La isla misteriosa (50 page)

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Authors: Julio Verne

No había razón para retrasar la inauguración del molino, porque los colonos tenían prisa para probar el primer pedazo de pan de la isla Lincoln; por consiguiente, aquel día, desde por la mañana, se molieron algunas cuartillas de grano, y al día siguiente, al almorzar, un magnífico pan, quizá demasiado compacto, aunque hecho con la levadura de cerveza, figuraba en la mesa del Palacio de granito, y todos comieron de él con delicia, como se puede suponer.

Entretanto el desconocido no había vuelto. Muchas veces Gedeón Spilett y Harbert habían recorrido el bosque por las inmediaciones del Palacio de granito sin encontrar señales suyas y se empezaban a inquietar por aquella ausencia prolongada. Sin duda el antiguo salvaje de la isla Tabor no podía encontrar dificultad para vivir en aquellos bosques, tan abundantes en caza, ¿pero no era de temer que recobrase sus hábitos y que aquella independencia reanimase sus instintos feroces? Sin embargo, Ciro Smith, por una especie de presentimiento, persistía en decir que el fugitivo volvería.

—¡Sí, volverá! —repetía con una confianza de la cual no participaban sus compañeros—. Cuando ese desgraciado estaba en la isla Tabor, sabía que se hallaba solo; pero aquí sabe que sus semejantes le esperan y, ya que ha hablado a medias de su vida pasada, ese pobre arrepentido nos la contará toda y desde ese día no volverá a separarse de nosotros.

Los sucesos iban a dar razón a Ciro Smith. El 3 de diciembre, Harbert se había alejado de la meseta de la Gran Vista para ir a pescar a la orilla meridional del lago. Iba sin armas y hasta entonces no habían tenido necesidad de tomar ninguna precaución, pues los animales peligrosos no se dejaban ver en aquella parte de la isla.

Pencroff y Nab trabajaban en el corral y Ciro Smith y Spilett estaban ocupados en las Chimeneas fabricando sosa, por haberse agotado la provisión de jabón. De repente resonaron grandes gritos.

—¡Socorro, socorro!

Ciro Smith y el periodista estaban demasiado distantes para oír aquellos gritos, pero Pencroff y Nab abandonaron a toda prisa el corral y se precipitaron hacia el lago.

Antes que ellos, el desconocido, cuya presencia en aquel sitio nadie hubiera podido sospechar, atravesó el arroyo de la Glicerina, que separaba la meseta del bosque, y saltó a la orilla opuesta.

Estaba Harbert enfrente de un jaguar, semejante al matado en el promontorio del Reptil. Sorprendido, se mantenía en pie apoyado en un árbol, mientras el animal, recogiéndose sobre sí mismo, se preparaba para lanzarse sobre el joven. Pero el desgraciado, sin más armas que el cuchillo, se precipitó sobre la temible fiera, la cual se volvió contra aquel nuevo adversario.

La lucha fue corta. El desconocido tenía una fuerza y una destreza prodigiosas. Asió al jaguar por la garganta con mano poderosa, apretándolo como con unas tenazas, sin cuidarse de las garras de la fiera que penetraban en sus carnes, y con la otra mano le hundió el cuchillo en el corazón.

El jaguar cayó. El desconocido le empejó con el pie e iba a huir de nuevo, cuando los colonos llegaron al teatro de la lucha, y Harbert, abrazándose a él, exclamó:

—No, no se irá así.

Ciro Smith se acercó al desconocido, cuyo ceño se frunció al verlo. La sangre corría por sus hombros bajo su chaqueta desgarrada, pero no hacía caso.

—Amigo —le dijo Ciro Smith—, acabamos de contraer con usted una deuda de gratitud. Ha arriesgado su vida por salvar a nuestro hijo.

—¡Mi vida! —murmuró el desconocido—. ¿Y qué vale mi vida? Menos que nada.

—Está herido.

—Poco importa.

—¿Querrá darme su mano?

Y mientras Harbert trataba de tomar aquella mano que acababa de salvarlo, el desconocido se cruzó de brazos, levantó el pecho, brillaron sus ojos, pareció que quería huir; pero en seguida, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, dijo en tono brusco:

—¿Quiénes son y qué pretenden ser para mí?

Era la primera vez que preguntaba la historia de los colonos. Tal vez contándole aquella historia el desconocido referiría la suya.

En pocas palabras Ciro Smith le puso al corriente de todo lo que había pasado desde su partida de Richmond, contó cómo habían llegado a la isla y habían adquirido los recursos de que disponían. El desconocido le escuchaba con atención profunda.

Después, el ingeniero le dijo los nombres y cualidades de todos, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff, Nab y él, y añadió que la mayor alegría que habían experimentado en la isla Lincoln era haber visto aumentar la colonia con un compañero venido de la isla Tabor.

Al oír estas palabras, el desconocido se ruborizó, abatió la cabeza sobre el pecho y se reflejó en su rostro un sentimiento de confusión.

