La isla misteriosa (78 page)

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Authors: Julio Verne

El viento que soplaba del mar llevaba todos aquellos vapores hacia el oeste. Ciro Smith y Gedeón Spilett observaron aquellas sombras pasajeras y hablaron .arias veces de los progresos que evidentemente hacía el fenómeno volcánico, pero no se interrumpió el trabajo: era interesantísimo desde todos los puntos de vista que el buque estuviera acabado lo más pronto posible, porque de esta manera la seguridad de los colonos estaría mejor garantizada contra lo que pudiera sobrevenir.

¿Quién sabe si aquel buque no sería algún día su único refugio?

Por la noche, después de cenar, Ciro Smith, Gedeón Spilett y Harbert subieron a la explanada de la Gran Vista. La oscuridad era profunda y debía permitir a los colonos reconocer si, con los vapores y el humo acumulados en la boca del cráter, se mezclaban llamas o materias incandescentes proyectadas por el volcán.

—¡El cráter está ardiendo! —exclamó Harbert, que, más ágil que sus compañeros, había llegado el primero a la meseta.

El monte Franklin, distante unas seis millas, aparecía entonces como una antorcha gigantesca, en cuyo extremo superior se retorcían algunas llamas fuliginosas. Con aquellas llamas se mezclaba tanto humo y tal cantidad de escoria y de cenizas, que su resplandor no se destacaba mucho sobre las tinieblas de la noche. Pero una especie de brillo leonado se esparció por la isla y descubría confusamente la masa frondosa de los primeros términos. Inmensos torbellinos oscurecían las alturas del cielo, a través de los cuales centelleaban algunas estrellas.

—Los progresos del volcán son rápidos —dijo el ingeniero.

—No es de extrañar —añadió el periodista—. La reanimación del volcán ha empezado hace bastante tiempo y usted recuerda, Ciro, que los primeros vapores aparecieron cuando visitamos los contrafuertes de la montaña para descubrir el retiro del capitán Nemo. Era, si no me equivoco, el 15 de octubre.

—Sí —repuso Harbert—, ya casi dos meses.

—Los fuegos subterráneos han tenido una incubación de diez semanas —añadió Gedeón Spilett— y no es extraño que ahora se desarrollen con esa violencia.

—¿No siente algunas veces ciertas vibraciones en el suelo? —preguntó Ciro Smith.

—En efecto —contestó Gedeón Spilett—, pero de eso a un terremoto...

—No digo que estemos amenazados de un terremoto —repuso Ciro Smith— y Dios nos libre de él. No, esas vibraciones son debidas a la efervescencia del fuego central. La corteza terrestre no es más que la pared de una caldera, y, bajo la presión de los gases, vibra como una lámina sonora. Pues bien, ése es el efecto que produce en este momento.

—¡Qué magnífico penacho de llamas! —exclamó Harbert.

En aquel momento surgía del cráter una especie de ramillete de fuegos artificiales, cuyo resplandor no podían atenuar los vapores. Miles de fragmentos luminosos y de puntos brillantes se proyectaban en todas direcciones. Algunos, pasando la cúpula de humo, la rompían con un chorro de fuego y dejaban tras ellos un verdadero polvo incandescente.

Aquella expansión de llamas fue acompañada de detonaciones sucesivas, como producidas por una batería de ametralladoras.

Ciro Smith, el periodista y el joven, después de haber pasado una hora en la meseta de la Gran Vista, bajaron a la playa y entraron en el Palacio de granito. El ingeniero estaba pensativo y hondamente preocupado, hasta tal punto que Gedeón Spilett creyó deber preguntarle si presentía algún próximo peligro del que la erupción fuese la causa directa o indirecta.

—Sí y no —repuso Ciro Smith.

—Sin embargo —añadió el periodista—, la mayor desgracia que podría sucedernos, ¿no sería un temblor de tierra que trastornase la isla? Pues bien, yo no creo que eso sea temible, pues los vapores y las lavas han encontrado libre paso para derramarse al exterior.

—En efecto —repuso Ciro Smith—, no temo un terremoto en el sentido que se da ordinariamente a las convulsiones del suelo ocasionadas por la expansión de los vapores subterráneos, pero hay otras causas que pueden producir grandes desastres.

—¿Cuáles, mi querido Ciro?

—No lo sé exactamente..., es preciso que vea..., que visite la montaña... Dentro de pocos días podré dar mi opinión sobre este punto.

Gedeón Spilett no insistió y pronto, a pesar de las detonaciones del volcán, cuya intensidad aumentaba, y que eran repetidas por los ecos de la isla, quedaron los huéspedes del Palacio de granito sumergidos en profundo sueño.

Pasaron tres días, que fueron el 4, 5 y 6 de enero. Los colonos continuaron trabajando en la construcción del buque y el ingeniero, sin dar ninguna explicación, activaba el trabajo con todo su poder y toda su energía. El monte Franklin estaba cubierto de una nube oscura de siniestro aspecto y con las llamas vomitaba rocas incandescentes; algunas volvían a caer en el cráter mismo. Por esto decía Pencroff que no quería considerar el fenómeno más que desde el punto de vista cómico:

—¡Calla! ¡El gigante juega al boliche, el gigante hace juegos malabares!

