La isla misteriosa (42 page)

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Authors: Julio Verne

Nada más rudimentario: un árbol provisto de dientes que levantaban y dejaban caer alternativamente pilones verticales; cubos destinados a recibir la lana, en cuyo interior caían los pilones, y un fuerte armazón de madera, que contenía y ligaba todo el sistema: así era la máquina y así había sido hasta el momento en que se tuvo la idea de reemplazar los pilones por cilindros compresores y someter la materia, no a un bataneo, sino a una laminación.

La operación, dirigida por Ciro Smith, tuvo éxito. La lana, previamente impregnada de una disolución jabonosa destinada por una parte a facilitar su deslizamiento, unión, compresión y reblandecimiento, y por otra impedir su alteración por el golpeteo, salió del batán en forma de una áspera tela de fieltro. Las estrías y asperezas del vellón se habían enganchado y entrelazado las unas en las otras de tal modo, que formaban una tela igual, apta para hacer vestidos y mantas. No era ni merino, ni muselina, ni cachemira de Escocia, ni
stof,
ni
reps,
ni raso de China, ni Orleans, ni alpaca, ni paño, ni franela; era
fieltro lincolniano,
y la isla Lincoln contaba con una industria más.

Los colonos tuvieron buenos vestidos y buenas mantas y pudieron esperar sin temor el invierno de 1866 a 1867.

Los grandes fríos comenzaron a hacerse sentir hacia el 20 de junio, y Pencroff, con gran pesar, tuvo que suspender la construcción del buque, que, por otra parte, terminaría la próxima primavera.

La idea fija del marino era hacer un viaje de reconocimiento a la isla Tabor, aunque Ciro Smith no aprobaba aquel viaje, que no tenía otro objeto que el de satisfacer una curiosidad, porque evidentemente no había esperanza de hallar socorro alguno en aquella roca desierta y casi árida. Un viaje de ciento cincuenta millas en un barco relativamente pequeño, por mares desconocidos, le preocupaba. Si la embarcación, una vez en alta mar, no podía llegar a la isla Tabor, ni volver a Lincoln, ¿qué sería de ellos en medio de aquel Pacífico tan fecundo en siniestros?

Ciro Smith hablaba con frecuencia de este proyecto con Pencroff, y le sorprendía la obstinación del marino sobre este viaje, obstinación que el mismo Pencroff no acertaba a explicarse.

—Porque, en fin —le dijo un día el ingeniero—, debe observar, amigo mío, que después de haber hablado tan bien de la isla Lincoln y de haber manifestado tantas veces el dolor que experimentaría si tuviese que abandonarla, es el primero en querer salir de ella.

—Por pocos días, nada más —contestó Pencroff—; por pocos días, señor Ciro, sólo ir y volver después de haber visto lo que hay en ese islote.

—Pero no puede valer lo que vale la isla Lincoln.

—Eso desde luego.

—¿Entonces, por qué aventurarse?

—Para saber lo que pasa en la isla Tabor.

—Pero si no pasa nada, ni puede pasar.

—¡Quién sabe!

—¿Y si le sorprende una tempestad?

—No hay que temerla en la buena estación —repuso Pencroff—. Le pediré permiso para hacer solo con Harbert ese viaje.

—Amigo —repuso el ingeniero, poniendo la mano en el hombro del marino—, si le sucediera una desgracia a usted o a ese muchacho, a quien la casualidad nos ha dejado por hijo, ¿cree usted que podríamos consolarnos?

—Señor Ciro —contestó Pencroff con inmutable confianza—, no le causaremos esa pena.

Ya volveremos a hablar del viaje, cuando llegue el momento. Creo que, cuando haya visto nuestro buque bien aparejado, bien acastillado y cuando observe cómo se porta en el mar, cuando hayamos dado la vuelta a nuestra isla, porque la daremos, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en dejarnos marchar. No puedo ocultarle que ese buque que ha ideado va a ser una obra maestra.

—Diga al menos
nuestro buque,
Pencroff —repuso el ingeniero momentáneamente desarmado.

La conversación concluyó así para volver a empezar después, sin que quedaran convencidos ni el marino ni el ingeniero.

Hacia finales de junio cayeron las primeras nieves. De antemano habían almacenado provisiones en la dehesa y no fue preciso visitarla diariamente, aunque sí una vez por semana.

Colocaron las trampas de nuevo y se hizo el ensayo de los instrumentos fabricados por Ciro Smith.

Las barbas de la ballena, encorvadas, aprisionadas en un estuche de hielo y cubiertas de una espesa capa de grasa, fueron colocadas en los límites del bosque, y en el sitio por donde pasaban continuamente los animales para ir al lago.

Con satisfacción del ingeniero, su invención, imitadora de los pescadores aleutianos, tuvo un éxito completo. Una docena de zorras, algunos jabalíes y hasta un jaguar se dejaron engañar por el cebo y fueron encontrados muertos con el estómago perforado por los fanones al extenderse.

Y aquí debemos hablar de un ensayo que fue la primera tentativa hecha por los colonos para comunicarse con sus semejantes.

