La isla misteriosa (67 page)

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Authors: Julio Verne

En la noche anterior los presidiarios habían aparecido al extremo del bosque, en las cercanías del arroyo de la Glicerina. Nab, que vigilaba de cerca el corral, no vaciló en disparar a uno que se disponía a atravesar el arroyo, pero la noche estaba muy oscura y no pudo saber si la bala del fusil había herido o no al miserable. En todo caso el tiro no había bastado para hacer huir a los presidiarios y Nab tuvo sólo tiempo de subir al Palacio de granito, donde, por lo menos, estaba seguro.

Pero ¿qué hacer entonces? ¿Cómo impedir la devastación que los presidiarios amenazaban? ¿Tenía algún medio de avisar a su amo? Y por otra parte, ¿en qué situación estaban los mismos huéspedes de la dehesa?

Ciro Smith y sus compañeros habían marchado el 11 de noviembre, y ya estaban a 29. Hacía, pues, diecinueve días que Nab no había tenido más noticias que las que había llevado
Top,
y éstas eran desastrosas: Ayrton había desaparecido; Harbert estaba gravemente herido; el ingeniero, el periodista y el marino estaban, por decirlo así, prisioneros en la dehesa.

¿Qué hacer? Se preguntaba el pobre Nab. Para él personalmente no había nada que temer, porque los bandidos no podían alcanzarlo en el Palacio de granito. Pero estaban a merced de ellos los edificios, las plantaciones y las riquezas exteriores de la colonia. ¿No convenía hacer a Ciro Smith juez de lo que debía hacerse y avisarle del peligro en que estaba?

A Nab se le ocurrió entonces emplear a
Jup
y confiarle una nota.

Conocía la inteligencia del orangután, ya probada en otras ocasiones.

Jup
comprendía la palabra dehesa, que muchas veces se había pronunciado en su presencia y, además, con frecuencia, había guiado el carricoche a aquella habitación en compañía de Pencroff.

Nab no vaciló. Escribió la nota, la ató al cuello de
Jup,
llevó al mono a la puerta del Palacio de granito, haciéndole bajar por una larga cuerda, y después repitió estas palabras varias veces:

— ¡
Jup
! ¡
Jup
! ¡Dehesa, dehesa!

El animal comprendió lo que se le exigía y, deslizándose por la cuerda hasta la playa, desapareció en la oscuridad, sin llamar la atención de los malhechores.

—Has hecho bien, Nab —dijo Ciro Smith—, pero quizá habrías hecho mejor en no avisarnos.

Hablando así, Ciro Smith pensaba en Harbert, cuya convalecencia parecía tan gravemente comprometida por el traslado.

Nab acabó su narración. Los presidiarios no habían aparecido en la playa. No conociendo el número de los habitantes de la isla, podían suponer que el Palacio de granito estaba defendido por una tropa importante. Recordando el ataque del brick sabían que los habían acogido muchos tiros, que salían tanto de las rocas inferiores como de las superiores, y sin duda no querían exponerse a ellos. La meseta de la Gran Vista estaba abierta y no enfilada por el fuego del Palacio de granito. Entregáronse, pues, en ella, a los instintos de depuración, saqueando, quemando y haciendo el mal por el mal y se retiraron media hora antes de la llegada de los colonos, a quienes debían creer confinados en la dehesa. Nab se precipitó fuera de su retiro, subió a la meseta a riesgo de recibir alguna bala, trató de apagar el incendio que consumía los edificios del corral, y había luchado, aunque inútilmente, contra el fuego hasta el momento en que se presentó el carricoche al extremo del bosque.

Estos eran los grandes acontecimientos que habían ocurrido. La presencia de los presidiarios constituía una amenaza permanente para los colonos de la isla Lincoln, hasta entonces tan felices, y debían esperar aún mayores desgracias.

Gedeón Spilett permaneció en el Palacio de granito al lado de Harbert y de Pencroff, mientras Ciro Smith, acompañado de Nab, salió a juzgar por sí mismo de la extensión del desastre.

Era una fortuna que los presidiarios no se hubiesen adelantado hasta el pie del Palacio de granito, porque entonces los talleres de las Chimeneas no hubieran escapado a la destrucción, pero este mal hubiera sido quizá más fácilmente reparable que las ruinas acumuladas en la meseta de la Gran Vista.

Ciro Smith y Nab se dirigieron hacia el río de la Merced y subieron por su orilla izquierda sin encontrar vestigios del paso de los bandidos. Al otro lado del río, en el espesor del bosque, tampoco observaron ningún indicio sospechoso.

Por otra parte, según todas las probabilidades, había que admitir o los presidiarios sabían la vuelta de los colonos al Palacio de granito, porque les habían visto pasar por el camino de la dehesa, o después de haber devastado la meseta se habían internado en el bosque del Jacamar, siguiendo el curso del río de la Merced, y entonces ignoraban el regreso de aquéllos.