Y, en efecto, las materias vomitadas volvían a caer en el abismo y no parecía que las lavas levantadas por la presión interior hubieran llegado todavía hasta el orificio del cráter. Al menos la boca del nordeste, que en parte era visible, no vertía derrame de lava sobre la pendiente septentrional del monte.

Sin embargo, por urgentes que fueran las obras de construcción, otros cuidados reclamaban la presencia de los colonos en diversos puntos de la isla. Ante todo era preciso ir a la dehesa, donde estaba encerrado el rebaño de muñones y de cabras, y renovar la provisión de forrajes de aquellos animales. Se convino en que Ayrton iría a la mañana siguiente, 7 de enero; y como él bastaba para aquella tarea, a la que estaba acostumbrado, Pencroff y los demás manifestaron cierta sorpresa cuando oyeron decir al ingeniero:

—Ayrton, ya que usted va mañana a la dehesa, yo lo acompañaré.

—Señor Ciro —exclamó el marino—, nuestros días de trabajo están contados y, si usted se va, nos van a faltar cuatro brazos.

—Estaremos de vuelta pasado mañana —repuso Ciro Smith—. Necesito ir a la dehesa..., deseo conocer dónde está la erupción.

—¡La erupción, la erupción! —repitió Pencroff con aire poco satisfecho—. Por importante que sea esa erupción, a mí me tiene sin cuidado.

Por más que dijo el marino, la exploración proyectada por el ingeniero quedó acordada para el día siguiente. Harbert hubiera deseado acompañar a Ciro Smith, pero no quiso contrariar a Pencroff ausentándose.

Al día siguiente, al amanecer, Ciro Smith y Ayrton subieron en el carro tirado por dos onagros y tomaron a grande trote el camino de la dehesa. Por encima del bosque pasaban gruesas nubes, que alimentaba constantemente el cráter del monte Franklin con sus materias fuliginosas. Aquellas nubes que se extendían lentamente por la atmósfera se componían sin duda de sustancias heterogéneas, porque no sólo era el humo del volcán el que las hacía extraordinariamente opacas y pesadas. Entre sus espesas volutas debían llevar en suspensión escorias reducidas a polvo, puzolana pulverizada y cenizas grises tan finas como la más fina fécula, y tan tenues, que muchas veces se ha visto esta clase de cenizas en el aire por espacio de meses enteros.

Después de la erupción de 1873, en Irlanda, la atmósfera quedó cargada durante más de un año de polvo volcánico, que apenas podía ser penetrado por los rayos del sol. Lo más frecuente es que caigan esas materias pulverizadas; así sucedió en aquella ocasión. Apenas Ciro Smith y Ayrton habían llegado a la dehesa, una especie de nevada negruzca, semejante a la pólvora de caza, cayó y modificó instantáneamente el aspecto del suelo. Arboles, praderas, todo desapareció bajo una capa de varias pulgadas de espesor. Por fortuna, el viento soplaba del nordeste y la mayor parte de la nube fue a disolverse sobre el mar.

—Esto sí que es raro, señor Smith —dijo Ayrton.

—Esto es grave —añadió el ingeniero—. Esa puzolana, esa piedra pómez pulverizada, en una palabra, todo ese polvo mineral demuestra cuán profunda es la alteración de las capas interiores del volcán.

—Pero ¿no podemos hacer nada?

—Nada, sino observar los progresos del fenómeno. Haga usted, Ayrton, lo que tenga que hacer en la dehesa, y entretanto yo subiré a las fuentes del arroyo Rojo y examinaré el estado del monte en su declive septentrional. Después...

—¿Qué, señor Smith?

—Después haremos una visita a la cripta de Dakkar, quiero ver...; en fin, volveré por usted dentro de dos horas.

Ayrton entró entonces en el recinto de la dehesa y mientras volvía el ingeniero se ocupó en cuidar los muflones y las cabras, que al parecer experimentaban cierto temor al notar aquellos primeros síntomas de una erupción.

Entretanto Ciro Smith, subiendo a la cresta de los contrafuertes del este, dobló el arroyo Rojo y llegó al sitio donde sus compañeros y él habían descubierto el manantial sulfuroso, cuando realizaron su primera exploración.

¡Cómo habían cambiado las cosas! En lugar de una sola columna de humo, encontró trece, que salían de la tierra como impulsadas por la presión de una bomba subterránea. Era evidente que la corteza terrestre sufría en aquel punto del globo una presión espantosa. La atmósfera estaba saturada de gases sulfurosos, de hidrógeno y de ácido carbónico mezclado con vapores acuosos. Ciro Smith sentía temblar aquellas tobas volcánicas de que estaba sembrada la llanura y que no eran más que cenizas pulverulentas convertidas por el tiempo en bloques duros; pero no vio todavía vestigios de lavas nuevas.

