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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (27 page)

Según la opinión del marino, todo animal, cualquiera que fuese, sería buena presa, y roedores o carnívoros que estrenaran los nuevos lazos serían bien recibidos en el Palacio de granito.

Aquellas trampas eran muy sencillas: se componían de hoyos abiertos en el suelo y cubiertos de ramas y hierba, que disimulaban el orificio, en cuyo fondo había algún cebo, cuyo olor pudiese atraer a los animales.

Debemos decir también que no se habían abierto al acaso, sino en ciertos sitios, donde las huellas de cuadrúpedos anunciaban el frecuente paso de animales. Todos los días eran visitadas, y por tres veces durante los primeros días se encontraron ejemplares de aquellos culpeos descubiertos en la orilla derecha del río de la Merced.

—¡Cáspita! ¡No hay más que zorras en este país! —exclamó Pencroff la tercera vez que sacó una del hoyo donde estaba encerrada—. ¡Animales que no sirven para nada!

—Se equivoca usted —dijo Gedeón Spilett—. Sirven para algo.

—¿Y para qué?

—Nos servirán de cebo para atraer a otros.

El corresponsal tenía razón y las trampas fueron cebadas desde entonces con aquellos cadáveres de zorras.

El marino había fabricado también lazos, empleando las fibras de juncos, los cuales dieron mejor resultado que las trampas. Era raro que pasase día sin que cayera en aquellos lazos algún conejo del sotillo. Era siempre conejo lo que comían, es verdad, pero Nab sabía variar las salsas, y los colonos no pensaban quejarse.

Sin embargo, una o dos veces en la segunda semana de agosto, los lazos proporcionaron a los cazadores animales distintos de los culpeos y más útiles, como fueron algunos jabalíes vistos ya en el norte del lago.

Pencroff no tuvo necesidad de preguntar si aquellos animales eran comestibles: se comprendía perfectamente que lo eran en vista de su semejanza con el cerdo de América o de Europa.

—Pero éstos no son cerdos —dijo Harbert—, te lo prevengo, Pencroff.

—Muchacho —repuso el marino inclinándose sobre la trampa y sacando por el pequeño apéndice que le servía de rabo a uno de aquellos representantes de la familia de los suideos—, déjame creer que lo son.

—¿Por qué?

—Porque me complazco en creerlo.

—¿Te gusta mucho el cerdo, Pencroff?

—¡Mucho! —exclamó el marino—, sobre todo sus jamones y, si tuviera ocho en vez de cuatro, me gustaría el doble.

Los animales de que se trataba eran saínos, pertenecientes a uno de los cuatro géneros que cuenta la familia y eran además de la especie de los
tagasus,
fáciles de conocer por su color oscuro y por la ausencia de los largos caninos de que están provistas las bocas de sus congéneres.

Estos saínos viven ordinariamente en rebaños y era probable que abundasen en la parte silvestre de la isla. En todo caso eran comestibles desde la cabeza hasta los pies y Pencroff no pedía otra cosa.

Hacia el 15 de agosto el estado atmosférico se modificó por un salto que hizo el viento al noroeste. La temperatura subió algunos grados y los vapores acumulados en el aire no tardaron en resolverse en nieve. Toda la isla se cubrió de una blanca sábana y se mostró a los habitantes bajo un nuevo aspecto. La nieve cayó abundantemente por espacio de varios días, llegando a formar una capa de dos pies de espesor.

Pronto refrescó el viento y desde lo alto del Palacio de granito se oían los bramidos del mar sobre los arrecifes. En ciertos ángulos se formaban rápidos remolinos de aire, y la nieve, acumulándose en las altas columnas giratorias, parecía una de esas trombas líquidas que dan vueltas sobre su base. Sin embargo, el huracán procedente del noroeste tomaba de través la isla, y la orientación del Palacio de granito le preservaba de un ataque directo. En aquella tempestad de nieve tan terrible como las que pueden producirse en los países polares, ni Ciro Smith ni sus compañeros pudieron, a pesar de su deseo, aventurarse a salir de su vivienda, y permanecieron encerrados durante cinco días, del 20 al 25 de agosto. Oíase la tempestad rugir en los bosques de Jacamar, que debían sufrir mucho. Los árboles iban a ser desarraigados, pero Pencroff se consolaba pensando que de este modo se ahorraría el trabajo de cortarlos.

—El viento se hace leñador, dejémoslo —repetía.

Por lo demás, no había ningún medio de impedirlo.

¡Cuántas gracias debieron dar al cielo los huéspedes del Palacio de granito por haberles proporcionado aquel retiro sólido e inexpugnable!

Ciro Smith tenía su parte legítima en aquellas gracias; pero al fin era la naturaleza la que había abierto la vasta caverna, y Ciro Smith no había puesto más trabajo que el de descubrirla. Allí todos estaban en lugar seguro y la borrasca no podía alcanzarlos.