—Y ahora que nos conoce —añadió Ciro Smith—, ¿quiere darnos la mano?

—No —contestó el desconocido con voz sorda—, no. Ustedes son personas honradas, mientras que yo...

17. El "salvaje" cuenta su pasada vida de criminal

Estas últimas palabras justificaban los presentimientos de los colonos. Había en la vida de aquel infeliz algún funesto pasado, expiado quizá a los ojos de los hombres, pero del cual su conciencia no le había absuelto todavía. En todo caso, el culpado tenía remordimientos, se arrepentía y sus nuevos amigos habían estrechado cordialmente aquella mano que le pedían, pero él se creía indigno de tenderla a hombres honrados. Sin embargo, después de la escena del jaguar, no volvió al bosque y desde aquel día no dejó ya el recinto del Palacio de granito.

¿Cuál era el misterio de aquella existencia? ¿Hablaría el desconocido por fin? Sólo el futuro podría decirlo. De todos modos, se acordó no excitarlo a revelar su secreto y que se viviría con él como si nada se hubiera sospechado.

Durante algunos días la vida común continuó siendo lo que había sido hasta entonces. Ciro Smith y Gedeón Spilett trabajaban juntos, unas veces como químicos, otras como físicos. El periodista se separaba del ingeniero sólo para cazar con Harbert, porque no habría sido prudente dejar al muchacho correr solo por el bosque y había que estar alerta. En cuanto a Nab y Pencroff, un día en los establos o en el corral, otros en la dehesa, sin contar las tareas del Palacio de granito, siempre tenían que hacer.

El desconocido trabajaba retirado de todos, había vuelto a su existencia habitual, no asistiendo a las comidas, durmiendo bajo los árboles de la meseta y evitando a sus compañeros como si realmente la sociedad de los que le habían salvado fuese insoportable.

—Pero entonces —observaba Pencroff—, ¿por qué ha pedido auxilio a sus semejantes? ¿Por qué ha tirado ese papel al mar?

—El nos lo dirá —respondía invariablemente Ciro Smith.

—¿Cuándo?

—Quizá más pronto de lo que cree, Pencroff.

En efecto, el día de la confesión estaba próximo.

El 10 de diciembre, una semana después de su vuelta al Palacio de granito, Ciro Smith vio acercársele el desconocido, el cual, con voz tranquila y tono humilde, le dijo:

—Señor, tengo que pedirle un favor.

—Diga —le contestó el ingeniero—, pero antes permítame decirle una cosa.

Al oír estas palabras, el desconocido se ruborizó e hizo ademán de retirarse. Ciro Smith comprendió lo que pasaba en su interior: temía que le interrogase sobre su vida pasada. El ingeniero, deteniéndolo por la mano, le dijo:

—Todos los que aquí estamos somos no sólo sus compañeros, sino también sus amigos. Deseaba decirle esto: ahora estoy dispuesto a escucharle.

El desconocido se pasó las manos por los ojos. Estaba poseído de una especie de temblor general y permaneció algunos instantes sin poder articular una sola palabra.

—Señor —dijo al fin—, quisiera que me hiciera un favor.

—¿Cuál?

—A cuatro o cinco millas de aquí, al pie del monte, tienen ustedes una dehesa para los animales domésticos. Alguien tiene que cuidarlos, ¿me permitirá ir a vivir con ellos?

Ciro Smith miró unos momentos al desdichado con expresión de infinita lástima.

—Amigo —le dijo—, la dehesa no contiene más que establos apenas adecuados para los animales...

—Para mí serán muy buenos.

—Amigo —repitió Ciro Smith—, no pensamos en contrariarle en nada; si quiere vivir en la dehesa, cúmplase su deseo; de todos modos, siempre será acogido en el Palacio de granito, cuando guste volver a él. Pero, antes de instalarse en la dehesa, es necesario que la adaptemos para que tenga alguna comodidad.

—No hay necesidad, yo estaré bien de cualquier modo.

—Amigo —dijo otra vez Ciro Smith, que insistía ex profeso en darle aquel título cordial—, déjenos decidir lo que debemos hacer en este asunto.

—Gracias, señor —respondió el desconocido, retirándose.

El ingeniero participó inmediatamente a sus compañeros la proposición que le había hecho y se acordó construir en la dehesa una alquería de madera lo más cómoda posible.

El mismo día los colonos pasaron a la dehesa con las herramientas necesarias y, antes de acabarse la semana, estaba dispuesta la vivienda para recibir a su huésped. Construida a unos veinte pasos de los establos, sería fácil vigilar desde ella el rebaño de muflones, que contaba más de ochenta cabezas. Se hicieron algunos muebles: cama, mesa, bancos, armario, cofre, y se trasladaron municiones y útiles.

Por lo demás, el desconocido no había ido a ver su nueva morada y había dejado a los colonos trabajar en ella mientras él se ocupaba en la meseta, queriendo dar la última mano a su tarea. En efecto, gracias a su actividad, todas las tierras estaban labradas y preparadas para recibir la simiente, cuando llegara el momento oportuno.