En el primer caso habrían vuelto a la dehesa, ya sin defensores y que contenía recursos preciosos para ellos.

En el segundo caso debían haber vuelto a su campamento para esperar una ocasión de emprender un nuevo ataque.

Había que ganarles por la mano. Pero toda empresa encaminada a desembarazar la isla de tan incómodos huéspedes estaba subordinada, entonces lo mismo que antes, a la situación de Harbert. En efecto, Ciro Smith necesitaba para aquella empresa todas sus fuerzas y nadie podía en aquel momento abandonar el Palacio de granito.

El ingeniero y Nab llegaron a la meseta. Aquello era una completa desolación: los sembrados habían sido pisoteados; las espigas de grano yacían por tierra; las demás plantaciones no habían sufrido menos; la huerta estaba trastocada. Por fortuna, el Palacio de granito poseía un repuesto de grano que permitía reparar aquellos daños.

En cuanto al molino, a los edificios del corral y al establo de los onagros, el fuego lo había destruido todo. Algunos animales, asustados, andaban errantes por la meseta. Los volátiles que se habían refugiado durante el incendio en las aguas del lago, volvían a su sitio habitual y recorrían la ribera. Allí todo estaba destruido y todo debía rehacerse de nuevo.

El rostro de Ciro Smith, más pálido que de costumbre, denotaba una cólera interior, que no podía dominar. Sin embargo, el ingeniero no pronunció una sola palabra. Por última vez miró sus campos devastados y el humo que se levantaba todavía entre las ruinas y volvió al Palacio de granito.

Los días que siguieron fueron los más tristes que los colonos habían pasado en la isla. La debilidad de Harbert aumentaba visiblemente.

Parecía que le amenazaba una enfermedad más grave, consecuencia de la profunda alteración fisiológica que había experimentado, y Gedeón Spilett presentía una agravación en su estado que le sería imposible combatir.

En efecto, Harbert permanecía en una especie de sopor casi continuo, y comenzaban a manifestarse algunos síntomas de delirio. Los colonos no disponían de más remedios que tisana refrigerante; pero la fiebre, aunque todavía no era muy fuerte, parecía tender a establecerse por accesos regulares.

Gedeón Spilett hizo esta observación el 6 de diciembre. El pobre joven, cuyos dedos, nariz y orejas se habían puesto extremadamente pálidos y transparentes, experimentó al principio ligeros escalofríos, horripilaciones y temblores. Su pulso era débil e irregular. Su sed, intensa. Su piel estaba seca. A este período sucedió en breve otro de calor: el rostro se le animó, la piel se enrojeció y aceleróse el pulso; después se manifestó un sudor abundante, a consecuencia del cual pareció que disminuía la fiebre. El acceso había durado unas veinte horas.

Gedeón Spilett no se había separado de Harbert, que tenía una fiebre intermitente. Era indudable que se necesitaba a toda costa cortar aquella fiebre antes que se hiciese más grave.

—Para cortarla —dijo Gedeón Spilett— necesitamos un febrífugo.

—¡Un febrífugo! —repitió el ingeniero—. No tenemos ni quina ni sulfato de quinina.

—No —dijo Gedeón Spilett—, pero hay sauces en la orilla del lago, y la corteza de sauce a veces puede reemplazar la quina.

—Probemos sin perder tiempo —repuso Ciro Smith.

La corteza de sauce está considerada como un sucedáneo de la quina, lo mismo que el castaño de Indias, las hojas de acebo, la serpentaria y otras plantas. Había que hacer una prueba con aquella sustancia, aunque no fuese un compuesto equivalente de la quina, y emplearla en el estado natural, pues no había medio de extraer de ella el alcaloide, es decir, la salicina.

Ciro Smith fue a cortar del tronco de una especie de sauce negro algunos pedazos de corteza, los llevó al Palacio de granito, los redujo a polvo y aquella misma tarde le fue administrada una fuerte dosis de estos polvos a Harbert.

La noche pasó sin incidente grave. Harbert tuvo algún delirio, pero la fiebre no reapareció, ni tampoco al día siguiente.

Pencroff recobró alguna esperanza. Gedeón Spilett no decía nada.

Podía suceder que la fiebre intermitente no fuese cotidiana, que fuese terciana; en una palabra, que volviese al día siguiente. Todos esperaron al día siguiente en la más viva ansiedad.

Además se observaba que durante el período apiréxico Harbert permanecía como abrumado, teniendo pesada y aturdida la cabeza. Otro síntoma que asustó al periodista: indudablemente, el hígado de Harbert comenzaba a congestionarse, y en breve un delirio más intenso demostró que la congestión se extendía también al cerebro.

Ante aquella nueva complicación quedó aterrado Gedeón Spilett y llamó aparte al ingeniero.

—¡Es una fiebre perniciosa! —le dijo.

—¡Una fiebre perniciosa! —exclamó Ciro Smith—. Se engaña usted, Spilett, porque la fiebre perniciosa no se declara espontáneamente, hay que adquirir el germen...

