La isla misteriosa (66 page)

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Authors: Julio Verne

—¡Cómo! ¿Podría suponer que Ayrton, al encontrar a sus antiguos cómplices, olvidando lo que nos debe...?

—¡Quién sabe! —exclamó el marino, que no aventuraba sin vacilar aquella desagradable suposición.

—Pencroff —dijo Ciro Smith, tomando el brazo del marino—, ha tenido usted un mal pensamiento, y me dolería que persistiese en su postura. Yo respondo de la fidelidad de Ayrton.

—Y yo también —añadió vivamente el periodista.

—Sí, sí, señor Ciro..., he hecho mal —repuso Pencroff—. Ha sido un mal pensamiento que se me ha ocurrido. Pero ¿qué quiere usted? No estoy en mí: no soy dueño de mis pensamientos. Este confinamiento en la dehesa se me hace insoportable y jamás me he encontrado tan excitado como lo estoy en este instante.

—Paciencia, Pencroff —dijo el ingeniero—. ¿Dentro de cuánto tiempo, mi querido Spilett, cree que Harbert podrá ser trasladado al Palacio de granito?

—Es difícil, Ciro —contestó el periodista—, porque una imprudencia podría traer consecuencias funestas. Pero, en fin, la convalecencia marcha regularmente, y de aquí a ocho días, si ha recobrado las fuerzas, veremos.

¡Ocho días! Esto aplazaba la vuelta al Palacio de granito hasta los primeros días de diciembre.

La primavera ya llevaba dos meses. El tiempo era bueno y el calor empezaba a dejarse sentir con fuerza. Los bosques de la isla estaban poblados de hojas y se acercaba el momento de hacer la recolección acostumbrada. La vuelta, pues, a la meseta de la Gran Vista debería ser seguida de grandes tareas agrícolas, que sólo se interrumpirían para ejecutar la expedición proyectada a la isla.

Se comprende bien cuán perjudicial debía ser su secuestro a los colonos, pero se veían obligados a someterse a la necesidad y no lo hacían sin impaciencia.

Una o dos veces el periodista se aventuró por el camino y dio la vuelta a la empalizada.
Top
lo acompañaba y Gedeón Spilett, con la carabina armada, marchaba dispuesto a todo.

No tuvo ningún mal encuentro ni vio ninguna huella sospechosa. El perro le habría advertido del peligro y, cuando
Top
no ladraba, podía decirse que nada había que temer o al menos en aquel momento, y que los presidiarios estaban ocupados en otra parte de la isla.

Sin embargo, en su segunda salida, el 27 de noviembre, habiéndose aventurado por el bosque durante un cuarto de milla hacia el sur de la montaña, observó que
Top
olfateaba alguna cosa. El perro no llevaba su marcha indiferente, iba y venía registrando entre las hierbas y las malezas, como si su olfato le hubiese revelado algún objeto sospechoso.

Gedeón Spilett siguió a
Top,
lo animó, lo excitó con la voz, sin dejar de espiar con la vista los alrededores, teniendo la carabina apoyada en el hombro y aprovechándose del abrigo de los árboles para cubrirse. No era probable que
Top
hubiese encontrado la pista de un hombre, porque en tal caso lo habría anunciado por ladridos medio contenidos y una especie de cólera sorda. Cuando no hacía más que gruñir, el peligro no era inmediato, ni siquiera próximo.

Así pasaron cinco minutos,
Top
registrando y el periodista siguiéndolo con prudencia, cuando de repente el perro se precipitó hacia la espesura de arbustos, de donde sacó un trapo. Era el jirón de un vestido manchado y lacerado, que Gedeón Spilett llevó inmediatamente a la dehesa.

Los colonos lo examinaron y reconocieron que era un pedazo de chaqueta de Ayrton, hecha de aquel fieltro que sólo se fabricaba en el taller del Palacio de granito.

—Ya lo ve, Pencroff —observó Ciro Smith—, ha habido resistencia por parte del desgraciado Ayrton. Los presidiarios se lo han llevado a pesar suyo. ¿Duda usted todavía de su honradez?

—No, señor Ciro —repuso el marino—, y hace largo tiempo que se va desvaneciendo mi desconfianza. Pero me parece que hay una consecuencia que sacar de este hecho.

—¿Cuál? —preguntó el periodista.

—Que Ayrton no ha muerto en la dehesa; que se lo han llevado vivo, puesto que ha resistido. Ahora bien, quizá vive todavía.

—En efecto, eso es posible —repuso el ingeniero, que se quedó pensativo.

Los compañeros de Ayrton podían abrigar todavía una esperanza. Al principio habían podido creer que Ayrton, sorprendido en la dehesa, había muerto a consecuencia de alguna bala como la que había herido a Harbert. Pero, si los presidiarios no le habían dado muerte inmediata, si lo habían llevado a alguna otra parte de la isla, ¿no podía admitirse que fuese todavía su prisionero? Quizá alguno de ellos había reconocido en Ayrton a su antiguo compañero de Australia, al Ben Joyce, jefe de los presidiarios fugados, ¿y no habrían concebido la esperanza de que se les uniese? ¡Les habría sido tan útil si hubiesen podido lograr que hiciera traición a los colonos!...