Si hubiesen construido en la meseta de la Gran Vista una casa de ladrillo y de madera, no habría resistido los furores de aquel huracán. En cuanto a las Chimeneas, a juzgar por el ruido de las olas que se oía con tanta fuerza, era de suponer que se habrían hecho completamente inhabitables, porque el mar, pasando por encima del islote, debía batirlas con furor. Pero en el Palacio de granito, en el centro de aquella masa inmensa, contra la cual no tenían poder ni el agua ni el aire, nada había que temer.

Durante aquellos días de retiro forzoso los colonos no estuvieron inactivos. La madera cortada en tablas no faltaba en el almacén y poco a poco se completó el mueblaje, haciéndose mesas y sillas y muy sólidas, pues no se economizó la primera materia. Aquellos muebles, un poco toscos y excesivamente pesados, justificaban mal su nombre, que hace de su movilidad una condición esencial, pero constituían el orgullo de Nab y Pencroff, que no los habrían cambiado por muebles de Boule.

Después los ebanistas se convirtieron en cesteros y no les salió mal esta nueva fabricación. Habían descubierto hacia la punta que el lago proyectaba al norte una abundante mimbrera, donde crecían mimbres de color de púrpura. Antes de la estación de las lluvias, Pencroff y Harbert habían recogido una gran cosecha de aquellos útiles arbustos, y sus ramas, bien preparadas entonces, podían ser empleadas eficazmente. Los primeros ensayos fueron informes, pero gracias a la destreza de los obreros, ya consultándose, ya recordando los modelos que habían visto y rivalizando siempre entre sí, se aumentó en breve el material de la colonia con cestos y canastillos de diversos tamaños. El almacén quedó bien provisto y Nab encerró en canastillos especiales sus colecciones de rizomas, piñones y raíces de drago.

Durante la última semana de aquel mes de agosto el tiempo cambió de nuevo. La temperatura bajó un poco y la borrasca se calmó, permitiendo a los colonos salir de su morada. En la playa había dos pies de nieve, pero se podía caminar sobre aquella superficie endurecida. Ciro Smith y sus compañeros subieron a la meseta de la Gran Vista.

¡Qué cambio! Aquellos bosques, que habían dejado verdes, sobre todo en la parte donde dominaban las coníferas, habían desaparecido bajo un color uniforme. Todo era blanco, desde la cima del monte Franklin hasta el litoral: los bosques, la pradera, el lago, el río, las costas. El agua del río de la Merced corría bajo una bóveda de hielo que se deshacía a cada flujo y reflujo, rompiéndose con estrépito. Innumerables aves revoloteaban sobre la superficie sólida del lago, como patos, cercetas y abubillas.

Contábanse por millares. Las rocas, entre las cuales caía la cascada en la ladera de la meseta, estaban erizadas de témpanos de hielo. Parecía que el agua se escapaba de una monstruosa jarra cincelada por el capricho de un artista del Renacimiento. No era posible hacer un juicio sobre los daños causados en el bosque por el huracán y había que esperar que la inmensa capa blanca, que lo cubría, se hubiera derretido.

Gedeón Spilett, Pencroff y Harbert no se olvidaron de las trampas bajo la nieve que las cubría y debieron tener cuidado de no caer en una u otra, lo cual hubiera sido para ellos, a la vez que humillante y peligroso, caer en sus propias redes.

Pero, en fin, evitaron aquel inconveniente y encontraron las trampas intactas. Ningún animal había caído en ellas, y sin embargo había muchas huellas en los alrededores y entre otras había ciertas marcas de garras muy claras y evidentes. Harbert no vaciló en afirmar que algún carnívoro de la raza felina había pasado por allí, lo cual justificaba la opinión del ingeniero sobre la presencia de fieras peligrosas en la isla Lincoln. Sin duda aquellas fieras habitaban ordinariamente los espesos bosques del Far-West, pero, acosadas por el hambre, se habían aventurado hasta la meseta de la Gran Vista. ¡Tal vez olfateaban los huéspedes del Palacio de granito!

—¿Qué son esos felinos? —preguntó Pencroff.

—Tigres —contestó Harbert.

—Yo creía que esos animales no se encontraban más que en los países cálidos.

—En el Nuevo Continente —contestó el joven— se les encuentra desde México hasta las Pampas argentinas. Ahora bien, como la isla Lincoln está poco más o menos en la misma latitud que las provincias del Río de la Plata, no es extraño que haya en ella algunos tigres.

—Bueno —dijo Pencroff—, vigilaremos.

Al fin la nieve se disipó bajo la influencia de la temperatura, que fue elevándose. Sobrevino la lluvia, y gracias a su acción disolvente desapareció la capa blanca. Los colonos, a pesar del mal tiempo, renovaron su reserva en todo, piñones, raíces de drago, rizomas, agutíes y canguros. Esto exigió alguna excursión al bosque, y entonces se pudo observar que el huracán había derribado cierta cantidad de árboles. El marino y Nab llegaron con el carro hasta el yacimiento de hulla para llevarse algunas toneladas de combustible y, al pasar, vieron que la chimenea del horno de vidriado se había deteriorado por el viento, que se había llevado por lo menos seis pies.

