Read La isla misteriosa Online

Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (20 page)

Ciro Smith pensó, no sin razón, que por aquel lado debía desaguar el sobrante del lago en forma de cascada. En efecto, era necesario que el exceso de agua del arroyo rojo se perdiese en un punto cualquiera, y aquel punto no había sido encontrado todavía por el ingeniero en ninguna parte de las orillas ya exploradas, es decir, desde la desembocadura del arroyo al oeste hasta la meseta de la Gran Vista.

El ingeniero propuso, pues, a sus compañeros la ascensión al talud que tenían delante y la vuelta a las Chimeneas por las alturas, explorando de paso las orillas septentrional y oriental del lago.

La proposición fue aceptada y en pocos minutos Harbert y Nab llegaron a la meseta superior, siguiéndoles Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff con paso más reposado.

A doscientos pies a través del follaje resplandecía a los rayos solares la hermosa sabana de agua; el paisaje era delicioso en aquel sitio. Los árboles de tonos amarillentos se agrupaban maravillosamente para recrear la vista. Algunos enormes troncos de árboles, abatidos por la edad, se destacaban por su corteza negruzca sobre la verde alfombra que cubría el suelo. Allí gritaba una infinidad de cacatúas ruidosas, verdaderos prismas movibles, que saltaban de una rama a otra. Parecía que la luz no llegaba sino descompuesta a través de aquel paraje singular.

Los colonos, en vez de seguir derechos hacia la orilla norte del lago, adelantaron por el extremo de la meseta con el objeto de llegar a la desembocadura del arroyo en su orilla izquierda. El rodeo que tenían que dar no era más que de milla y media, un paso fácil, porque los árboles muy esparcidos dejaban entre sí un paso libre. Se conocía a primera vista que en aquel límite se detenía la zona fértil, pues allí la vegetación era menos vigorosa que en toda la parte comprendida entre la corriente del arroyo y el río de la Merced.

Ciro Smith y sus compañeros marchaban con bastante precaución por aquel terreno nuevo para ellos; sus únicas armas consistían en flechas y palos con puntas de hierro agudas y temían las fieras; sin embargo, ninguna se mostró en aquel sitio; probablemente frecuentaban con preferencia los espesos bosques del sur.

Los colonos tuvieron la desagradable sorpresa de ver a
Top
detenerse ante una serpiente que medía de cartorce a quince pies. Nab la mató de un palo; Ciro Smith examinó el reptil y declaró que no era venenoso, porque pertenecía a la especie de serpientes diamantes, de la cual suelen alimentarse los indígenas en la Nueva Gales del Sur; pero era posible que existiesen otras cuya mordedura fuera mortal, como víboras sordas de cola hendida, que atacan al que las pisa, o esas serpientes aladas provistas de dos anillas, que les permiten lanzarse con una rapidez extrema.
Top,
pasado el primer momento de sorpresa, se dio a cazar reptiles con un encarnizamiento que hacía temer por su vida, por lo cual su amo tenía que llamarle a cada instante.

En breve llegaron a la desembocadura del arroyo Rojo, al punto donde desaguaba en el lago. En la orilla opuesta reconocieron los exploradores el sitio que habían visitado ya al bajar del monte Franklin. Ciro Smith se cercioró de que el agua que el arroyo suministraba al lago era abundante y, por tanto, necesariamente debía haber un lugar por donde la naturaleza hubiese abierto un desagüe para el lago. Había que descubrir aquel desagüe porque sin duda formaba una cascada, cuya fuerza mecánica sería posible utilizar.

Los colonos, marchando al azar, pero sin apartarse mucho unos de otros, comenzaron a dar vueltas al lago, cuyas orillas eran muy escarpadas. Las aguas parecían contener abundantísima pesca y Pencroff se propuso construir algunos aparejos de pescar para explotarla.

Fue preciso, ante todo, doblar la punta aguda del nordeste. Hubiera podido suponerse que el desagüe se verificaba en aquel sitio, porque el extremo del lago venía casi a rozar con el de la meseta; pero no sucedía así, y los colonos tuvieron que continuar explorando la orilla, que después de una ligera curva bajaba paralelamente al litoral.

Por aquel lado el terreno estaba más despejado, pero algunos grupos de árboles plantados acá y allá añadían nuevos atractivos a lo pintoresco del paisaje. El lago Grant se presentaba entonces a la vista en toda su extensión, sin que el menor soplo de viento rizase la superficie de sus aguas.

Top,
penetrando entre la espesura, levantó diversas bandas de aves, a las que Spilett y Harbert saludaron con sus flechas. Uno de aquellos volátiles cayó en medio de las hierbas pantanosas herido por el joven con una flecha disparada con mucha destreza.
Top
se precipitó hacia él y llevó a los colonos una hermosa ave nadadora, color pizarra, de pie corto, de hueso frontal muy desarrollado, dedos ensanchados por un festón de plumas que los rodeaban y alas orilladas con una raya blanca. Era una fúlica del tamaño de una perdiz, perteneciente a ese grupo de los macrodáctilos, que forma la transición entre el orden de las zancudas y el de las palmípedas; pobre caza y de un gusto que debía dejar mucho que desear. Pero
Top
sería sin duda menos delicado que sus amos y se convino que la fúlica sirviera para su cena.