El 20 de diciembre se acabaron todas las operaciones de instalación en la dehesa. El ingeniero anunció al desconocido que su vivienda estaba preparada para recibirlo y éste respondió que iría a dormir aquella misma noche.

Al atardecer los colonos estaban reunidos en el salón del Palacio de granito; eran las ocho, hora en la cual su compañero debía marcharse a su nueva morada. No queriendo molestarle, imponiéndole con su presencia una despedida que quizá le habría sido penosa, le habían dejado solo y habían subido a la casa.

Hacía pocos instantes que estaban conversando en el salón, cuando sonó un ligero golpe en la puerta y casi al mismo tiempo entró el desconocido, que sin más preámbulos dijo:

—Señores, antes de dejarles conviene que sepan mi historia. Voy a referírsela.

Aquellas palabras causaron viva impresión en Ciro Smith y sus compañeros.

El ingeniero se levantó y dijo:

—No le preguntamos nada, amigo. Está en su derecho guardando el silencio...

—Mi deber es hablar.

—Siéntese.

—Permaneceré de pie.

—Como guste, estamos dispuestos a oírle —repuso Ciro Smith.

El desconocido estaba en un rincón de la sala, un poco protegido por la penumbra. Tenía la cabeza descubierta y los brazos cruzados sobre el pecho; y en aquella postura, con voz sorda y como quien se esfuerza para hablar, les hizo el siguiente relato, que no fue interrumpido una sola vez por el auditorio:

—El 20 de diciembre de 1854 un yate de recreo y de vapor, llamado
Duncan,
perteneciente al laird escocés, lord Glenarvan, echaba el ancla en el cabo Mernouilli, en la costa occidental de Australia, a la altura del paralelo 37. A bordo de aquel yate iban lord Glenarvan, su mujer, un mayor del ejército inglés, un geógrafo francés, una joven y un mancebo, ambos hijos del capitán Grant, cuyo buque, el
Britannia,
se había perdido un año antes con todo lo que llevaba. El
Duncan
iba mandado por el capitán John Mangles y tripulado por unos quince hombres de marinería.

La causa de hallarse el yate en aquella época en las costas de Australia era la siguiente:

Seis meses antes el
Duncan
había encontrado y recogido en el mar de Irlanda una botella que contenía un documento escrito en inglés, en alemán y en francés. Aquel documento decía en síntesis que aún quedaban tres hombres que habían sobrevivido al naufragio del
Britannia,
el capitán Grant y dos marineros, que habían hallado refugio en una tierra, cuya latitud estaba expresada con claridad, pero cuya longitud era ilegible por hallarse borrada por el agua del mar. La latitud era de 37°, 11' austral. Siendo, pues, la longitud desconocida, para encontrar con seguridad la tierra habitada por el capitán Grant y sus dos compañeros de naufragio era necesario seguir el paralelo 37 por todos los continentes y mares.

El almirantazgo inglés no se decidía a emprender la investigación, y entonces lord Glenarvan resolvió hacer por su cuenta todo lo posible para hallar al capitán. María y Roberto Grant, hijos del náufrago, se pusieron en relación con el lord. El
Duncan
fue equipado para una larga campaña, en la cual los hijos del capitán y la familia del lord quisieron tomar parte, y el yate, saliendo de Glasgow, se dirigió al Atlántico, pasó el estrecho de Magallanes, subió por el Pacífico hasta la Patagonia, donde, según la primera interpretación del documento, podía suponerse que se hallaba el capitán Grant, prisionero de los indígenas.

El
Duncan
desembarcó sus pasajeros en la costa occidental de la Patagonia y marchó para recogerlos a la costa oriental, junto al cabo Corrientes.

Lord Glenarvan atravesó la Patagonia siguiendo el paralelo 37; y no habiendo encontrado indicio alguno del capitán, volvió a embarcarse el 13 de noviembre para proseguir sus investigaciones a través del océano.

Después de haber visitado infructuosamente las islas Tristán de Acuña y Amsterdam, situadas en su rumbo, llegó el
Duncan,
como he dicho, al cabo Bemouilli en la costa de Australia, el 20 de diciembre de 1854.

La intención de lord Glenarvan era atravesar Australia como había atravesado América, y desembarcó. A pocas millas de la playa había una granja, perteneciente a un irlandés, que ofreció hospitalidad a los viajeros. Lord Glenarvan manifestó al irlandés los motivos de su viaje y de su llegada a aquel lugar y le preguntó si había oído hablar de un buque inglés de tres palos, llamado
Britannia,
que se hubiese perdido en la costa de Australia de dos años a aquella fecha.

El irlandés no sabía nada de aquel naufragio; pero, con gran sorpresa de los circunstantes, uno de sus criados intervino y dijo:

—Milord, puede dar gracias a Dios. Si el capitán Grant vive todavía, es indudable que se halla en Australia.

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