Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Diciendo esto, Harbert, echado a lo largo de la barca, metía la mano rápidamente en el agua y se levantaba después, diciendo:
—¡Una botella!
En efecto, tenía en la mano una botella cerrada que acababa de coger a pocos cables de la costa.
Ciro Smith tomó la botella y sin decir una palabra quitó el tapón y sacó un papel húmedo, en el cual se leían estas palabras:
Naufragado... Isla Tabor: 153° longitud oeste; 37° 11 ' latitud sur.
—¡Un náufrago! —exclamó Pencroff—. ¡Un náufrago abandonado a pocos centenares de millas de nosotros en la isla Tabor! ¡Señor Ciro, ya no se opondrá a mi proyecto de viaje!
—No, Pencroff —contestó el ingeniero—. Marchará lo más pronto posible.
—¿Mañana?
—Mañana.
El ingeniero tenía en la mano el papel que había sacado de la botella.
Meditó unos instantes y después, volviendo a tomar la palabra, dijo:
—De este documento, amigos, y hasta de la forma en que está redactado, debemos deducir, en primer lugar, que el náufrago de la isla Tabor es un hombre que tiene conocimientos bastante adelantados en marina, puesto que da la latitud y longitud de la isla conforme a las que nosotros hemos encontrado y hasta con la aproximación de minutos; en segundo lugar, que es inglés o norteamericano, puesto que el documento está escrito en lengua inglesa.
—Eso es lógico —contestó Gedeón Spilett—, y la presencia de ese náufrago explica la llegada de la caja a las playas de la isla. En cuanto a este último, quienquiera que sea, es una fortuna que Pencroff haya tenido la idea de construir el buque y probarlo hoy mismo, porque si se hubiera retrasado un día, esta botella podría haberse roto contra los arrecifes.
—En efecto —dijo Harbert—, es una circunstancia feliz que el
Buenaventura
haya pasado por aquí precisamente cuando flotaba la botella.
—¿Y eso no le parece a usted muy extraordinario? —preguntó Ciro Smith a Pencroff.
—Me parece una casualidad y nada más —contestó el marino—. ¿Es que usted encuentra algo extraordinario en eso, señor Ciro? Esta botella por fuerza tenía que ir a alguna parte, ¿por qué no aquí y sí a otro sitio?
—Quizá tiene usted razón, Pencroff —repuso el ingeniero—, sin embargo...
—Pero —observó Harbert— nada prueba que esta botella flote desde hace mucho tiempo por el mar.
—Nada —contestó Gedeón Spilett—, y el documento parece haber sido escrito recientemente. ¿Qué piensa usted, Ciro?
—Es difícil de averiguar; por otra parte, lo sabremos más tarde —contestó el ingeniero.
Durante esta conversación, Pencroff no había estado inactivo; había virado de bordo, y el
Buenaventura,
desplegando todas sus velas, corría rápidamente hacia el cabo de la Garra. Todos pensaban en aquel náufrago de la isla Tabor. ¿Había tiempo para salvarlo? ¡Gran acontecimiento en la vida de los colonos! Ellos mismos eran náufragos; sin embargo, era lamentable que otro no estuviera tan favorecido de la fortuna y su deber era socorrer al desgraciado.
Dobló el cabo de la Garra y el
Buenaventura
ancló hacia las cuatro de la tarde en la desembocadura del río de la Merced.
Aquella noche determinaron los detalles de la nueva expedición.
Pareció conveniente que Pencroff y Harbert, que conocían la maniobra de la embarcación, fuesen los únicos que emprendieran el viaje. Saliendo de la isla a la mañana siguiente, 11 de octubre, podrían llegar el 13 a Tabor, porque con el viento que reinaba no se necesitaban más que cuarenta y ocho horas para aquella travesía de ciento cincuenta millas. Contando con que estuvieran un día en la isla y con tres o cuatro para volver, podía calcularse que el 17 estarían de regreso en la isla Lincoln. El tiempo era bueno, el barómetro subía sin sacudidas, el viento parecía fijo, y todas las probabilidades estaban en favor de aquella honrada gente a la cual un deber de humanidad.impulsaba lejos de su isla.
Se acordó que Ciro Smith, Nab y Gedeón Spilett se quedarían en el Palacio de granito, pero hubo una reclamación, y Gedeón Spilett, que no olvidaba su oficio de corresponsal del “New York Herald”, declaró que iría a nado antes que perder ocasión semejante, por lo cual hubo que ceder a que formara parte de la expedición.
Emplearon la noche en trasladar a bordo del
Buenaventura
algunos objetos de cama, utensilios, armas, municiones, una brújula, víveres para ocho días, y, hecho el cargamento, volvieron los colonos al Palacio de granito.
Al día siguiente, a las cinco de la mañana, se despidieron emocionados por una y otra parte, y Pencroff, largando velas, se dirigió hacia el cabo de la Garra, que debía doblar para tomar directamente después el rumbo sudoeste.