Los colonos seguían entonces la orilla oriental del lago; no debían tardar en llegar a la parte ya reconocida. El ingeniero se mostraba muy sorprendido de no ver ningún indicio de desagüe. El corresponsal y el marino hablaban con él y tampoco disimulaban su asombro.

En aquel momento
Top,
que había estado muy tranquilo hasta entonces, dio señales de agitación. El inteligente animal iba y venía hacia la orilla, se detenía de repente, miraba las aguas y levantaba una pata como si espiase alguna caza invisible; después ladraba con furor como si la divisara y luego callaba.

Ni Ciro Smith ni sus compañeros pusieron atención al principio en los movimientos de
Top,
pero los ladridos del animal llegaron a ser tan frecuentes, que intrigaron al ingeniero.

—¿Qué has visto,
Top?
—preguntó.

El perro dio varios saltos hacia su amo manifestando verdadera inquietud y se lanzó de nuevo hacia la orilla. Después, de repente, se precipitó en el lago.

—¡Aquí,
Top!
—gritó Ciro Smith, que no quería dejar a su perro aventurarse en aquellas aguas sospechosas.

—¿Qué es lo que pasa ahí abajo? —preguntó Pencroff examinando la superficie del lago.


Top
habrá olfateado algún anfibio —contestó Harbert.

—Algún cocodrilo —dijo el corresponsal.

—No lo creo —replicó Smith—; los cocodrilos sólo se encuentran en regiones de altitud menos elevada.

Entretanto
Top
había acudido al llamamiento de su amo y saltado a la orilla, pero no podía permanecer tranquilo. Corría entre las altas hierbas y, guiándole su instinto, parecía seguir por la orilla algún objeto invisible sumergido en las aguas del lago. Sin embargo, las aguas estaban tranquilas sin que nada turbara su superficie. Varias veces los colonos se detuvieron junto a la orilla y observaron con atención. Nada se veía: allí había sin duda algún misterio.

El ingeniero estaba muy pensativo.

—Sigamos hasta el fin esta exploración —dijo.

Media hora después habían llegado todos al ángulo sudeste del lago y se hallaban en la meseta misma de la Gran Vista. En aquel punto el examen de las orillas del lago debía considerarse como terminado y, sin embargo, el ingeniero no había podido descubrir por dónde ni cómo se desaguaba el sobrante de las aguas.

—Y a pesar de todo, ese desagüe existe —repetía—; y, puesto que no es exterior, es preciso que esté abierto en el interior de la masa granítica de la costa.

—¿Pero qué importancia tiene para usted el saber eso, mi querido Ciro? —preguntó Gedeón Spilett.

—Muy grande —contestó el ingeniero—, porque, si el desagüe se verifica a través del muro de granito, es posible que se encuentre alguna cavidad fácilmente habitable, después de haber desviado el curso de las aguas.

—¿Pero no es posible, señor Ciro —observó Harbert—, que las aguas se escapen por el fondo mismo del lago y vayan al mar por algún conducto subterráneo?

—Es posible —contestó el ingeniero—, y, si así sucede, nos veremos obligados a edificar nuestra casa, puesto que la naturaleza no habrá hecho los primeros gastos de construcción.

Los colonos se disponían a atravesar la meseta para volver a las Chimeneas, porque eran ya las cinco de la tarde, cuando
Top
dio otra vez señales de agitación. Ladraba con furor y, antes de que. su amo hubiera podido contenerle, se precipitó de nuevo al lago.

Todos corrieron hacia la orilla. El perro estaba a más de veinte pies de distancia y Ciro Smith le llamaba a grandes voces, cuando una cabeza enorme salió de la superficie de las aguas, que no parecían profundas en aquel sitio.

Harbert conoció inmediatamente la especie de anfibio a que pertenecía aquella cabeza cónica, de ojos grandes, adornada de bigotes de largos pelos sedosos. —¡Un manatí! —exclamó.

No era un manatí, sino un individuo de esa especie comprendida en el orden de los cetáceos, llamado dugongo, porque sus fosas nasales estaban abiertas en la parte superior del hocico.

El enorme animal se había precipitado sobre el perro, que en vano quiso evitar el choque dirigiéndose hacia la orilla. Su amo no podía hacer nada por salvarlo y, antes que a Gedeón Spilett y a Harbert se les ocurriera armar sus arcos,
Top,
asido por el dugongo, desaparecía bajo las aguas.

Nab, que tenía su lanza en la mano, quiso arrojarse en auxilio del perro, decidido a atacar al formidable animal hasta en su elemento.

—No, Nab —dijo el ingeniero deteniendo a su valiente criado.

Entretanto tenía lugar bajo las aguas una lucha inexplicable, porque en aquellas condiciones
Top
evidentemente no podía resistir; lucha que debía ser terrible por los movimientos de la superficie del agua; lucha, en fin, que no podía terminar sino con la muerte del perro.