Esto pudo comprobarlo el ingeniero cuando observó toda la pendiente septentrional del monte Franklin. Se escapaban del cráter torbellinos de humo y de llamas; caía sobre el suelo una granizada de escorias; pero no salía ningún chorro de lava por la garganta del cráter, lo cual probaba que el nivel de las materias volcánicas todavía no había llegado al orificio superior de la chimenea central.

“Preferiría que hubiesen llegado —se dijo a sí mismo Ciro Smith—. Al menos estaría seguro de que las lavas han tomado su rumbo habitual. ¿Quién sabe si no se verterán por alguna nueva boca? Pero no es ése el peligro. El capitán Nemo lo adivinó perfectamente; no, el peligro no está ahí.”

Ciro Smith se adelantó hacia la enorme calzada, cuya prolongación formaba uno de los límites del estrecho golfo del Tiburón, y pudo examinar las antiguas corrientes de lava. Era indudable que la última erupción se remontaba a una época muy lejana. Volvió sobre sus pasos, escuchando los ruidos subterráneos que se propagaban como un trueno continuo y se mezclaban de cuando en cuando con grandes detonaciones, y a las nueve de la mañana estaba en la dehesa. Ayrton le esperaba.

—Ya están atendidos los animales, señor Smith —dijo Ayrton.

—Bien —repuso el ingeniero.

—Parecen muy inquietos, señor Smith.

—Sí, el instinto habla en ellos, y el instinto no se engaña.

—Cuando usted quiera...

—Tome un farol y un yesquero, Ayrton, y vayamos.

Ayrton hizo lo que se le había mandado. Los onagros, desenganchados, pacían por la dehesa. Se cerró la puerta y Ciro Smith, precediendo a Ayrton, tomó hacia el oeste el estrecho sendero que conducía a la costa. Ambos caminaban por un suelo lleno de materias pulverulentas, que habían caído de las nubes. En el bosque no se veía ningún cuadrúpedo y las mismas aves habían huido. A veces una ráfaga de viento levantaba la capa de cenizas y los dos colonos, envueltos en opaco torbellino, apenas se veían uno a otro. Entonces tenían cuidado de aplicar el pañuelo a los ojos y a la boca para evitar el peligro de cegarse o de ahogarse.

En estas condiciones no podían caminar rápidamente. Además, el aire era pesado como si su oxígeno se hubiera quemado en parte, dificultando la respiración. A cada cien pasos había que detenerse para tomar aliento.

Eran cerca de las diez, cuando el ingeniero y su compañero llegaron a la cresta de la aglomeración de rocas basálticas y porfíricas que formaban la costa noroeste de la isla. Comenzaron a bajar, siguiendo, poco más o menos, el camino detestable que durante aquella noche de tempestad les había conducido a la cripta de Dakkar. En pleno día la bajada fue menos peligrosa, y por otra parte la nueva capa de cenizas cubría las rocas y permitía asegurar más sólidamente el pie sobre sus superficies resbaladizas. En breve llegaron al parapeto formado en la orilla a una altura de cuarenta pies. Ciro Smith recordaba que este parapeto iba bajando en pendiente suave hasta el nivel del mar. Aunque la marea estaba baja en aquel momento, no se descubría la playa, y las olas, cubiertas de polvo volcánico, venían directamente a batir los basaltos del litoral. Ciro Smith y Ayrton encontraron fácilmente la abertura de la cripta de Dakkar y se detuvieron bajo la última roca que formaba la base del parapeto.

—¿Está la canoa? —preguntó el ingeniero.

—Aquí está, señor Smith —repuso Ayrton, atrayendo hacia sí la ligera embarcación que estaba abrigada bajo la bóveda del arco.

—Embarquémonos, Ayrton.

Los dos colonos se embarcaron en la canoa. Una ligera ondulación de las olas la introdujo más profundamente en la cintra muy baja de la cripta y Ayrton echó yescas y encendió el farol. Después tomó los dos remos y puso el farol en la roda de manera que proyectase sus rayos hacia adelante. Ciro Smith tomó la barra del timón y se internó en las tinieblas de la cripta.

El
Nautilus
no estaba allí para alumbrar con sus fuegos la sombría caverna. Quizá la irradiación eléctrica, alimentada por su foco poderoso, se propagaba todavía por el fondo de las aguas, pero ningún resplandor salía del abismo donde reposaba el capitán Nemo. La luz del farol, aunque insuficiente, permitió, sin embargo, al ingeniero adelantarse siguiendo la pared derecha de la cripta. Un silencio sepulcral reinaba bajo aquella bóveda, al menos en su parte interior, porque Ciro Smith oyó distintamente los mugidos que se desprendían de las entrañas del monte.

—Ahí está el volcán —dijo.

En breve notaron con el ruido las combinaciones químicas por un olor fuerte de vapores sulfurosos, que atacaron principalmente la garganta del ingeniero y de su compañero.

—Esto es lo que temía el capitán Nemo —murmuró Ciro Smith, cuyo rostro se puso ligeramente pálido—. Sin embargo, hay que llegar hasta el fin.

—Vamos —exclamó Ayrton, que se inclinó sobre sus remos y empujó la canoa hacia la pared del fondo de la cripta.

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