La isla misteriosa (69 page)

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Authors: Julio Verne

Respecto a señales del paso de los presidiarios por el bosque, todavía se advirtieron algunas. Cerca de una hoguera que parecía haberse apagado recientemente, observaron los colonos huellas que fueron examinadas con atención. Midiéndolas unas tras otras en su longitud y en su anchura, encontraron las señales de los pies de cinco hombres.

Los cinco bandidos habían acampado en aquel paraje, pero, y esto era el objeto de un examen tan minucioso, no se pudo descubrir una sexta señal, que en tal caso sería la del pie de Ayrton.

—¡Ayrton no estaba con ellos! —dijo Harbert.

—No —contestó Pencroff— y, si no estaba con ellos, es porque esos miserables lo habrán matado. ¿Pero no tienen esas bestias una cueva donde podamos ir a cazarlos como tigres?

—No —contestó el periodista—. Es más probable que vayan a la ventura. Está en su interés vagar así hasta que puedan ser dueños de la isla.

—¡Dueños de la isla! —exclamó el marino—. ¡Los dueños de la isla!... —repitió, y su voz se ahogaba como si un puño de hierro le tuviera asido por la garganta. Después, en tono más tranquilo, dijo—: ¿Sabe usted, señor Ciro, cuál es la bala que he metido en mi fusil?

—No, Pencroff.

—La bala que ha atravesado el pecho de Harbert, y le prometo que no erraré el blanco.

Pero estas justas represalias no podían volver la vida a Ayrton, y del examen de las huellas dejadas en el suelo se debía deducir que no había esperanza ninguna de volverlo a ver.

Aquella noche se estableció el campamento a catorce millas del Palacio de granito y Ciro Smith calculó que debían estar a más de cinco millas del promontorio del Reptil.

Al día siguiente llegaron al extremo de la península habiendo atravesado el bosque en toda su longitud, pero ningún indicio había permitido hasta entonces hallar el retiro donde se habían refugiado los presidiarios, ni el no menos secreto que daba asilo al misterioso desconocido.

12. Aparece Ayrton vivo en la dehesa y los presidiarios muertos

El día siguiente, 17 de febrero, lo dedicaron los colonos a la exploración de toda la parte frondosa del litoral, desde el promontorio del Reptil hasta el río de la Cascada. Pudieron registrar completamente aquel bosque, cuya anchura variaba de tres a cuatro millas, porque estaba comprendido entre las dos puntas de la península Serpentina.

Los árboles, por su altura y su ramaje espeso, indicaban la fecundidad del suelo, mayor que en ninguna otra parte de la isla. Parecía aquél un rincón de esas selvas vírgenes de América o de Africa central trasladado a aquella zona media, lo cual inducía a creer que tan magníficos vegetales hallaban en aquel suelo, húmedo en capas superiores, pero cálido en el interior por efecto de los fuegos volcánicos, un calor impropio de aquel clima templado. Las especies dominantes eran precisamente aquellos kaurís y eucaliptos de dimensiones gigantescas.

Pero el objeto de los colonos no era admirar aquella magnificencia vegetal. Sabían que bajo este aspecto la isla Lincoln habría merecido por su categoría ser clasificada en el grupo de las Canarias, cuyo primer nombre fue el de las islas Afortunadas, pero por el momento su isla no les pertenecía por completo; otros habían tomado posesión de ella, unos criminales, y había que hacerlos desaparecer.

En la costa occidental no se encontraron huellas de ninguna especie, por más cuidado que se puso en buscarlas. No había señales de paso, ni rotura de árboles, ni cenizas frías, ni campamento abandonado.

—Esto no me extraña —dijo Ciro Smith a sus compañeros—. Los presidiarios han entrado en la isla por las inmediaciones de la punta del Pecio y se han dirigido inmediatamente a los bosques del Far-West, después de haber atravesado el pantano de los Tadornes. Han seguido, poco más o menos, el camino que hemos traído desde el Palacio de granito, lo cual explica las huellas que hemos encontrado en el bosque.

Pero al llegar al litoral han comprendido que no encontrarían un retiro conveniente; han subido por tanto hacia el norte y entonces han descubierto la dehesa.

—Adonde quizá han vuelto —dijo Pencroff.

—No lo creo —añadió el ingeniero—; porque deben suponer que nuestras investigaciones se dirigirán hacia esta parte. La dehesa es para ellos un depósito de provisiones, no un campamento definitivo.

—Soy del parecer de Ciro —dijo el periodista—. Y supongo que los presidiarios han buscado refugio entre los contrafuertes del monte Franklin.

—Entonces, señor Ciro, vamos derechos a la dehesa —exclamó Pencroff—. Acabemos, porque hasta ahora hemos perdido el tiempo.

—No, amigo mío —repuso el ingeniero—. ¿Olvida usted que teníamos también interés en saber si los bosques del Far-West ocultaban alguna habitación? Nuestra exploración tiene dos objetos, Pencroff. Si por una parte debemos castigar el crimen, por la otra tenemos que cumplir un deber de gratitud.