El incidente fue, pues, favorablemente interpretado en la dehesa y no pareció imposible encontrar todavía vivo a Ayrton. Este, por su parte, si estaba prisionero, haría sin duda esfuerzos para librarse de las manos de los bandidos y, a su tiempo, sería un poderoso auxiliar para los colonos.

—En todo caso —observó Gedeón Spilett—, si por fortuna Ayrton logra salvarse, irá directamente al Palacio de granito, pues no conoce el atentado de Harbert; por consiguiente, no puede creer que estemos confinados en la dehesa.

—¡Ah! ¡Yo quisiera que estuviese en el Palacio de granito —exclamó Pencroff— y nosotros también! Porque, al fin, si esa canalla no puede intentar nada contra nuestra casa, al menos puede saquear la meseta, las plantaciones y el corral.

Pencroff se había hecho un verdadero labrador, aficionado de todo corazón a sus cosechas. Pero debe decirse que Harbert estaba más impaciente que ninguno por volver al Palacio de granito, porque sabía cuán necesaria era allí la presencia de los colonos. ¡Y era él quien los detenía en la dehesa! Esta era la única idea que ocupaba su imaginación: abandonar la dehesa. Creía poder soportar el camino y aseguraba que recobraría la fuerza mucho más Pronto en su cuarto con el aire y la vista del mar.

Muchas veces instó a Gedeón Spilett para que dispusiera la partida, pero éste, temiendo con razón que las heridas del joven, mal cicatrizadas, volverían a abrirse en el camino, no quería dar la orden de marchar.

Sin embargo, ocurrió un incidente que obligó a Ciro Smith y a sus dos amigos a acceder a los deseos del joven, y Dios sabe los remordimientos y dolores que pudo causarles esta determinación.

Ciro Smith, Pencroff y Gedeón Spilett tomaron los fusiles y, dispuestos a disparar, salieron de casa.

Top,
que había corrido hasta el pie de la empalizada, saltaba y ladraba, pero era de contento y no de rabia.

—¡Alguien viene!

—Sí.

—Y no es un enemigo.

—¿Será Nab?

—¿O Ayrton?

Apenas se habían cambiado estas palabras entre el ingeniero y sus dos compañeros, cuando un cuerpo saltaba por encima de la empalizada y caía en el recinto de la dehesa.

Era
Jup,
el propio maese
Jup,
al cual
Top
hizo una acogida de verdadero amigo.


¡Jup!
—exclamó Pencroff.

—Nab nos lo envía —dijo el periodista.

—Entonces —repuso el ingeniero—, debe traer algún papel consigo.

Pencroff se precipitó hacia el orangután. Si Nab había tenido alguna noticia importante que dar a su amo, no podía emplear un mensajero más seguro ni más rápido, que pudiera pasar por sitios donde no habrían podido aventurarse los colonos ni el mismo
Top.

Ciro Smith no se había engañado. Del cuello de
Jup
pendía un saquito y en él un billete escrito de mano de Nab. Júzguese la desesperación de Ciro Smith y de sus compañeros cuando leyeron estas palabras:
Viernes, a las seis de la mañana. Meseta invadida por los presidiarios. NAB

Se miraron sin pronunciar una palabra y entraron en la casa. ¿Qué debían hacer? Los presidiarios en la meseta de la Gran Vista significaba el desastre, la devastación, la ruina.

El muchacho, al ver entrar al ingeniero, al periodista y a Pencroff, comprendió que la situación se había agravado y, cuando divisó a
Jup,
no dudó de que amenazase una desgracia al Palacio de granito.

—Señor Ciro —dijo—, marchemos. Me encuentro en estado de soportar el traslado. Quiero irme.

Gedeón Spilett se acercó a Harbert y, después de haberle examinado, dijo:

—Marchemos.

Pronto se resolvió la cuestión de si debía trasladarse a Harbert en unas parihuelas o en el carricoche que había llevado Ayrton a la dehesa.

Las parihuelas habrían tenido movimientos suaves para el herido, pero necesitaban dos portadores, es decir, que faltarían dos fusiles para la defensa, si ocurría un ataque en el camino.

Por el contrario, empleando el carricoche quedarían todos los brazos disponibles. No era imposible poner en él colchones, sobre los cuales descansaría Harbert y, avanzando con precaución, se le evitaría todo choque violento.

Llevaron el carricoche. Pencroff enganchó el onagro. Ciro Smith y el periodista levantaron los colchones y los colocaron en el fondo, entre los dos bandos.

El tiempo era bueno. Vivos rayos de sol penetraban entre los árboles.

—¿Están preparadas las armas? —preguntó Ciro Smith.

Lo estaban. El ingeniero y Pencroff, armados cada uno de una escopeta de dos cañones, y Gedeón Spilett, provisto de su carabina, estaban preparados para partir.

—¿Estás bien, Harbert? —preguntó el ingeniero.