Se renovó también, al mismo tiempo que el carbón, la provisión de leña y se aprovechó la corriente del río de la Merced, que había vuelto a quedar libre, para llevar por ella varias cargas, por si no hubiese acabado todavía el período de los grandes fríos.

Los colonos visitaron también las Chimeneas y no pudieron menos de felicitarse de no haber tenido necesidad de vivir en ellas durante la tempestad. El mar había dejado en aquel paraje visibles rastros de sus estragos. Levantado por los vientos y saltando por encima del islote, había penetrado violentamente en los corredores que estaban medio cubiertos de arena, mientras espesas capas de algas cubrían las rocas.

En tanto que Nab, Harbert y Pencroff renovaban las provisiones de combustible, Ciro Smith y Gedeón Spilett se ocupaban en limpiar las Chimeneas y encontraron la fragua y los hornos casi intactos, gracias a haber estado protegidos por la acumulación de las arenas.

No había sido inútil renovar la provisión de combustible... Los colonos tenían que sufrir aún fríos muy rigurosos. Sabido es que en el hemisferio boreal el mes de febrero se señala generalmente por un descenso de temperatura; y lo mismo debía suceder en el hemisferio austral a finales de agosto, que es el febrero de América del Norte. La isla Lincoln no se libró de esta ley climatológica.

Hacia el 25, después de una nueva alternativa de nieve y de lluvia, el viento saltó al sudeste y el frío se hizo intenso. Según los cálculos del ingeniero, la columna mercurial de un termómetro Fahrenheit no hubiera marcado menos de ocho grados bajo cero (220 22' centígrados bajo cero), y esta intensidad de frío que un viento agudo hacía más doloroso, se mantuvo por espacio de muchos días. Los colonos debieron encerrarse de nuevo en el Palacio de granito y, como fue preciso obstruir herméticamente todas las aberturas de la fachada, no dejando más que el paso puramente necesario para la renovación del aire, el consumo de bujías fue grande. Para economizarlas, los colonos se limitaron con frecuencia a alumbrarse con la llama de los hogares, donde no se economizaba el combustible. Muchas veces uno u otro bajaron a la playa entre los témpanos de hielo que el flujo arrojaba a cada marea, pero pronto subían al Palacio de granito, y no sin trabajo ni sin dolor podían sus manos asir los montantes de la escala. En aquel frío intenso los escalones quemaban los dedos.

Fue preciso otra vez ocupar los ocios del retiro forzoso dentro del Palacio. Ciro Smith emprendió entonces una operación que podía practicarse a puerta cerrada.

Ya sabemos que los colonos no tenían a su disposición más azúcar que aquella sustancia líquida del arce, haciendo en el árbol incisiones profundas. Bastábales, pues, recoger en vasos el licor que los árboles destilaban y en tal estado lo empleaban en diversos usos culinarios, tanto más fácilmente cuanto que con el tiempo el licor tendía a volverse blanco y a tomar una consistencia de jarabe.

Pero todavía había algo más que hacer. Un día Ciro Smith anunció a sus compañeros que se iban a transformar en refinadores de azúcar.

—¡Refinadores! —intervino Pencroff—. ¡Me parece que ése es un oficio un poco cálido!

—¡Muy cálido! —dijo el ingeniero.

—Entonces será propio de la estación —replicó el marino.

La palabra “refinación” no debe despertar en el ánimo de los lectores el recuerdo de esas fábricas llenas de máquinas y obreros. No. Para cristalizar aquel licor bastaba depurarlo mediante una operación muy sencilla. Puesto al fuego en grandes recipientes de barro, se le sometió a cierta evaporación, y pronto subió una espuma a la superficie. Cuando esta espuma comenzó a espesarse, Nab tuvo cuidado de removerla con una espátula e impedir al mismo tiempo que adquiriese un sabor empireumático. Tras algunas horas de ebullición a fuego vivo, tan favorable para los operadores como para la sustancia operada, ésta se transformó en un jarabe espeso. Aquel jarabe fue depositado en moldes de barro, previamente fabricados en el horno mismo de la cocina y a los cuales se habían dado formas diversas. Al día siguiente aquel jarabe enfriado formaba panes y tablillas. Era azúcar de color un poco rojo, pero casi transparente y de buen sabor.

El frío continuó hasta mediados de septiembre y los prisioneros del Palacio de granito comenzaban a encontrar demasiado largo su cautiverio. Casi todos los días intentaban alguna salida, que no podía prolongarse mucho. Trabajaban, pues, constantemente en el arreglo de la casa y conversaban durante el trabajo. Ciro Smith instruía a sus compañeros en todo y les explicaba principalmente las aplicaciones prácticas de la ciencia. Los colonos no tenían biblioteca, pero el ingeniero era un libro vivo, siempre dispuesto y siempre abierto en la página que cada cual necesitaba. Un libro que les resolvía todas las cuestiones y que con frecuencia era hojeado por todos. Así pasaba el tiempo y los honrados colonos no parecía que debían temer el porvenir.

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