—Bien dicho, señor Ciro —repuso el marino—, pero yo creo que no encontraremos a ese caballero hasta que él quiera.

Y al decir esto, Pencroff decía lo que estaba en el ánimo de todos. Era probable que el retiro del desconocido fuese tan misterioso como su misma persona.

Aquella tarde el carro se detuvo en la desembocadura del río de la Cascada. Se organizó el campamento según la costumbre y se tomaron las precauciones habituales para pasar la noche. Harbert, que había vuelto a ser el muchacho vigoroso y activo de antes de su enfermedad, se aprovechaba de aquella existencia al aire libre, entre las brisas del océano y la atmósfera vivificadora de los bosques. Ya no iba en el carro, sino a la cabeza de la caravana.

Al día siguiente, 29 de febrero, los colonos, abandonando el litoral, donde más allá de la desembocadura se acumulaban tan pintorescamente basaltos de todas formas, subieron el curso del río por su orilla izquierda. El camino estaba bastante libre por las excursiones precedentes que se habían hecho desde la dehesa hasta la costa occidental. Se encontraban los colonos a seis millas del monte Franklin.

El proyecto del ingeniero era observar minuciosamente todo el valle, cuya vaguada formaba el lecho del río, y acercarse con precaución a la dehesa; si ésta estaba ocupada, tomarla por la fuerza, y si no lo estaba, fortificarse en ella haciéndola centro de las investigaciones encaminadas a explorar el monte Franklin.

Este plan fue unánimemente aprobado por los colonos, que estaban ansiosos de recobrar la posesión entera de su isla.

Caminaron por el estrecho valle que separaba dos de los más poderosos contrafuertes del monte Franklin. Los árboles espesos de las orillas del río eran muy raros hacia las zonas superiores del volcán. Era un suelo montañoso bastante quebrado y bueno para las emboscadas, en el cual penetraron los colonos con precaución.
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y
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marchaban al descubierto examinando la espesura a derecha e izquierda y rivalizando en inteligencia y destreza, pero nada indicaba que las orillas del río hubieran sido frecuentadas recientemente; nada anunciaba la presencia ni la proximidad de los bandidos.

Hacia las cinco de la tarde el carro se detuvo a unos seiscientos pasos de la empalizada, oculta todavía por una cortina semicircular de grandes árboles.

Había que reconocer la dehesa para saber si estaba ocupada. Ir abiertamente y a la luz del día, por poco emboscados que estuviesen los bandidos, era exponerse a recibir algún balazo, como le había sucedido a Harbert. Era preferible esperar la noche.

Sin embargo, Gedeón Spilett quería reconocer en seguida las inmediaciones de la dehesa, y Pencroff, que estaba muy impaciente, se ofreció a acompañarlo.

—No, amigos míos —dijo el ingeniero—, no les dejaré exponerse a la luz del día.

—¡Pero, señor Ciro! —replicó el marino, poco dispuesto a obedecer.

—Se lo suplico, Pencroff —dijo el ingeniero.

—¡Bueno! —exclamó Pencroff, que dio otro curso a su cólera, apostrofando a los presidiarios con las más duras calificaciones del repertorio marítimo.

Los colonos permanecieron junto al carricoche vigilando con cuidado las inmediaciones del bosque.

Así pasaron tres horas. El viento había desaparecido y un silencio profundo reinaba entre los grandes árboles. La rotura de la más pequeña rama, un ruido de pasos entre las hojas secas, el deslizamiento de un cuerpo entre las hierbas se habrían percibido sin dificultad. Pero todo estaba en calma; y
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echado en el suelo y alargando la cabeza entre las patas, no daba señal de inquietud.

A las ocho, la tarde pareció bastante avanzada para que pudiera hacerse el reconocimiento en buenas condiciones. Gedeón Spilett se declaró dispuesto a ir en compañía de Pencroff, y Ciro Smith lo consintió.

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y
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debieron quedarse con el ingeniero, Harbert y Nab, para que un ladrido o un grito inoportunamente lanzado no viniera a dar la señal de alarma.

—No cometan ninguna imprudencia —dijo Ciro Smith al marino y al periodista—. No deben tomar posesión de la dehesa, sino solamente reconocer si está o no ocupada.

—Convenido —repuso Pencroff.

Y ambos se pusieron en marcha.

Bajo los árboles, gracias al espesor de su follaje, había cierta oscuridad, que hacía invisibles los objetos más allá de un radio de treinta a cuarenta pies. Spilett y Pencroff, deteniéndose cada vez que un ruido les parecía sospechoso, adelantaban con las mayores precauciones.

Marchaban uno separado de otro para ofrecer menos blanco a los tiros, porque esperaban a cada instante oír una detonación.

