Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Harbert refirió en pocas palabras los incidentes de la travesía e insistió sobre el hecho curioso de una especie de resurrección pasajera que se había observado en el espíritu del preso cuando por breves instantes había pasado a ser marino en lo más fuerte de la tormenta.
—Bien, Harbert —intervino el ingeniero—, tienes razón en dar grande importancia a ese hecho. Este infortunado no debe ser incurable y quizá la desesperación le ha llevado al estado en que se halla. Aquí se encuentra entre semejantes y, puesto que todavía tiene alma, nosotros salvaremos esa alma.
El náufrago de la isla Tabor, con gran compasión del ingeniero y admiración de Nab, fue sacado de la cámara que ocupaba en la proa del
Buenaventura
y, una vez en tierra, manifestó deseos de huir.
Pero Ciro Smith, acercándose, le puso la mano en el hombro con ademán lleno de autoridad y le miró con amabilidad infinita.
Inmediatamente el desdichado, sufriendo una especie de dominación instantánea, se calmó, bajó los ojos, abatió la cabeza y no opuso resistencia.
—¡Pobre abandonado! —murmuró el ingeniero.
Ciro Smith le observaba atentamente. A juzgar por la apariencia, aquel miserable no tenía nada de humano y, sin embargo, Ciro Smith, lo mismo que Gedeón Spilett, sorprendió en su mirada un vislumbre de inteligencia.
Se decidió que el abandonado, o mejor dicho, el desconocido, porque así lo designaron después sus nuevos compañeros, habitase en un cuarto del Palacio de granito, de donde no podrían escaparse. Se dejó conducir sin dificultad y podía esperarse que, bien cuidado, se lograría hacer de él un compañero más de los colonos de la isla Lincoln.
Ciro Smith, durante el almuerzo que Nab había preparado, pues el corresponsal, Harbert y Pencroff tenían apetito, se hizo contar todos los pormenores e incidentes que habían señalado el viaje de exploración al islote. Estuvo de acuerdo con sus amigos sobre la conjetura que el desconocido debía ser inglés o norteamericano, pues así lo hacía suponer el nombre de
Britannia
; por otra parte, a través de aquella barba inculta y de la maleza enmarañada que le servía de cabellera, el ingeniero había creído distinguir los rasgos característicos del anglosajón.
—Pero, hasta ahora —dijo Gedeón Spilett, dirigiéndose a Harbert—, no nos has dicho cómo encontraste a este salvaje, y no sabemos más que te habría estrangulado, si por casualidad no hubiéramos podido llegar a tiempo de socorrerte.
—A fe mía —contestó Harbert—, que no sé realmente lo que pasó. Creo que estaba distraído recogiendo unas plantas, cuando oí el ruido de algo que caía de un árbol muy alto. Apenas tuve tiempo de volverme, y este desdichado, que estaba sin duda escondido en un árbol, se precipitó sobre mí en menos tiempo del que he tardado en decirlo, y sin ustedes, señor Spilett y Pencroff...
—¡Hijo mío! —dijo Ciro Smith—, has corrido un verdadero peligro; pero, de lo contrario, este pobre hombre se habría ocultado y no tendríamos un compañero más.
—¿Espera usted, Ciro, conseguir hacer de él un hombre? —preguntó el periodista.
—Sí —contestó el ingeniero.
Terminado el almuerzo, Ciro Smith y sus compañeros salieron del Palacio de granito y volvieron a la playa. Descargaron el
Buenaventura,
y el ingeniero, habiendo examinado las armas y demás objetos, no vio nada que pudiera inducirle a establecer la identidad del desconocido.
La captura de los cerdos, hecha en el islote, fue considerada como beneficiosa para la isla Lincoln. Aquellos animales fueron conducidos a los establos, donde debían aclimatarse fácilmente.
También fueron bien recibidos los paquetes de pistones y los dos toneles de pólvora y plomo, conviniéndose en establecer un polvorín, ya en el Palacio de granito, ya en la caverna superior, donde no había ninguna explosión que temer. Sin embargo, debía continuarse el empleo del piroxilo, porque esta sustancia daba excelentes resultados y no había ninguna razón para reemplazarla con la pólvora ordinaria.
Terminada la descarga de la embarcación, dijo Pencroff:
—Señor Ciro, creo que sería conveniente poner nuestro
Buenaventura
en lugar seguro.
—¿No está bien en la desembocadura del río de la Merced? —preguntó Ciro Smith.
—No, señor Ciro —repuso el marino—; la mitad del tiempo tiene que estar encallado en la arena y eso le perjudica. Es una excelente embarcación y se ha portado admirablemente durante la borrasca que nos asaltó con tanta violencia al regreso.
—¿No podríamos tenerla a flote en el río mismo?
—Sin duda, señor Ciro, que podríamos; pero esta desembocadura no presenta ningún abrigo y con los vientos del este creo que el
Buenaventura
sufriría mucho con el viento del mar.
—¿Y dónde querría ponerlo, Pencroff?