Gedeón Spilett había pensado muchas veces en arrojar al mar una noticia metida en una botella que la corriente llevaría quizá a alguna costa habitada o en confiarla a las palomas. Pero ¿cómo esperar que las palomas o botellas pudieran atravesar la distancia que separaba la isla de toda tierra habitada, no inferior a mil doscientas millas? Hubiera sido una locura.

El 30 de junio se capturó un albatros herido en la pata por un tiro de Harbert. Era una ave de la familia de esas grandes voladoras, cuyas alas extendidas miden diez pies de envergadura y que pueden atravesar mares tan amplios como el Pacífico.

Harbert hubiera querido conservar aquella ave, cuya herida se curó rápidamente, a la cual quería domesticar; pero Gedeón Spilett le hizo comprender que no podía desaprovecharse aquella ocasión de intentar una correspondencia mediante aquel correo con las tierras del Pacífico; y Harbert tuvo que ceder, porque, si el albatros había venido de alguna región habitada, volvería a ella cuando se viese libre.

Tal vez en el fondo Gedeón Spilett, en cuyo ánimo dominaba el espíritu de cronista, deseaba con ansia lanzar un interesante artículo respecto de las aventuras de los colonos en la isla Lincoln. ¡Qué triunfo para el corresponsal del “New York Herald” y para el número que publicase la crónica, si por ventura llegaba a manos de su director, el ilustre John Benett!

Gedeón Spilett redactó una noticia sucinta, que fue metida en un saco de tela fuerte engomada. A la noticia acompañaba una súplica, para que el que la encontrase la remitiera inmediatamente a las oficinas del “New York Herald”. Aquel saquillo fue atado al cuello del albatros y no a una de sus patas, porque estas aves tienen la costumbre de descansar en la superficie del agua; y después se dio libertad a aquel rápido correo del aire. Los colonos lo vieron desaparecer entre las brumas del oeste.

—¿Adónde irá? —preguntó Pencroff.

—Hacia Nueva Zelanda —contestó Harbert.

—¡Buen viaje! —exclamó el marino, que por su parte no esperaba grandes resultados de aquella correspondencia.

Con el invierno continuaron las tareas del interior del Palacio de granito: reparaciones de vestidos, confecciones diversas, entre otras las velas de la embarcación, que se cortaron del inagotable depósito del aerostato.

Durante el mes de julio los fríos fueron intensos, pero no se economizaron ni leña ni carbón. Ciro Smith había instalado otra chimenea en el salón y allí pasaban las largas noches del invierno.

Hablaban durante el trabajo, se leía cuando las manos estaban ociosas y el tiempo transcurría con provecho para todos.

Era un verdadero gozo para los colonos, cuando desde aquella sala bien alumbrada por bujías, bien calentada por el carbón de piedra, después de una comida reconfortante, el café de saúco humeando en la taza y las pipas desprendiendo un humo odorífero, oían la tempestad mugir fuera. Habrían experimentado un bienestar completo si éste pudiera existir para los colonos que estaban lejos de sus semejantes y sin comunicación posible con ellos. Hablaban siempre de su patria, de los amigos que habían dejado en ella y de la grandeza de la República Norteamericana, cuya influencia no podía menos de acrecentarse. Ciro Smith, que había desempeñado un papel importante en los asuntos de la Unión, interesaba a sus oyentes con sus relatos, sus puntos de vista y sus pronósticos.

Un día Gedeón Spilett le dijo:

—Pero en fin, querido Ciro, todo este movimiento industrial y comercial que usted predice continuará en progresión constante. ¿No corre peligro de verse detenido tarde o temprano?

—¿Detenido? ¿Por qué?

—Por falta de carbón, que puede llamarse el más precioso de los minerales.

—Es el más precioso —contestó el ingeniero—, y parece que la naturaleza lo ha querido demostrar así haciendo el diamante, que en último análisis no es más que carbón puro cristalizado.

—¿Quiere usted decir, señor Ciro —repuso Pencroff—, que se quemarán diamantes a guisa de hulla en las calderas?

—No, amigo mío —contestó Ciro Smith.

—Sin embargo, insisto en lo que he dicho —añadió Gedeón Spilett—. ¿Negará usted que un día se habrá extinguido completamente la provisión de carbón?

—Los yacimientos de hulla son todavía muy considerables, y los cien mil obreros, que arrancan anualmente cien millones de quintales métricos de mineral, están muy lejos de agotar tan pronto los depósitos.

—Considerando la proporción creciente del consumo de carbón de piedra —repuso Gedeón Spilett—, se puede presumir que esos cien mil obreros serán pronto doscientos mil y que se duplicará la extracción.

—Pero después de los yacimientos de Europa, con el auxilio de nuevas máquinas podrán explorarse más a fondo. Las minas de América y de Australia suministrarán por largo tiempo todavía lo necesario para el consumo de la industria.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el periodista.

—Al menos por doscientos cincuenta o trescientos años.

—Eso nos debe tranquilizar —intervino Pencroff—, pero es alarmante para nuestros bisnietos.

