La isla misteriosa (41 page)

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Authors: Julio Verne

Pocos días antes se había observado en el mar, a unas dos o tres millas de distancia, un enorme animal, que nadaba en las aguas de la isla Lincoln. Era una ballena de grandísimo tamaño, que verosímilmente debía pertenecer a la especie austral llamada
ballena del Cabo.

¡Qué fortuna si pudiéramos apoderamos de ella! —exclamó el marino—.

Si tuviéramos una embarcación apropiada y un arpón en buen estado, yo sería el primero que diría: ¡corramos allá, porque ese animal vale la pena de ser capturado!

—En efecto, Peneroff —dijo Gedeón Spilett—, me alegraría verle manejar el arpón. Debe ser curioso.

—Muy curioso y no exento de peligro —dijo el ingeniero—; pero, dado que no tenemos medios para atacar a ese animal, es inútil que nos ocupemos de él.

—Me sorprende —repuso el periodista— ver una ballena en esta latitud, para ella bastante elevada.

—¿Por qué, señor Spilett? —preguntó Harbert—. Estamos precisamente en esa parte del Pacífico que los pescadores ingleses y norteamericanos llaman
campo de ballenas, y
aquí, entre Nueva Zelanda y América del Sur, se hallan la mayor cantidad de las ballenas del hemisferio austral.

Nada más cierto —respondió Pencroff—, y lo que a mí me admira es que no hayamos visto otras. De todos modos, ya que no podemos acercarnos a ellas, no importa que haya muchas o pocas.

Y Pencroff volvió a su obra, exhalando un suspiro de sentimiento, porque todo marino es pescador; y si el placer de la pesca está en razón directa del tamaño del animal, puede juzgarse lo que experimentaría un ballenero en presencia de una ballena.

¡Y si no se hubiera tratado más que de este placer! Los colonos pensaban que semejante presa habría sido una fortuna para ellos, porque el aceite, la grasa y las barbas de la ballena podían servir para muchísimos usos.

Ahora bien, sucedió que la ballena que los colonos habían visto no quiso, al parecer, abandonar las aguas de la isla, y desde las ventanas del Palacio de granito y desde la meseta de la Gran Vista, Harbert y Gedeón Spilett, cuando no estaban de caza, y Nab, mientras vigilaba sus hornillos, no dejaban el anteojo de la mano observando todos los movimientos del animal. El cetáceo, que se había internado mucho en la bahía de la Unión, la cruzaba rápidamente desde el cabo Mandíbula hasta el cabo de la Garra, impulsado por su aleta caudal, poderosísima, sobre la cual se apoyaba y se movía a saltos con una velocidad que a veces llegaba hasta doce millas por hora. Otras veces se acercaba tanto al islote, que se la podía distinguir completamente. Era, en efecto, una ballena de la especie austral enteramente negra, cuya cabeza es más deprimida que la de las ballenas del norte.

Se veía lanzar por los orificios de la cabeza a gran altura una nube de vapor... o de agua, pues, por extraño que parezca, los naturalistas y los balleneros no están todavía de acuerdo en este punto.

¿Es aire o es agua lo que arroja la ballena? Generalmente se admite que es vapor que, al condensarse repentinamente al contacto del aire frío, vuelve a caer en forma de lluvia.

La presencia de aquel mamífero marino llamaba poderosamente la atención de los colonos; sobre todo Pencroff estaba nervioso y se distraía durante su trabajo, acabando por no poder resistir al deseo de poseer aquella ballena, como un niño que desea un objeto que está prohibido tocar. Por la noche soñaba con ella en voz alta y, si hubiera tenido medios para atacarla, si la chalupa hubiera estado en situación de mantenerse en el mar, no hubiera vacilado en perseguirla.

Pero lo que los colonos no podían hacer lo hizo por ellos la casualidad, y el 3 de mayo los gritos de Nab, apostado en la ventana de su cocina, anunciaron que la ballena había encallado en la playa de la isla. Harbert y Gedeón Spilett, que iban a marchar de caza, abandonaron sus fusiles, Pencroff arrojó su hacha, Ciro Smith y Nab se unieron a sus compañeros y todos se dirigieron hacia el lugar donde el animal había encallado.

Era en la playa de la punta del Pecio, a tres millas del Palacio de granito y durante la marea alta. Probablemente el cetáceo no podría desprenderse con facilidad del sitio en que estaba. En todo caso era necesario apresurarse para cortarle la retirada. Acudieron con picos y venablos, pasaron el puente del río de la Merced, bajaron por la orilla derecha, ganaron la playa y en menos de veinte minutos se hallaron junto al enorme animal, por encima del cual revoloteaba una nube de pájaros.

—¡Qué monstruo! —exclamó Nab.

Y la expresión era justa, porque era una ballena austral de ochenta pies de longitud, un gigante de la especie, que no debía pesar menos de ciento cincuenta mil libras.

Entretanto el monstruo encallado no se movía ni trataba de ponerse de nuevo a flote, mientras la marea estaba alta.