—En el puerto del Globo —contestó el marino—. Esa pequeña ensenada protegida por las rocas me parece el mejor puerto.
—¿No cree que está un poco lejos?
—¡Bah! Está sólo a tres millas del Palacio de granito y podemos ir allá por un camino bien recto.
—Haga lo que le parezca Pencroff, y lleve su
Buenaventura
a ese puerto —contestó el ingeniero—; sin embargo, yo preferiría que nuestra vigilancia pudiera ser más inmediata. Cuando tengamos ocasión, será preciso que le proporcionemos un puertecito.
—¡Magnífico! —exclamó Pencroff—. Un puerto con faro, un muelle y una dársena para carenar. Con usted, señor Ciro, todo es fácil.
—Sí, valiente Pencroff —repuso el ingeniero—; pero con la condición de que me ayude, porque usted hace las tres cuartas partes de las obras que aquí ejecutamos.
Harbert y el marino se reembarcaron en el
Buenaventura,
levaron ancla, izaron la vela y el viento de mar les condujo rápidamente al cabo de la Garra. Dos horas después el barco descansaba en las aguas tranquilas del puerto del Globo.
Durante los primeros días que el desconocido pasó en el Palacio de granito, ¿había dado muestras de que su naturaleza se hubiera modificado? ¿Brillaba ya en el fondo de aquel espíritu oscurecido un resplandor más intenso? El alma, en fin, ¿volvería a ocupar aquel cuerpo? Sí y hasta tal punto, que Ciro Smith y el corresponsal se preguntaron si podía ser cierto que la razón del infortunado le hubiera abandonado.
Al principio, habituado al aire libre y a la libertad sin límites de que gozaba en la isla Tabor, había manifestado cierto furor sordo y dado lugar a que se temiera que se tirara por una ventana del Palacio de granito; pero poco a poco se calmó y se le pudo dejar la libertad de movimientos.
Había, pues, mucho que esperar. Olvidando sus instintos de carnívoro, aceptaba un alimento menos bestial que el empleado en el islote, y la carne cocida no le causaba la repugnancia que había manifestado a bordo del
Buenaventura.
Ciro Smith se había aprovechado de un momento en que dormía para cortarle la cabellera y la barba incultas, que formaban como una especie de melena y le daban un aspecto tan salvaje.
También le había vestido convenientemente, después de haberle quitado el pedazo de tela que le cubría. Gracias a estos cuidados, el desconocido recobró el rostro humano y hasta pareció que sus miradas eran más suaves y menos feroces. Cuando la inteligencia lo iluminara en otro tiempo, el rostro de aquel hombre no debió carecer de belleza.
Cada día Ciro Smith pasaba algunas horas en su compañía. Se ponía a trabajar a su lado y se ocupaba en diversas cosas, de manera que fijara su atención. Podía bastar un relámpago para encender el fuego de aquella alma, un recuerdo que atravesara su cerebro para establecer en él la razón. Esto se había visto durante la tempestad a bordo del
Buenaventura.
El ingeniero hablaba siempre en voz alta, de manera que sus ideas penetrasen a la vez por los órganos del oído y de la vista hasta el fondo de aquella inteligencia entenebrecida. Un compañero, algunas veces todos, se unían a él en esta tarea. Hablaban con frecuencia de cosas que tenían relación con el mar y que debían interesar más a un marino. De cuando en cuando el desconocido prestaba una vaga atención y los colonos llegaron en breve a persuadirse de que, al menos en parte, les entendía. Otras veces la expresión de su rostro era profundamente dolorosa, prueba de que sufría interiormente, porque su fisonomía no hubiera podido engañarlos hasta tal punto, pero no hablaba, aunque en diversas ocasiones pudo creerse que iba a escaparse alguna palabra de sus labios. El pobre hombre estaba tranquilo y triste, ¿pero era tan sólo aparente su tranquilidad? Su tristeza, ¿era la consecuencia tan sólo de su secuestro? No podía afirmarse nada. No viendo más que ciertos objetos y en un campo limitado, en contacto con los colonos, a los cuales debía habituarse, no teniendo ningún deseo que satisfacer; mejor alimentado, mejor vestido, no era extraño que su naturaleza se modificase poco a poco. ¿Pero se había penetrado de una vida nueva, o bien, para emplear una palabra que podía aplicársele justamente, no había hecho más que domesticarse como un animal respecto de su amo?
Esta era una importante cuestión que Ciro Smith deseaba resolver lo más pronto posible. Sin embargo, no quería precipitar la curación de su enfermo, porque para él el desconocido era un enfermo. ¿Llegaría a entrar en convalecencia?
El ingeniero le observaba, espiaba los movimientos de su alma, si así puede decirse, y esperaba, dispuesto a apoderarse de ella.
Los colonos seguían con sincera emoción todas las fases de aquella curación emprendida por Ciro Smith y le ayudaban en la obra humanitaria, habiendo llegado todos, a excepción del incrédulo Pencroff, a participar de la esperanza y de la fe del ingeniero.
