La isla misteriosa (32 page)

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Authors: Julio Verne

Se conocía que el fondo iba subiendo poco a poco y que no estaba lejos el momento en que la canoa tuviera que detenerse por falta de agua. El sol declinaba al horizonte y proyectaba sobre el suelo la sombra desmesurada de los árboles. Ciro Smith, viendo que sería imposible llegar de día a la costa occidental de la isla, resolvió acampar en el sitio mismo en que la embarcación, por falta de agua, se encontrase forzosamente detenida. Calculaba que la costa debía distar todavía cinco o seis millas, distancia demasiado grande para atravesarla de noche por entre bosques desconocidos.

Empujaron la embarcación sin descanso a través del bosque, que poco a poco iba volviendo a espesarse y a presentarse también más poblado, pues, si los ojos del marino no le engañaban, había bandadas de monos, que corrían entre los árboles. Algunas veces dos o tres se detuvieron a distancia de la piragua y miraron a los colonos sin manifestar ningún miedo, como si viendo hombres por la primera vez no hubiesen aprendido todavía a temerlos. Habría sido fácil matar a tiros algunos de aquellos cuadrúmanos, pero Ciro Smith se opuso a aquella matanza inútil, que tentaba un poco la codicia de Pencroff. Por otra parte, era prudente abstenerse de tirar, porque aquellos monos vigorosos y dotados de una gran agilidad, podrían hacerse temibles, y valía más no provocar su furor con una agresión inoportuna.

Es verdad que el marino consideraba al mono desde el punto de vista puramente alimenticio y, en efecto, aquellos animales, que son únicamente herbívoros, constituyen una caza excelente, pero ya que abundaban las provisiones, no debían gastarse las municiones en balde.

Hacia las cuatro de la tarde la navegación del río de la Merced se hizo muy difícil, por estar su curso completamente obstruido por plantas acuáticas y piedras. Las orillas se elevaban más, y el lecho del río se abría entre los primeros contrafuertes del monte Franklin. Sus fuentes no podían estar lejos, pues se alimentaban de todas las aguas de las laderas meridionales de la montaña.

—Antes de un cuarto de hora —dijo el marino— tendremos que detenernos, señor Ciro.

—Pues bien, nos detendremos, Pencroff, y organizaremos un campamento para pasar la noche.

—¿A qué distancia estaremos del Palacio de granito? —preguntó Harbert.

—A siete millas, poco más o menos —contestó el ingeniero—, pero teniendo en cuenta los rodeos del río, que nos han llevado hacia el noroeste.

—¿Continuaremos adelante? —preguntó el periodista.

—Sí —contestó Ciro—, continuaremos todo lo que podamos. Mañana, al romper el día, dejaremos la canoa. Creo que en dos horas podremos atravesar la distancia que nos separa de la costa y tendremos libre casi todo el día para explorar el litoral.

—¡Adelante! —gritó Pencroff.

Pero pronto la piragua rozó el fondo pedregoso del río, cuya anchura a la sazón no pasaba de veinte pies. Una capa espesa de verdor tapizaba su lecho y sus orillas, y le envolvía en una semioscuridad. Oíase también el ruido bastante claro de un salto de agua, que indicaba a algún centenar de pasos más arriba la existencia de una barrera natural.

Al volver el último recodo del río, apareció una cascada a través de los árboles. La canoa tocó fondo y poco después estaba amarrada a un tronco cerca de la orilla derecha.

Eran aproximadamente las cinco de la tarde. Los últimos rayos del sol, penetrando a través del espeso ramaje, herían oblicuamente la pequeña cascada, cuyo polvo húmedo resplandecía con todos los colores del prisma. Más allá, el lecho del río de la Merced desaparecía bajo la espesura, donde se alimentaba con algún oculto manantial. Los diversos riachuelos, sus afluentes, le transformaban más abajo en un verdadero río, pero a aquella altura era un arroyo límpido y nada profundo.

Se levantó el campamento en aquel mismo sitio, que era delicioso. Los colonos desembarcaron y encendieron lumbre, al abrigo de un grupo de grandes almeces, entre cuyas ramas Ciro Smith y sus camaradas hubieran podido, en caso de necesidad, encontrar asilo aquella noche.

La cena se despachó pronto, porque el apetito era grande y cada cual deseaba dormir. Pero habiendo oído, al caer la noche, algunos rugidos sospechosos, fue preciso mantener viva la llama de la hoguera toda la noche para que protegiese el sueño de los colonos. Pencroff y Nab hicieron centinela, turnándose en este servicio y no economizando el combustible. Tal vez no se engañaron cuando creyeron ver sombras de animales vagando alrededor del campamento entre los troncos, entre las ramas de los árboles; pero la noche transcurrió sin novedad, y al día siguiente, 31 de octubre, a las cinco de la mañana, todos estaban en pie dispuestos a la marcha.