—Ya se inventará otra cosa —dijo Harbert.

—Esperemos —contestó Spilett—, porque sin carbón no hay máquinas, y sin máquinas no hay trenes, ni vapores, ni fábricas, ni nada de lo que exige el progreso de la vida moderna.

—Pero ¿qué se inventará? —preguntó Pencroff—. ¿Lo imagina usted, señor Ciro?

—Algo, amigo mío.

—¿Y qué se quemará en vez de carbón?

—¡Agua! —respondió Ciro Smith.

—¡Agua! —exclamó Pencroff—. ¡Agua para calentar las calderas de los vapores y de las locomotoras, agua para calentar el agua!

—Sí, amigo mío —repuso Ciro Smith—; agua descompuesta sin duda por la electricidad y que llegará a ser entonces una fuerza poderosa y manejable. Todos los grandes descubrimientos, por una ley inexplicable, parece que se encadenan y se completan en el momento oportuno. Sí, amigos míos, creo que el agua se usará un día como combustible, que el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen, utilizados aislada y simultáneamente, producirán una fuente de calor y de luz inagotable y de una intensidad mucho mayor que la de la hulla. Un día el pañol de los vapores y el ténder de las locomotoras en vez de carbón se cargarán de esos dos gases comprimidos, que arderán en los hornos con un enorme poder calorífico. No hay que temer, pues, mientras esta tierra esté habitada, suministrará elementos para satisfacer las necesidades de sus habitantes, los cuales no carecerán jamás de luz ni de calor, como tampoco de las producciones de los reinos vegetal, mineral y animal.

Creo que, cuando estén agotados los yacimientos de hulla, se producirá el calor con agua. El agua es el carbón del porvenir.

—Quisiera ver eso —dijo el marino.

—Has madrugado mucho, Pencroff —contestó Nab, que intervino con estas palabras en la conversación.

Sin embargo, no fueron las palabras de Nab las que terminaron la conversación, sino los ladridos de
Top,
que estallaron de nuevo con aquella entonación extraña que ya en otra ocasión había preocupado al ingeniero. Al mismo tiempo
Top
dio vueltas de nuevo alrededor de la boca del pozo que había en el extremo del corredor interior.

—¿Qué es lo que tiene
Top,
por qué ladra así? —preguntó Pencroff.

—¿Y por qué gruñirá
Jup
de esa manera? —añadió Harbert.

En efecto, el orangután, uniéndose al perro, daba señales inequívocas de agitación, y los dos animales parecían estar más alarmados que irritados.

—Es evidente —dijo Gedeón Spilett— que ese pozo está en comunicación con el mar, y que hasta su interior viene, sin duda, a respirar algún animal marino.

—Así parece —añadió Peneroff—, no tiene otra explicación... ¡Vamos, silencio,
Top!
—dijo el marino, volviéndose hacia el perro—; y tú,
Jup,
retírate a tu cuarto.

El perro y el mono se callaron.
Jup
volvió a acostarse, pero
Top
se quedó en el salón y continuó lanzando gruñidos durante toda la noche.

No se volvió a tratar del incidente, pero el ingeniero conservó el ceño fruncido.

Durante el resto del mes de julio hubo alternativas de nieve y de frío.

La temperatura no descendió tanto como en el invierno anterior, pues el máximum no pasó de 80 Fahrenheit (13° 33' centígrados bajo cero). Pero si aquel invierno fue menos frío, en cambio fue más agitado por las tempestades y el vendaval; hubo también violentos asaltos del mar, que comprometieron más de una vez las Chimeneas. Parecía que unas corrientes originadas por una conmoción submarina levantaban aquellas olas monstruosas, precipitándolas contra la muralla del Palacio de granito.

Cuando los colonos, asomados a sus ventanas, observaban aquellas masas de agua que se estrellaban a su vista, no podían menos de admirar el magnífico espectáculo de aquel furor imponente del océano.

Las olas chocaban y saltaban en espuma resplandeciente; la playa desaparecía bajo aquella inundación rabiosa y el macizo de granito parecía levantarse del fondo del mismo mar, cuyas olas se elevaban a una altura de más de cien pies.

Durante aquellas tempestades era peligroso aventurarse por los caminos de la isla, porque era frecuente la rotura y caída de árboles; sin embargo, los colonos no dejaron pasar una semana sin ir a visitar la dehesa.

Afortunadamente, aquel recinto, abrigado por el contrafuerte sudeste del monte Franklin, no padeció demasiado por la violencia del huracán, que perdonó los árboles, los cobertizos y la empalizada; pero el corral, establecido en la meseta de la Gran Vista, y por consecuencia expuesto directamente a los golpes de viento del este, sufrió deterioros de mucha consideración. El palomar quedó destechado dos veces y la barrera quedó destruida. Todo aquello exigía ser repuesto de una manera sólida, porque se veía claramente que la isla Lincoln estaba situada en uno de los parajes peores del Pacífico. Parecía que formaba el punto central de los vastos ciclones, que la azotaban como la cuerda de un trompo de música. Pero aquí el trompo estaba inmóvil y la cuerda giraba.

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