Los colonos tuvieron la explicación de la inmovilidad, cuando, al llegar la baja marea, pudieron dar vuelta a todo su cuerpo.

Estaba muerta, un arpón salía de su costado izquierdo.

—Hay, pues, balleneros en nuestras aguas —dijo inmediatamente Gedeón Spilett.

—¿Porqué? —preguntó el marino.

—Porque aquí tenemos ese arpón...

—No, señor Spilett, eso no prueba nada —contestó Pencroff—. Se han visto ballenas andar millares de millas con un arpón en el costado y, si ésta hubiera sido herida al norte del Atlántico y hubiera venido a morir al sur del Pacífico, nada habría de extraño.

—Sin embargo... —dijo Gedeón Spilett, a quien la afirmación de Pencroff no satisfizo.

—Eso es muy posible —intervino Ciro Smith—, pero examinemos el arpón. Quizá, según la costumbre general, los balleneros han grabado en este arma el nombre de su buque.

En efecto, Pencroff, después de arrancar el arpón que el animal llevaba en el costado, leyó esta inscripción:
MARIA STELLA —VINEYARD.

—¡El buque de Vineyard! ¡Un buque de mi país! —exclamó—. El
Maria Stella.
¡Hermoso ballenero! Lo conozco muy bien. ¡Ah, amigos, un buque de Vineyard, un ballenero de Vineyard!

Y el marino, blandiendo el arpón, repetía con emoción aquel nombre tan querido, el nombre de su país natal.

Como no podía esperarse que el
Maria Stella
reclamara el animal que había herido con su arpón, se convino proceder al despedazamiento de la ballena antes que llegara a la descomposición. Las aves de rapiña, que espiaban desde algunos días aquella rica presa, querían sin más tomar posesión de ella y hubo que ahuyentarlas a tiros.

Aquella ballena era una hembra, cuyos pechos dieron gran cantidad de leche, que, conforme a la opinión del naturalista Dieffembach, podía pasar por leche de vaca; y en efecto, no se diferencia de ella por el sabor, ni por el color, ni por la densidad.

Pencroff había servido en otro tiempo en un buque ballenero, por lo que pudo dirigir metódicamente la operación del descuartizamiento, operación bastante desagradable, que duró tres días, pero ante la cual ninguno de los colonos retrocedió, ni siquiera Gedeón Spilett, que, según decía el marino, concluiría por hacerse
un excelente náufrago.

El tocino cortado en lonjas paralelas de dos pies y medio de espesor, y dividido después en pedazos que podían pesar mil libras cada uno, fue derretido en grandes vasos de barro, que se llevaron al sitio mismo de la operación, porque no se quería tener aquel mal olor en las inmediaciones de la meseta de la Gran Vista. En aquella fusión perdió la grasa una tercera parte de su peso, pero había muchísima; la lengua sola dio seis mil libras de aceite y el labio inferior cuatro mil. Además de esta grasa, que debía asegurar por largo tiempo la provisión de estearina y de glicerina, estaban las barbas, que sin duda tendrían su empleo especial, aunque no se usaban paraguas ni corsés en el Palacio de granito. La parte superior de la boca del cetáceo estaba, en efecto, provista en los dos lados de ochocientas láminas córneas muy elásticas, de contextura fibrosa y afiladas en sus bordes como dos grandes peines, cuyos dientes, de seis pies de largo, sirven para retener los millares de animalillos, pececillos y moluscos de que se alimenta la ballena.

Terminada la operación con gran satisfacción de los colonos, se abandonaron los restos del animal a las aves de rapiña, que debían hacer desaparecer hasta sus últimos vestigios, y los colonos volvieron a sus tareas ordinarias en el Palacio de granito.

Sin embargo, antes de volver al taller de construcción, Ciro Smith tuvo la idea de fabricar ciertas máquinas que excitaron la curiosidad de sus compañeros. Tomó una docena de barbas de ballena y las cortó en seis partes iguales, aguzándolas por sus extremos.

—¿Y para qué servirá eso, señor Ciro? —preguntó Harbert, cuando vio la operación terminada.

—Para matar lobos, zorras y hasta jaguares.

—¿Ahora?

—No, este invierno, cuando estemos rodeados de hielo y nieve.

—No comprendo —repuso Harbert.

—Vas a comprenderlo, hijo mío —añadió el ingeniero—. Este aparato no es invención mía, sino que lo emplean con frecuencia los cazadores de las islas Aleutianas, en la América rusa. Cuando vengan los hielos, estas barbas que ven las encorvaré, las regaré con agua hasta que estén cubiertas de una capa de hielo que mantendrá su curvatura, y luego las sembraré sobre las nieves tras haberlas disimulado un poco bajo otra capa de grasa. Ahora bien, ¿qué sucederá si un animal hambriento viene a tragarse uno de esos cebos? Que el calor de su estómago fundirá el hielo y, extendiéndose el fanón, romperá sus intestinos con sus extremos aguzados.

—¡Eso sí que es ingenioso! —dijo Pencroff.