4. Siguen explorando la isla y encuentran un jaguar

A las seis de la mañana, después del desayuno, los colonos se pusieron en marcha con intención de llegar lo más pronto posible a la costa occidental de la isla. ¿Cuánto tiempo podrían tardar? Ciro Smith había calculado dos horas, pero dependía indudablemente de los obstáculos que se presentaran. Aquella parte del Far-West parecía cubierta de espesísimos bosques, como un soto inmenso compuesto de las especies más variadas. Era probable que se necesitara abrir camino a través de las hierbas, la maleza, los bejucos, y marchar con el hacha en la mano, e incluso con el fusil, a juzgar por los rugidos feroces oídos durante la noche.

Por la situación del monte Franklin había podido determinarse la posición exacta del campamento y, puesto que el volcán se levantaba al norte a menos de tres millas, había que tomar una dirección rectilínea hacia el sudoeste para llegar derechamente a la costa occidental.

Emprendieron la marcha después de haber asegurado sólidamente las amarras de la piragua. Pencroff y Nab llevaban provisiones para la manutención de la pequeña caravana para dos días por lo menos. No se trataba de cazar y el ingeniero recomendó que se abstuviesen de disparar sus armas, para no denunciar su presencia en las cercanías del litoral.

Los primeros hachazos cayeron sobre la maleza en medio de una espesura de lentiscos, un poco más arriba de la cascada; y Ciro Smith, con la brújula en la mano, indicó el rumbo que debía seguirse.

El bosque se componía, en aquellos parajes, de los mismos árboles observados en las inmediaciones del lago y de la meseta de la Gran Vista.

Eran deodaras, duglasias, casuarinas, gomeros, eucaliptos, dragos, hibiscos, cedros y otras especies, por lo común de mediana altura, porque su abundancia había perjudicado a su desarrollo. Los colonos pudieron adelantar lentamente por el camino que iban abriendo y que el ingeniero pensaba unir después con el del arroyo Rojo.

Desde su partida habían comenzado a descender la laderas bajas, que constituían el sistema orográfico de la isla, marchando por un terreno muy seco pero cuya frondosa vegetación hacía presumir la existencia o de una red hidrográfica en el subsuelo o del curso cercano de algún arroyo más o menos caudaloso. Sin embargo, Ciro Smith no recordaba haber observado, el día de su expedición al cráter, más corrientes de agua que el arroyo Rojo y el río de la Merced.

En las primeras horas de la excursión volvieron a verse bandadas de monos, que daban muestras de la mayor sorpresa a la vista de aquellos hombres, cuyo aspecto era nuevo para ellos. Gedeón Spilett decía, riéndose, que quizá aquellos cuadrumanos ágiles y robustos consideraban a los viajeros hermanos degenerados. Pues éstos, marchando a pie, molestados a cada paso por la maleza, detenidos por los bejucos y por los árboles, no brillaban ventajosamente sobre aquellos flexibles animales que saltaban de rama en rama, sin que nada los detuviera en su marcha.

Los monos eran muchos, mas por fortuna no manifestaron disposiciones hostiles.

Vieron también jabalíes, agutíes, canguros y otros roedores y dos o tres koulas, a los cuales Pencroff habría enviado de buen grado algunos perdigones.

—Pero no —exclamó—, la caza está vedada. Saltad, brincad, volad en paz, amigos míos. Ya os diremos dos palabras a la vuelta.

A las nueve y media de la mañana, el camino, que iba abriéndose hacia el sudoeste, se encontró interrumpido por un riachuelo desconocido. Tenía de treinta a cuarenta pies de anchura, y su viva corriente, impulsada por la pendiente de su lecho y agitada por la multitud de rocas de que estaba sembrado, se precipitaba con gran ruido. Aquel riachuelo era profundo y claro, pero no era navegable.

—¡Ya estamos cortados! —exclamó Nab.

—No —repuso Harbert—, es un riachuelo y podremos pasarlo a nado.

—¿Para qué? —preguntó Smith—. Es evidente que este riachuelo corre hacia el mar.

Continuemos por su orilla izquierda, donde estamos, y nos conducirá a la costa. ¡Adelante!

—Un momento —dijo el periodista—. ¿No damos nombre a este riachuelo, amigos? No dejemos nuestra geografía incompleta.

—Es justo —repuso Pencroff.

—Dale el nombre que quieras, hijo mío —dijo el ingeniero, dirigiéndose al joven.

—¿No es mejor esperar a que lo hayamos descubierto hasta su desembocadura? —preguntó Harbert.

—Conformes —repuso Ciro Smith—. Sigámoslo, pero sin tardar.

—¡Esperad un momento! —dijo Pencroff.

—¿Qué pasa? —preguntó el periodista.

—Aunque la caza está vedada, supongo que la pesca estará permitida —contestó el marino.

—No tenemos tiempo que perder —dijo el ingeniero.

—No pido más que cinco minutos —replicó Pencroff—; cinco minutos en interés de nuestro almuerzo.

Y Pencroff, tendiéndose sobre la orilla, metió los brazos en las aguas vivas, e hizo saltar inmediatamente algunas docenas de hermosos cangrejos, que hormigueaban entre las rocas.