—No me engaño —dijo el periodista—. Harbert había adquirido ese germen en los pantanos de la isla y esto basta. Ya ha experimentado el primer acceso. Si viene el segundo y no conseguimos impedir el tercero..., está perdido.

—Pero ¿y esa corteza de sauce?

—Es insuficiente —respondió Spilett—, y el tercer acceso de fiebre perniciosa que no se puede cortar con la quinina, es siempre mortal.

Por fortuna Pencroff no había oído nada de esta observación, porque de otro modo se habría vuelto loco.

Ya pueden suponerse los temores que experimentaron el ingeniero y el periodista durante aquel día 7 de diciembre y la noche que siguió.

Hacia la mitad del día se presentó el segundo acceso. La crisis fue terrible; Harbert se creía perdido; tendía sus brazos a Ciro Smith, a Spilett y a Pencroff. ¡No quería morir! Aquella escena fue desgarradora y hubo necesidad de alejar a Pencroff.

El acceso duró cinco horas. Era evidente que Harbert no podría soportar el tercero.

La noche fue espantosa. En su delirio Harbert decía cosas que partían el corazón de sus compañeros. Divagaba, luchaba contra los presidiarios, llamaba a Ayrton, suplicaba a aquel ser misterioso, a aquel protector, que ya había desaparecido y cuya imagen lo obsesionaba... Después volvió a caer en una postración profunda, que lo aniquilaba... Muchas veces Gedeón Spilett creyó que el pobre joven había muerto.

El día 8 de diciembre no fue más que una sucesión de desmayos. Las manos enflaquecidas de Harbert se crispaban asiendo las ropas de la cama. Se le administraron nuevas dosis de corteza machacada, pero el periodista no esperaba ningún resultado.

—Si antes de mañana no le hemos dado un febrífugo más enérgico, Harbert morirá.

Llegó la noche, la última sin duda de aquel niño valeroso, bueno, inteligente, tan superior a su edad y a quien todos amaban como a un hijo. El único remedio que existía contra la terrible fiebre perniciosa, el único específico que podía vencerla, no existía en la isla Lincoln.

Durante aquella noche del 8 al 9 de diciembre, Harbert tuvo un acceso de delirio más intenso. Tenía el hígado horriblemente congestionado, el cerebro atacado y ya era imposible que conociese a nadie.

¿Viviría hasta la mañana siguiente, hasta ese tercer acceso que debería indudablemente causarle la muerte? No era probable. Sus fuerzas estaban agotadas y en el intervalo de la crisis se encontraba como inanimado.

Hacia las tres de la mañana, Harbert dio un grito espantoso y pareció retorcerse en una terrible convulsión. Nab, que estaba a su lado, se asustó y fue al cuarto inmediato donde se hallaban sus compañeros.

Top
en aquel momento ladró de un modo extraño...

Todos entraron inmediatamente y lograron sujetar en la cama al joven moribundo, que quería arrojarse fuera de ella, mientras Gedeón Spilett, teniéndole el brazo, observaba que iba subiendo poco a poco el pulso...

Eran las cinco de la mañana. Los rayos del sol comenzaban a penetrar en los cuartos del Palacio de granito. Se anunciaba un hermoso día y aquel día iba a ser el último del pobre Harbert.

Un rayo de luz llegó hasta la mesa, situada cerca del lecho.

De repente Pencroff dio un grito y mostró un objeto que había sobre la mesa... Era una pequeña caja oblonga, en cuya tapa estaban escritas estas palabras:

Sulfato de quinina.

11. Los colonos salen en busca de los presidiarios y del personaje misterioso

Gedeón Spilett tomó la caja y la abrió. Contenía unos doscientos gramos de un polvo blanco, del cual llevó a los labios algunas partículas.

El excesivo amargor de aquella sustancia no podía engañarlo: era el precioso alcaloide de la quina, el antipirético por excelencia.

Había que administrar inmediatamente aquellos polvos a Harbert.

Después se discutiría cómo se habían encontrado allí.

—¡Café! —exclamó Gedeón Spilett.

Pocos instantes después Nab llevaba una taza de la infusión tibia.

Gedeón Spilett echó en ella dieciocho granos del sulfato y consiguió hacérsela beber a Harbert.

Había tiempo todavía, porque no se había manifestado aún el tercer acceso de la fiebre perniciosa.

Y añadiremos que no se manifestaría.

Por lo demás, todos habían recobrado la esperanza. La influencia misteriosa se había ejercido de nuevo en un momento supremo, cuando ya se desesperaba de que acudiese el remedio.

Al cabo de algunas horas, Harbert descansaba más apaciblemente.

Los colonos pudieron hablar entonces de aquel incidente que hacía más palpable que nunca la intervención del desconocido. Pero ¿cómo había podido penetrar durante la noche hasta el Palacio de granito? Aquello era absolutamente inexplicable y la manera de proceder del genio de la isla era tan extraña como el mismo genio.

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