—Sí, señor Smith —contestó el joven—, esté tranquilo, no moriré en el camino.

Hablando se veía, sin embargo, que el pobre joven apelaba a toda su energía y que por un esfuerzo supremo de voluntad contenía, digámoslo así, sus fuerzas.

El ingeniero sintió que se le oprimía el corazón dolorosamente y estuvo a punto de no dar la señal de la partida. Pero detenerse habría sido desesperar a Harbert y matarlo quizá.

—¡En marcha! —dijo Ciro Smith.

Abrió la puerta de la empalizada y
Jup
y
Top,
que sabían callar oportunamente, se precipitaron adelante. El carro salió, se cerró de nuevo la puerta y el onagro, dirigido por Pencroff, se adelantó a paso lento.

Ciertamente habría valido más tomar un camino distinto del que iba directamente de la dehesa al Palacio de granito, pero el carricoche se habría movido con dificultad bajo la espesura del bosque, por lo que tuvieron que seguir aquel camino, aunque debía ser ya conocido por los presidiarios.

Ciro Smith y Gedeón Spilett marchaban a cada lado del carro, preparados para responder a todo ataque. Sin embargo, no era probable que los malhechores hubiesen abandonado todavía la meseta de la Gran Vista, porque la nota de Nab había sido escrita y enviada en el momento en que aquéllos se habían presentado. Ahora bien, aquella nota tenía la fecha de las seis de la mañana, y el ágil
Jup,
acostumbrado a ir frecuentemente a la dehesa, apenas había tardado tres cuartos de hora en atravesar las cinco millas que lo separaban del Palacio de granito. El camino debía estar seguro en aquel momento y, si había que andar a tiros, no sería verosímilmente hasta las inmediaciones del Palacio de granito.

Sin embargo, los colonos iban en guardia.
Top
y
Jup,
éste armado de su garrote, ya adelante, ya registrando el bosque a los lados del camino, no anunciaban ningún peligro. El carricoche adelantaba lentamente bajo la dirección de Pencroff. Habían salido de la dehesa a las seis y media.

Una hora después había andado cinco millas, sin que hubiese ocurrido ningún incidente. El camino estaba desierto como toda aquella parte del bosque del Jacamar que se extendía entre el río de la Merced y el lago. La espesura parecía tan desierta como el día en que los colonos habían llegado a la isla.

Se acercaban a la meseta, faltaba una milla para divisar el puente del arroyo de la Glicerina. Ciro Smith no dudaba que el puente estaría en su lugar, ya que si los presidiarios habían entrado por él, después de haber pasado una de las corrientes que cerraban el recinto, habrían tomado la precaución de bajarlo para asegurarse la retirada.

Al fin, por entre los claros que dejaban los últimos árboles, los colonos vieron el horizonte del mar. Pero el carricoche continuó su marcha, sin que ninguno de sus defensores pensara en abandonarlo.

En aquel momento Pencroff detuvo el onagro y con voz terrible exclamó:

—¡Miserables!

Y con la mano mostró una espesa humareda, que daba vueltas por encima del molino, de los establos y de las construcciones del corral.

Un hombre se movía en medio de aquellos humos. Era Nab. Sus compañeros dieron un grito. El negro los oyó y corrió hacia ellos.

Los presidiarios habían abandonado la meseta hacía una hora, después de haberla devastado.

—¿Y el señor Harbert? —preguntó Nab.

Gedeón Spilett volvió en aquel momento al carricoche. Harbert se había desmayado.

10. Harbert lucha persistentemente con la muerte

Ya no se cuidaron los colonos ni de los presidiarios ni de los peligros que amenazaban al Palacio de granito, ni de las ruinas de que estaba cubierta la meseta: la situación de Harbert lo dominaba todo. ¿Le había sido funesto el traslado, produciendo alguna lesión interior? 'El periodista no podía decirlo, pero él y sus compañeros estaban desesperados.

Llevaron el carricoche al recodo del río. Unas ramas dispuestas en forma de camilla recibieron los colchones en que descansaba Harbert desmayado. Diez minutos después, Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff estaban al pie de la muralla granítica, dejando a Nab el cuidado de conducir el vehículo a la meseta de la Gran Vista.

El ascensor fue puesto en movimiento y en breve se halló Harbert tendido sobre su cama en el Palacio de granito. Los cuidados que le fueron prodigados le hicieron volver en sí. El joven sonrió un instante, por estar en su cuarto, pero apenas pudo murmurar algunas palabras, por su debilidad.

Gedeón Spilett reconoció las heridas, temiendo que se hubiesen abierto por estar todavía imperfectamente cicatrizadas..., pero nada había sucedido. ¿De dónde, pues, venía aquella postración? ¿Por qué se había empeorado el estado de Harbert?

El joven fue acometido entonces de una especie de sueño febril y el periodista y Pencroff se quedaron a su lado.

Entretanto, Ciro Smith ponía al corriente a Nab de lo que había pasado en la dehesa, y Nab refería a su amo los acontecimientos de que la meseta acababa de ser teatro.

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