El
Buenaventura
estaba ya a un cuarto de milla de la costa, cuando sus pasajeros vieron en la altura del Palacio de granito dos hombres que les hacían señas de despedida. Eran Ciro Smith y Nab.
—¡Nuestros amigos! —exclamó Gedeón Spilett—. Es nuestra primera separación desde hace quince meses.
Pencroff, el periodista y Harbert respondieron a aquellas últimas señales, y en breve el Palacio de granito desapareció a la vista detrás de las rocas del cabo.
En las primeras horas del día el
Buenaventura
permaneció constantemente a la vista de la costa meridional de la isla Lincoln, que en breve apareció bajo la forma de una canastilla verde, de la cual sobresalía el monte Franklin. Las alturas, aminoradas por la distancia, le daban un aspecto poco a propósito para atraer a los buques a sus ensenadas.
A la una de la tarde los navegantes pasaron más allá del promontorio del Reptil, pero ya a diez millas en el mar. Desde aquella distancia no era posible distinguir nada de la costa occidental, que se extendía hasta las estribaciones del monte Franklin, y tres horas después todo lo que pertenecía a la isla Lincoln había desaparecido del horizonte.
El
Buenaventura
marchaba perfectamente. Se elevaba con facilidad sobre las olas y corría con rapidez. Pencroff había aparejado su vela de flecha y, con viento en popa, marchaba siguiendo una dirección rectilínea, según marcaba la brújula.
De cuando en cuando Harbert le relevaba en el timón, y la mano del joven era tan segura que el marino no tenía que reconvenirlo por una sola guiñada.
Gedeón Spilett hablaba con uno y otro y, si era el caso, ayudaba a la maniobra. El capitán Pencroff estaba absolutamente satisfecho de su tripulación y hablaba de gratificarla nada menos que con
un cuartillo de vino por brigada.
Por la noche, la luna, que no debía entrar hasta el 16 en su primer cuarto, se dibujó en el crepúsculo para extinguirse en breve; la noche fue oscura, pero muy estrellada, anunciando un hermoso día.
Pencroff, por prudencia, amainó la vela de flecha, no queriendo exponerse a ser sorprendido por algún exceso de brisa con la tela en el tope del mástil. Era quizá demasiada precaución para una noche tranquila, pero Pencroff era un marino prudente y nadie hubiera podido en esta ocasión censurarlo.
El periodista durmió una parte de la noche, mientras Pencroff y Harbert se relevaban de dos en dos horas al timón. El marino se fiaba del muchacho como de sí mismo, y su confianza estaba justificada por la inteligencia y serenidad del joven. Pencroff le daba el rumbo como un comandante a su timonel, y Harbert no dejaba el
Buenaventura
desviarse ni una línea.
La noche pasó bien y el día 12 de octubre transcurrió bajo las mismas condiciones. Se mantuvo la dirección sudoeste durante todo el día; y si el
Buenaventura
no sufría el empuje de alguna corriente desconocida, debía arribar sin desviarse a la isla Tabor.
En cuanto al mar recorrido por la embarcación, estaba absolutamente desierto. A veces una grande ave, albatros o rabihorcado, pasaba a tiro de fusil, y Gedeón Spilett se preguntaba interiormente si sería una de aquellas aves la que había llevado al “New York Herald” la crónica que le había confiado. Aquellas aves eran los únicos seres que al parecer frecuentaban la parte del océano comprendido entre la isla Tabor y la Lincoln.
—Sin embargo —observó Harbert—, estamos en la época en que los balleneros se dirigen ordinariamente hacia la parte meridional del Pacífico. No creo que haya un mar más desierto que éste.
—No lo está tanto —contestó Pencroff.
—¿Por qué lo dice? —preguntó el corresponsal.
—¿No somos nadie nosotros? ¿Es que considera usted nuestro barco un pecio y nuestras personas monos?
Y Pencroff se echó a reír celebrando su propio chiste.
Por la tarde, según la estimación, se podía pensar que el
Buenaventura
había recorrido una distancia de ciento veinte millas desde su salida de la isla Lincoln, es decir, desde treinta y seis horas antes, lo que daba una celeridad de tres millas y un tercio por hora. La brisa era débil y mostraba tendencia a calmarse; sin embargo, se podía esperar que al día siguiente, al amanecer, si la estimación era justa y la dirección buena, estaría el buque a la vista de la isla Tabor.
Por consiguiente, ni Gedeón Spilett, ni Harbert, ni Pencroff durmieron aquella noche, que fue la del 12 al 13 de octubre. Esperando la luz del día no podían dominar su emoción. ¡Era tan incierta la empresa que habían acometido! ¿Estaban cerca de la isla Tabor? ¿Se hallaba ésta habitada todavía por el náufrago a cuyo socorro iban? ¿Quién era aquel hombre? Su presencia, ¿no introduciría ninguna perturbación en la pequeña colonia, tan unida hasta entonces? ¿Consentiría además de cambiar su prisión por otra? Todas estas preguntas, que sin duda iban a ser contestadas a la mañana siguiente, los tenían despiertos y, al amanecer los primeros albores del día, fijaron sucesivamente sus miradas en todos los puntos del oeste del horizonte.