—¡Esto será estupendo! —exclamó Nab acudiendo a ayudar al marino.

—¡Cuando digo yo que, excepto tabaco, se encuentra todo en esta isla! –murmuró Pencroff dando un suspiro.

En menos de cinco minutos se hizo una pesca prodigiosa, porque los cangrejos pululaban en el río. Se llenó un saco de aquellos crustáceos que tenían el caparazón de un color azul cobalto y estaban armados de un dientecillo. Se continuó la marcha.

Los colonos, desde que tomaron la orilla de aquel curso de agua, caminaban con mayor rapidez y facilidad. Por lo demás, las márgenes de uno y otro lado aparecían vírgenes de toda planta humana. De vez en cuando se veían huellas de grandes animales, que sin duda iban habitualmente a beber en aquel arroyo; pero no se veía más y sin duda no era tampoco en aquella parte del Far-West donde el saíno había recibido el perdigón que había costado una muela a Pencroff.

Ciro Smith, contemplando aquella rápida corriente que huía hacia el mar, comenzó a sospechar que él y sus compañeros estaban mucho más lejos de lo que creían de la costa occidental. En efecto, en aquella hora subía la marea en el litoral y, si la desembocadura del riachuelo hubiera estado a pocas millas, ya se habría dejado sentir en él el flujo, haciendo retroceder la corriente. Sin embargo, no se notaba aquel efecto; el agua seguía sin interrupción la pendiente del lecho y el ingeniero, maravillado, consultaba a cada paso su brújula, temeroso de que algún recodo del río le volviese a llevar al interior del Far-West.

Entretanto el arroyo se iba ensanchando poco a poco y sus aguas aparecían menos tumultuosas. Los árboles de la orilla derecha estaban tan cerrados como los de la orilla izquierda, de modo que era imposible ver más allá; pero aquellas masas de bosque estaban desiertas, porque
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no ladraba y el inteligente animal no habría dejado de señalar la presencia de todo ser extraño en las cercanías de la corriente.

A las diez y media, Harbert, que se había adelantado, gritó con gran sorpresa a Ciro Smith:

—¡El mar!

Pocos instantes después, los colonos, detenidos al extremo del bosque, veían extenderse a uno y otro lado la orilla occidental de la isla.

¡Qué contraste entre aquella costa y la del este, adonde la suerte los había arrojado! Allí no había muralla de granito, ni escollos en el mar, ni siquiera arena en la playa. El bosque formaba el litoral, y sus últimos árboles, azotados por las olas, inclinaban sus ramas sobre las aguas. No era un litoral como la naturaleza suele formarlo habitualmente, ya extendiendo una vasta alfombra de arena, ya agrupando rocas y rocas, sino una linde admirable formada por los árboles más hermosos del mundo. La orilla estaba tan elevada que dominaba el nivel de las grandes mareas, y en todo aquel suelo lujuriante, sostenido por una base de granito, las espléndidas superficies forestales parecían tan sólidamente arraigadas como las que se agrupaban en el interior de la isla.

Los colonos se encontraban entonces en la escotadura de una pequeña cala insignificante, que no habría podido contener dos o tres barcos pescadores y que servía de desembocadura al nuevo arroyo; pero las aguas, en vez de entrar en el mar por una pendiente suave, caían en él desde una altura de más de cuarenta pies, lo cual explicaba por qué a la hora de la marea ésta no se había hecho sentir a la distancia correspondiente en el arroyo. En efecto, las mareas del Pacífico, aun en su mayor elevación, jamás podían llegar al nivel del río, cuyo lecho formaba una especie de piso superior, y sin duda tendrían que transcurrir millones de años antes de que las aguas hubiesen podido roer aquella parte de granito y abrir una desembocadura practicable. Así, de común acuerdo se dio a aquella corriente de agua el nombre de río de la Cascada.

Más allá, hacia el norte, la linde del bosque se prolongaba por espacio de una o dos millas; después disminuían los árboles y, por último, se dibujaban alturas muy pintorescas, siguiendo una línea casi recta, que corría en dirección norte y sur. Al contrario, en toda la parte del litoral comprendida entre el río de la Cascada y el promontorio del Reptil, no había más que una gran selva de árboles magníficos, unos rectos, otros inclinados, cuyas raíces eran bañadas por las largas ondulaciones del mar. Ahora bien, hacia aquella costa, o lo que es lo mismo hacia toda la península Serpentina, debía continuar la exploración, porque aquella parte del litoral ofrecía refugios, que la otra, árida e inhospitalaria, habría negado evidentemente a cualquier náufrago.

El tiempo era bueno y desde lo alto de un peñasco, donde Nab y Pencroff dispusieron el almuerzo, podía extenderse la vista bastante lejos. El horizonte estaba perfectamente claro y no se divisaba una vela en el mar, ni en todo el litoral ni en todo el alcance de la vista había indicios de buque, ni restos de naufragio. El ingeniero no creía poder decidirse todavía sobre este punto hasta no haber explorado la costa hasta el extremo mismo de la península Serpentina.

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