Mas, de repente, en medio de un círculo de espuma se vio reaparecer a
Top.

Lanzado al aire por una fuerza desconocida, se levantó diez pasos sobre la superficie del lago, cayó en medio de las aguas movidas y pronto llegó a la orilla sin herida grave, milagrosamente salvado.

Ciro Smith y sus compañeros contemplaban el espectáculo sin comprender la causa; y, circunstancia no menos inexplicable: después de haber vuelto
Top
a tierra, parecía que la lucha continuaba todavía bajo las aguas.

Sin duda el dugongo, atacado por algún poderoso animal, después de haber soltado al perro, combatía con otro enemigo.

Pero aquello no duró largo tiempo. Las aguas se tiñeron en sangre, y el cuerpo del dugongo, saliendo entre una sábana escarlata, que se propagó anchamente, vino pronto a encallar en una pequeña playa en el ángulo sur del lago.

Los colonos corrieron hacia aquel paraje. El dugongo estaba muerto; era un enorme animal, de quince a dieciséis pies de largo, que debía pesar de tres a cuatro mil libras. Tenía en el cuello una herida, que parecía hecha con una hoja cortante.

¿Qué anfibio había podido con aquel golpe terrible destruir al formidable dugongo? Nadie podía decirlo y muy preocupados por este incidente Ciro Smith y sus compañeros volvieron a las Chimeneas.

17. Abren una brecha en el lago con nitroglicerina

A la mañana del día siguiente, 7 de mayo, Ciro Smith y Gedeón Spilett, dejando a Nab preparar el almuerzo, subieron a la meseta de la Gran Vista, mientras Harbert y Pencroff marchaban río arriba a fin de renovar la provisión de leña.

El ingeniero y el corresponsal llegaron pronto a la pequeña playa, situada junto a la punta sur del lago y donde había ido a parar el anfibio.

Bandadas de aves se habían abatido sobre aquella masa carnosa y fue preciso ahuyentarlas a pedradas, porque Ciro Smith deseaba conservar la grasa del dugongo y utilizarla para las necesidades de la colonia. En cuanto a la carne del animal, no podía menos de suministrar un alimento excelente, pues en ciertas regiones de Malasia se reserva especialmente para la mesa de los indígenas importantes. Pero era asunto de la incumbencia de Nab.

En aquel momento Ciro Smith tenía en su cabeza otros proyectos. El incidente de la víspera no se había borrado de su memoria y no dejaba de preocuparlo. Quería penetrar en el misterio de aquel combate submarino, y saber cuál era el congénere de los mastodontes, o de otros monstruos marinos, que había causado al dugongo una herida tan extraña.

Estaba en la orilla del lago, mirando, observando, pero nada aparecía bajo las aguas tranquilas, que resplandecían heridas por los primeros rayos del sol.

En aquella playa, donde estaba el cuerpo del dugongo, las aguas eran poco profundas, pero desde aquel punto el fondo del lago iba bajando poco a poco, y era probable que en el centro la profundidad fuese muy grande. El lago podía considerarse como una ancha cuenca llenada con las aguas del arroyo Rojo.

—Y bien, Ciro —dijo el corresponsal—; me parece que esas aguas no ofrecen nada sospechoso.

—No, querido Spilett —contestó el ingeniero—; no acierto a explicar el incidente de ayer.

—Confieso —dijo Gedeón Spilett— que la herida hecha al anfibio es por lo menos extraña y tampoco he podido explicarme cómo
Top
fue lanzado tan vigorosamente fuera de las aguas. Parece como si un brazo poderoso lo lanzara y el mismo brazo, armado de un puñal, diera en seguida muerte al dugongo.

—Sí —contestó el ingeniero, que se había quedado pensativo—. Hay aquí algo que no puedo comprender. Pero ¿comprende, querido Spilett, cómo he sido yo salvado, cómo he podido ser sacado del agua y trasladado a las dunas? No lo comprende, ¿verdad? Por eso yo presiento algún misterio que descubriremos sin duda algún día. Observemos, pues, pero no hablemos ante nuestros compañeros de estos incidentes singulares. Guardemos nuestras observaciones para nosotros y continuemos nuestra tarea.

Como hemos dicho, el ingeniero no había podido descubrir por dónde se escapaba el sobrante de las aguas del lago; pero, como no había visto tampoco ningún indicio de desbordamiento, era forzoso que existiera el desagüe en alguna parte. Precisamente en aquel momento Ciro Smith quedó sorprendido al distinguir una corriente bastante pronunciada, que se oía en el sitio donde ambos se hallaban. Arrojó algunos pedacitos de leña y vio que se dirigían hacia el ángulo sur. Siguió aquella corriente, marchando por la orilla, y llegó a la punta meridional del lago.

Other books

LONTAR issue #1 by Jason Erik Lundberg (editor)
Suspicion of Guilt by Tracey V. Bateman
Bachelor Unleashed by Brenda Jackson
Bayou Judgment by Robin Caroll
Forbidden Fruit by Erica Storm
Mariel by Jo Ann Ferguson
Dark Exorcist by Miller, Tim
You’re Invited Too by Jen Malone and Gail Nall