—Y sobre todo, nos ahorrará pólvora y balas —añadió Ciro Smith.

—Eso vale más que las trampas —dijo Nab.

—Esperemos, pues, el invierno.

—Esperemos el invierno.

Entretanto adelantaba la construcción del buque y a finales de mes estaba medio forrado. Podía verse que sus formas serían excelentes para mantenerse bien en el mar.

Pencroff trabajaba con un ardor sin igual, y sólo su naturaleza robusta podía resistir tanto trabajo. Sus compañeros le preparaban en secreto una recompensa a sus trabajos y el 31 de mayo debía experimentar una de las mayores alegrías de su vida.

Aquel día, al terminar la comida, en el momento en que se iba a levantar de la mesa, sintió que se apoyaba una mano sobre su hombro.

Era la mano de Gedeón Spilett, que le dijo:

—Un instante, amigo Pencroff. No se va la gente sin más. ¿Y los postres? ¿Se olvida usted de los postres?

—Gracias, señor Spilett —contestó el marino—, vuelvo al trabajo.

—Pero una taza de café, amigo mío.

—No, gracias.

—Entonces, una pipa.

Pencroff se había levantado y su cara, ancha y franca, se puso pálida cuando vio al corresponsal que le presentaba una pipa cargada, mientras Harbert le ofrecía una brasa.

El marino quiso articular una palabra, pero no pudo. Asiendo la pipa se la llevó a los labios; después, aplicando la brasa, aspiró una tras otra cinco o seis bocanadas. Una nube azul y perfumada se extendió por el cuarto y de las profundidades de aquella nube salió una voz delirante que repetía:

—¡Tabaco, verdadero tabaco!

—Sí, Pencroff —dijo Ciro Smith—, y buen tabaco.

—¡Divina Providencia! ¡Autor sagrado de todas las cosas! —exclamó el marino—. Ya no falta absolutamente nada en nuestra isla.

Y Pencroff fumaba y fumaba sin cansarse.

—¿Y quién ha hecho este descubrimiento? —preguntó al fin—. ¿Tú, Harbert?

—No, Pencroff. El autor del descubrimiento es el señor Spilett.

—¡Oh, señor Spilett! —exclamó el marino abrazando al periodista, que jamás había sufrido un apretón tan grande.

—¡Un segundo Pencroff! —dijo Gedeón Spilett, recobrando su respiración, un instante comprometida—. Una parte de esta gratitud se la debe a Harbert, que ha conocido la planta; a Ciro, que la ha preparado, y a Nab, que ha tenido el trabajo de guardamos el secreto.

—Pues bien, amigos, yo les recompensaré algún día. Entretanto, soy todo vuestro en vida y muerte.

11. De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible

El invierno llegaba con el mes de junio, que es el diciembre de las zonas boreales, y la principal ocupación de entonces fue la confección de vestidos pesados y de abrigo.

Los muflones de la dehesa habían sido esquilados y la preciosa materia textil estaba dispuesta; no faltaba más que transformarla en tela.

Claro que Ciro Smith, no teniendo a su disposición cardas, ni peines, ni alisadores, ni estiradores, ni retorcedores, ni máquinas de las llamadas
mule jenny y self-acting
para hilar la lana, ni telar para tejerla, tenía que proceder de una manera más sencilla y que ahorrase el hilado y el tejido. Se proponía utilizar la propiedad que tienen los filamentos de lana, cuando se los prensa en todos sentidos, se entrelazan unos con otros y constituyen por este cruzamiento esa tela que se llama fieltro.

Aquel fieltro podía, pues, obtenerse por un simple bataneo, operación que, si disminuye la flexibilidad de la tela, aumenta notablemente sus propiedades conservadoras del calor. Ahora bien, precisamente la lana que daban los muflones se componía de vellones cortos, buena condición para la fabricación del fieltro.

El ingeniero, ayudado por sus compañeros, incluido Pencroff, que otra vez tuvo que abandonar su construcción naval, comenzó las operaciones preliminares que tuvieron por objeto quitar la sustancia oleosa y grasa impregnada en la lona, que se llama churre. El desgrasamiento se verificó en cubetas llenas de agua a 60° de temperatura y en las cuales se dejó sumergida la lana veinticuatro horas. Después se hizo un lavado a fondo mediante baños de sosa, y luego, aquella lana, cuando estuvo suficientemente seca por la presión, se puso en estado de ser bataneada, es decir, de producir una tela sólida, tosca y que no habría tenido ningún valor en un centro industrial de Europa o de América, pero que debía ser preciosísima en los
mercados
de la isla Lincoln.

Este género de paño ha debido ser conocido en épocas remotas, y era, en efecto, la primera tela de lana fabricada por el procedimiento que iba a emplear Ciro Smith.

En lo que sus conocimientos de ingeniero le sirvieron más fue en la construcción de la máquina destinada a batanear la lana, porque supo aprovecharse de la fuerza mecánica, inutilizada hasta entonces, que poseía el salto de agua de la playa para mover un batán.

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