Cinco minutos después de haber dejado a sus compañeros, llegaban al extremo del bosque, delante del claro, en cuyo centro se levantaba el recinto de la empalizada. Se detuvieron. Algunos vagos resplandores bañaban todavía la pradera desnuda de árboles. A treinta pasos se levantaba la puerta de la dehesa, que parecía estar cerrada. Aquellos treinta pasos que era preciso atravesar entre el extremo del bosque y el recinto constituían la zona peligrosa, para emplear una expresión tomada de la balística: en efecto, una o muchas balas, partiendo por encima de la empalizada, habrían derribado a todo el que se hubiese aventurado en aquella zona.

Gedeón Spilett y el marino no tenían intención de retroceder, pero sabían que una imprudencia de su parte redundaría en perjuicio de sus compañeros y que ellos serían las primeras víctimas. Muertos ellos, ¿qué sería de Ciro Smith, de Nab y de Harbert?

Pero Pencroff, sobreexcitado y viéndose tan cerca de la casa donde suponía que los presidiarios se habían refugiado, iba a lanzarse adelante, cuando el periodista le detuvo con mano vigorosa murmurando a su oído:

—Dentro de unos instantes será de noche y entonces habrá llegado el momento de operar.

Pencroff, apretando convulsivamente la caja de su fusil, se contuvo y esperó maldiciendo la detención.

Pronto se disiparon los últimos resplandores del crepúsculo y la sombra que parecía salir del espeso bosque invadió el terreno descubierto. El monte Franklin se levantaba como una enorme pantalla delante del horizonte occidental y la oscuridad se extendió rápidamente por todas partes, como sucede en las regiones bajas en latitud. Aquél era el momento decisivo.

El periodista y Pencroff, desde que se habían apostado en el extremo del bosque, no habían perdido de vista el recinto de la empalizada. La dehesa parecía abandonada y la cresta de la empalizada formaba una línea un poco más negra que la sombra de alrededor, sin que nada alterase su perfil. Sin embargo, si los presidiarios estaban allí, habrían apostado a uno de los suyos para prevenirse de toda sorpresa.

Gedeón estrechó la mano de su compañero y ambos se adelantaron arrastrándose hasta la dehesa con los fusiles preparados. Llegaron a la puerta del recinto sin que la sombra hubiera sido cortada por un solo rayo de luz. Pencroff trató de empujar la puerta que, según él y el periodista, debía estar cerrada; sin embargo, el marino pudo observar que no se habían echado los cerrojos exteriores. Podía deducirse que los presidiarios ocupaban la dehesa y que habrían sujetado la puerta de modo que no pudiera forzarse.

Spilett y Pencroff aguzaron el oído. Ningún ruido en el interior del recinto. Los muflones y las cabras, dormidos en sus establos, no turbaban la calma de la noche.

El periodista y el marino, no oyendo nada, se preguntaron si debían escalar la empalizada y penetrar en la dehesa, aunque fuera contra las instrucciones de Ciro Smith. Es verdad que la operación podía tener buen éxito, pero también podía tenerlo desgraciado. Ahora bien, si los presidiarios no sospechaban nada, si no tenían conocimiento de la expedición intentada contra ellos, si, en fin, se presentaba en aquel momento una probabilidad de sorprenderlos, ¿debían comprometer esta probabilidad aventurándose inconsideradamente a asaltar la empalizada?

No fue éste el parecer del periodista; antes bien, creyó muy racional esperar a que los colonos estuviesen todos reunidos para tratar de penetrar en la dehesa. Lo cierto es que Podía llegarse hasta la empalizada sin ser visto y que el recinto no presentaba señales de ser guardado. Averiguado este punto, había que volver al carricoche y ponerse todos de acuerdo.

Pencroff probablemente participó de esta manera de ver, porque no opuso ninguna dificultad para seguir al periodista, cuando éste se replegó al bosque. Pocos minutos después el ingeniero estaba al corriente de la situación.

—Pues bien —dijo después de haber reflexionado—, ahora me parece que los piratas no están en la dehesa.

—Lo sabremos —dijo Pencroff— cuando hayamos escalado el recinto.

—¡A la dehesa, amigos míos! —dijo Ciro Smith.

—¿Dejamos el carro en el bosque? —preguntó Nab.

—No —contestó el ingeniero—, porque es nuestro furgón de municiones y víveres y en caso necesario puede servimos de atrincheramiento.

—¡Adelante! —exclamó Gedeón Spilett.

El carro salió del bosque y comenzó a rodar silenciosamente hacia la empalizada. La oscuridad era profunda y el silencio tan completo como cuando Pencroff y el periodista se habían alejado arrastrándose por el suelo. La hierba espesa ahogaba completamente el ruido de los pasos.

Los colonos estaban preparados para disparar.
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por orden de Pencroff, cubría la retaguardia y Nab llevaba atado a
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para que no se lanzase inoportunamente adelante.

Pronto apareció el sitio despejado de la empalizada. Estaba desierta.

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