el ingeniero.

—Digo que, si volvemos por la orilla hasta el cabo de la Garra —contestó Nab—, después de doblar el cabo nos encontraremos detenidos...

—¡Por el río de la Merced! En efecto —dijo Harbert—, y no tendremos ni puente ni barca para atravesarlo.

—No importa —observó Pencroff—, con unos cuantos troncos flotantes pasaremos el río. —De todos modos —dijo Gedeón Spilett—, habrá que construir un puente, si queremos tener un acceso fácil para el Far-West.

—¡Un puente! —exclamó Pencroff—; ¡gran cosa! ¿El señor Smith no es ingeniero de profesión? El nos hará un puente, cuando queramos; entretanto yo me encargo de trasladar a todos al otro lado del río de la Merced sin mojar una hilacha de la ropa de nadie. Aún tenemos víveres para un día y es todo lo que necesitamos, además que no nos faltará caza hoy, como no nos ha faltado ayer. ¡En marcha!

La proposición del corresponsal, vivamente sostenida por el marino, obtuvo la aprobación general, porque todos deseaban con ardor disipar sus dudas y, regresando por el cabo de la Garra, la exploración se completaba. Pero no había tiempo que perder, porque una etapa de cuarenta millas era larga, y no era posible llegar al Palacio de granito antes que anocheciera.

A las seis de la mañana la caravana se puso en marcha. En previsión de algún mal encuentro de animales de dos o cuatro pies, se cargaron los fusiles con bala.
Top,
que debía abrir la marcha, recibió orden de registrar la linde del bosque.

La costa, a partir del extremo del promontorio que formaba la cola de la península, se redondeaba por espacio de cinco millas, distancia que fue rápidamente recorrida sin que las investigaciones más minuciosas revelaran el menor vestigio de desembarco antiguo ni reciente, ni presentara un resto cualquiera de buque, ni de campamentos, ni cenizas de hoguera encendida, ni huella de pie humano.

Cuando llegaron los colonos al ángulo donde terminaba la curva para seguir la dirección nordeste formando la bahía de Washington, pudieron abarcar con la vista el litoral sur de la isla en toda su extensión. A veinticinco millas de aquel punto, la costa terminaba en el cabo de la Garra, que apenas se divisaba entre la bruma de la mañana y que, por un fenómeno de espejismo, parecía que estaba suspendido entre la tierra y el agua. Entre el sitio que ocupaban los colonos y el centro de la inmensa bahía la costa se componía primero de una extrema playa muy unida y muy llana, bordeada en segundo término de una fila de árboles; después, haciéndose muy irregular, proyectaba puntas agudas de rocas cubiertas por el mar, y en fin, venía una acumulación pintoresca y desordenada de rocas negruzcas, que terminaba en el cabo de la Garra.

Tal era el desarrollo de aquella parte de la isla, que los exploradores veían por primera vez y que recorrieron con la mirada después de haber descansado un instante.

—¡Un buque que se metiera aquí sin precaución —dijo Pencroff—, se perdería irremisiblemente! ¡Bancos de arena se prolongan hasta el mar, y, más lejos, escollos! ¡Mal paraje!

—Pero al menos quedaría algo de ese buque —observó el periodista.

—Pedazos de madera en los arrecifes, pero nada en la arena —dijo el marino.

—¿Por qué? Porque estas arenas, más peligrosas todavía que las rocas, se tragan todo lo que se les echa, y pocos días bastan para que el casco de un buque de muchos centenares de toneladas desaparezca en ellas enteramente.

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