La calma del desconocido era profunda y mostraba cierta adhesión al ingeniero, a cuya influencia se sometía visiblemente. Ciro Smith resolvió hacer con él una prueba, trasladándolo a otra parte y poniéndolo en presencia de aquel océano que sus ojos tenían la costumbre de contemplar en otro tiempo, y a la orilla de los bosques, que debían recordarle aquéllos donde había pasado tantos años de su vida.
—Pero —dijo Gedeón Spilett— ¿podemos esperar que puesto en libertad no se escapará?
—Esa es la prueba que vamos a hacer —repuso el ingeniero.
—Bueno —dijo Pencroff—, cuando tenga este mozo espacio ante sí y se vea libre, echará a correr. .
—No lo creo —repuso Ciro Smith.
—Probemos —dijo Gedeón Spilett.
—Probemos —repitió el ingeniero.
Era el 20 de octubre; por consiguiente, hacía nueve días que el náufrago de la isla Tabor se hallaba en el Palacio de granito. Hacía calor y un hermoso sol enviaba sus rayos sobre la isla.
Ciro Smith y Pencroff fueron al cuarto que ocupaba el desconocido, a quien hallaron tendido junto a la ventana y mirando al cielo.
—Venga, amigo mío —le dijo el ingeniero.
El desconocido se levantó inmediatamente; fijó sus ojos en Ciro Smith y le siguió, mientras el marino marchaba detrás de él, poco confiado en los resultados del experimento.
Al llegar a la puerta, Ciro Smith y Pencroff le hicieron montar en el ascensor, mientras Nab, Harbert y Gedeón Spilett esperaban al pie del Palacio de granito. Bajó la banasta y en pocos instantes todos estuvieron en la playa.
Los colonos se alejaron un poco del desconocido dejándole cierta libertad.
Este dio algunos pasos adelantándose hacia el mar y sus miradas brillaron, pero no hizo ninguna tentativa para escaparse. Miraba las olas que se rompían en el islote y después venían a morir sobre la arena.
—Aquí no se ve más que el mar —observó Gedeón Spilett— y no le inspira el deseo de huir.
—Es verdad —añadió Ciro Smith—, vamos a la meseta, a la entrada del bosque. El experimento será concluyente.
—Además, no podrá escaparse —observó Nab—, puesto que están levantados los puentes.
—¡Oh! —dijo Pencroff—, no es un hombre a quien puede servir de obstáculo un arroyo como el de la Glicerina; pronto lo atravesará, si quiere, de un solo salto.
—Ya veremos —contestó Ciro Smith, que no apartaba la vista de su enfermo.
Conducido hacia la desembocadura del río de la Merced y subiendo todos a la orilla izquierda, llegaron a la meseta de la Gran Vista.
Al llegar al sitio donde se cruzaban los primeros árboles del bosque, cuyo follaje se agitaba blandamente al impulso de la brisa, el desconocido pareció aspirar con delicia aquel perfume penetrante que impregnaba la atmósfera y un largo suspiro se escapó de su pecho.
Los colonos estaban detrás de él dispuestos a sujetarlo, si hacía un movimiento para huir.
Y en efecto, el pobre hombre estuvo a punto de lanzarse al arroyo que le separaba del bosque, y sus piernas se aflojaron en un instante como un resorte..., pero casi al mismo tiempo se replegó sobre sí mismo, se contuvo y una lágrima corrió por sus mejillas.
—¡Ah! —exclamó Ciro Smith—, has vuelto a ser hombre, puesto que lloras.
Sí, el desdichado había llorado. Algún recuerdo había atravesado su espíritu y, según la expresión de Ciro Smith, había vuelto a ser hombre por medio de las lágrimas.
Los colonos le dejaron en la meseta un rato y se alejaron un poco para que pudiese llorar libremente, pero no pensó aprovecharse de aquella libertad para huir, y Ciro Smith lo llevó otra vez al Palacio de granito.
Dos días después de esta escena, el desconocido pareció inclinarse poco a poco a participar de la vida común. Era evidente que oía, que comprendía, pero también que se obstinaba en no hablar a los colonos, porque una tarde, Pencroff, escuchando a la puerta de su cuarto, oyó que se escapaban estas palabras de sus labios:
—¡No! ¡Aquí yo! ¡Jamás!
El marino refirió estas palabras a sus compañeros.
—Aquí hay un doloroso misterio —dijo Ciro Smith.
El desconocido había comenzado a utilizar los instrumentos de labranza y trabajaba en la huerta.
Cuando se detenía en su tarea, lo cual sucedía con frecuencia, permanecía como concentrado en sí mismo; y a instancias del ingeniero, los colonos respetaban el aislamiento que parecía querer conservar. Si uno de ellos se le acercaba, retrocedía; se escapaban de su pecho sollozos continuos, como si hubiera querido romper a llorar.
¿Eran remordimientos? Podía creerse así, y Gedeón Spilett no pudo menos un día de hacer esta observación:
—Si no habla, sin duda tendrá cosas demasiado graves que decir.