—¡Tierra! —gritó Pencroff, hacia las seis de la mañana.
Y como no cabía que Pencroff se engañara, era evidente que la tierra estaba allí.
Grande fue, por consiguiente, la alegría de la pequeña tripulación del
Buenaventura,
al considerar que antes de pocas horas se encontrarían sobre la costa de la isla.
La isla Tabor, especie de costa baja que apenas sobresalía de las aguas, no distaba más que quince millas. La proa del
Buenaventura,
que estaba un poco hacia el sur de la isla, fue puesta sobre ella, y a medida que el sol subía en el oriente se iba destacando alguna eminencia.
—Es un islote mucho menos importante que la isla Lincoln —observó Harbert—, y también probablemente como ella debido a alguna emersión submarina.
A las once de la mañana el
Buenaventura
no estaba más que a dos millas, y Pencroff, buscando un paraje para tomar tierra, marchaba con prudencia por aquellas aguas desconocidas.
Se veía entonces todo el conjunto del islote, sobre el cual se destacaban grupos de árboles de goma muy verdes, y otros mayores de la misma naturaleza que los que crecían en la isla Lincoln.
Pero, ¡cosa extraña!, ni la menor humareda que indicase que el islote estaba habitado; ni aparecía señal alguna sobre ningún punto del litoral.
Y, sin embargo, el documento era explícito: había un náufrago, y este náufrago esperaba la llegada de socorro.
El
Buenaventura
se aventuró entre los pasos caprichosos que los arrecifes dejaban entre sí y cuyas sinuosidades observaba Pencroff con la mayor atención. Harbert iba al timón, y Pencroff, apostado hacia adelante, examinaba las aguas preparado para amainar la vela, cuya driza tenía en la mano. Gedeón Spilett, con el anteojo, recorría toda la playa sin ver nada que le llamase la atención.
A las doce del día el
Buenaventura
tocó con su roda en una playa de arena. Se echó el ancla, se amainaron las velas y la tripulación saltó a tierra.
No había duda de que aquélla era la isla Tabor, pues, según los mapas más modernos, no existía ninguna otra isla en aquella parte del Pacífico entre Nueva Zelanda y la costa americana.
La embarcación fue amarrada sólidamente para que el reflujo no pudiera llevársela, y después Pencroff y sus dos compañeros, bien armados, subieron por la orilla dirigiéndose a una especie de cono de doscientos cincuenta a trescientos pies de altura, que se levantaba a una media milla de distancia.
—Desde la cima de esa colina —dijo Gedeón Spilett— podremos hacernos, sin duda, una idea exacta del islote, lo cual facilitará nuestra investigación.
—Lo mismo —respondió Harbert— que el señor Ciro hizo en la isla Lincoln, subiendo al monte Franklin.
—Exacto —contestó el corresponsal—, y es la mejor manera de proceder.
Hablando así, los exploradores se adelantaban siguiendo el extremo de una pradera que terminaba al pie del mismo cerro. Bandadas de palomas silvestres y golondrinas de mar, semejantes a las de la isla Lincoln, huían. En el bosque, que limitaba la pradera a la izquierda, oyeron ruido en la maleza, y entrevieron el movimiento de las altas hierbas, que indicaba la fuga de varios animales, pero nada anunciaba que el islote estuviera habitado.
Al llegar al pie del cono, Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett empezaron la ascensión, recorriendo con la vista todos los puntos del horizonte.
Llegaron por fin a la cima; estaban en un islote que no medía más de seis millas en contorno, y cuyo perímetro, poco abundante en cabos o promontorios, poco festoneado de ensenadas o de puertos, presentaba la forma de un óvalo prolongado. Todo alrededor del mar, absolutamente desierto, se extendía hasta los límites del cielo. ¡No había ni tierra ni vela a la vista!
Aquel islote, lleno de bosque en toda su superficie, no ofrecía la diversidad de aspectos que la isla Lincoln, que era árida y agreste en una parte y fértil y rica en otra. La isla Tabor era una masa uniforme de verdor, dominada por dos o tres colinas poco elevadas. Un arroyo, cuyo curso era oblicuo al óvalo del islote, atravesaba una ancha pradera y desembocaba en el mar por la costa occidental, formando una estrecha desembocadura.
—Esta propiedad es bastante reducida —dijo Harbert.
—Sí —contestó Pencroff—, sería pequeña para nosotros.
—Y además —añadió el periodista—, parece inhabitada.
—En efecto —repuso Harbert—, nada revela aquí la presencia del hombre.
—Bajemos —dijo Pencroff— y busquemos.
El marino y sus dos compañeros volvieron a la orilla al sitio donde habían dejado al
Buenaventura.
Habían decidido dar a pie la vuelta al islote antes de aventurarse por el interior, de manera que ninguno de sus puntos escapase a sus investigaciones.