La llamada (10 page)

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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

—La memoria es caprichosa, amigo mío —le dije yo saliéndole al paso—. De hecho, su padre dio por sentado que se trataba de un indígena precisamente porque usted se lo dibujó con esa suerte de tatuaje en la frente.

—Sí... —añadió Walker—. Es curioso: ahora lo recuerdo perfectamente... Pero cuando le hice ese dibujo a mi padre yo era un niño pequeño y no tenía ni idea de que aquello era un ornamento yekuana... Y supongo que luego simplemente lo olvidé.

Entre tanto Gracia nos escuchaba muy intrigada por el sentido de aquella conversación incomprensible:

—¿Se conocían ustedes? —preguntó.

—Verás, Gracia —respondí—, el señor Jones y yo tenemos un amigo en común: resulta que uno de nosotros, quiero decir alguien de mi especie, un gran genetista y también excelente traductor, salvó al señor Jones de morir ahogado en 1958. Lo descubrí el otro día por teléfono mientras exploraba sus recuerdos y ahora acabo de corroborarlo: en efecto, fue mi Maestro quien le salvó hace más de cincuenta años.

No pasaría de ser una formidable casualidad si no fuera porque ese mismo salvador había sido dado por muerto en 1956... Sin embargo, lo cierto es que dos años después de su desaparición, una noche de 1958, el Maestro sacó del río Caroní al señor Jones que entonces no era más que un niño, de manera que es evidente que seguía vivo a la sazón y que los que le dieron por muerto en 1956 estaban equivocados.

—Y no sólo me salvó la vida —añadió Walker—; también me ayudó mucho en un momento muy difícil de la niñez. Mi madre nos había abandonado y yo estaba como encerrado en mí mismo; aquella noche su capacidad para leer mis pensamientos le permitió auxiliarme con una precisión casi quirúrgica, como si yo fuera transparente para él; en suma: fue un ser totalmente providencial en mi vida.

—Tanto —añadí con ironía— que le tomó por el ángel de la guarda.

—Sí —sonrió Walker—, así es; hasta que crecí y comprendí que los ángeles de la guarda no existen. Desde entonces no ha pasado ni un solo día que no pensara en él y me preguntase por su origen y su paradero.

No había la menor exageración en lo que decía, era rigurosamente cierto: los últimos cincuenta años Walker se los había pasado espiando al cielo e interrogando en la noche a las estrellas; no se trataba de una vana sospecha: él sabía a ciencia cierta que había otros mundos más allá de aquella impenetrable oscuridad del espacio y se sentía depositario de un maravilloso secreto. Y ahora, por fin, se hallaba frente a mí, tan cerca que casi podía tocarme, y sentía un gozo y una emoción tan grandes que a duras penas podía contenerlos.

Fue muy conmovedor verlo allí, tragando saliva y tratando de impedir que se le saltasen las lágrimas. Hasta Gracia se dio cuenta de su turbación y, por primera vez desde que le conocía, sintió un poco de simpatía por él.

—¡Vaya! —exclamó Gracia con dulzura—. Veo que el señor Jones también tiene un
Amadeo Astronauta
en el corazón.

—Eso parece, sí —añadí yo—. Y por lo visto llevaba un curioso adorno yekuana,

¿verdad, señor Jones? Para ser exactos, el propio de un chamán.

—¿Un chamán es una especie de curandero indio, no? —preguntó Gracia.

—Sí —respondió Walker—, algo así. Es tan extraño... Lo más probable es que estuviera con algún pequeño grupo de indígenas, en la selva... Tuvo que ser un grupo muy aislado, oculto seguramente... Un chamán extraterrestre no es algo que pueda pasar desapercibido... ¿Qué cree usted que estaría haciendo allí? ¿Por qué le dieron por muerto en el 56?

—Fue una época muy difícil —respondí—. Empezaba a estar claro que esta vez el Omnia no pasaría de largo y que el Sistema Solar saltaría en pedazos. Los cálculos eran muy concluyentes y el Maestro quería encontrar una salida para los habitantes del Laboratorio; estaba convencido de que la había y sentía que el tiempo apremiaba... Pero los demás no estábamos de acuerdo con él. A la larga las discusiones se fueron volviendo dramáticas. Un día se marchó lleno de cólera: subió al transporte y se dirigió al Laboratorio, lo que tampoco era ninguna novedad puesto que solía hacerlo muy a menudo; le gustaba mucho la playa; nadar en el mar le calmaba, todo el mundo lo sabía... En ocasiones permanecía en el Laboratorio durante días y semanas, pero aquella vez dio la impresión de que volvía poco después; sin embargo, la verdad es que sólo volvió su baliza: se la había arrancado del pecho durante el descenso, se supone que sirviéndose de algún objeto punzante.

Fue muy deprimente ver la baliza tirada en el suelo del transporte, en mitad de un amasijo de fibras nerviosas y musculares... De inmediato salimos en su busca; yo mismo le busqué durante meses, pero todo fue inútil. Y al final se le dio por muerto.

—¿Por alguna razón en particular? —preguntó Walker.

—Sobre todo por la cuestión de la baliza... La baliza es un vínculo prácticamente indestructible entre cada uno de nosotros y la Base. Pase lo que pase, la baliza sigue emitiendo; funciona aunque se haya producido la muerte del sujeto que la lleva; nos ha permitido recuperar cadáveres perdidos en las peores circunstancias, incluso entre la lava de un volcán... Pues bien: resulta que él se la arrancó del pecho... Fue como un corte, en todos los sentidos de la palabra, y no cabe duda de que tuvo que quedar muy mal herido después de aquello. Todo el mundo juzgó que era un gesto profundamente autodestructivo, algo que anunciaba su fin. Sin embargo, yo nunca lo creí.

—A mí más bien me parece el comportamiento de alguien que trata de esfumarse sin dejar rastro —dijo Walker.

—Es posible pero en cualquier caso no creo que fuera algo premeditado; tuvo que ser un impulso, porque yo vivía con él cuando desapareció y no percibí que tuviera ningún plan de huida ni nada por el estilo. Estaba furioso, sí, y se sentía solo y cansado, pero no tanto como para pensar en morir o en... marcharse.

—Quizá ahora podremos preguntarle qué pasó —dijo Walker.

—Sí, ahora tenemos una pista, pero aun así no será fácil dar con él.

Entonces Walker añadió:

—Yo puedo ayudarle mucho —y su mirada me interpeló abiertamente por primera vez.

Más que un ofrecimiento era una súplica; había llegado el momento de la verdad: en efecto, él podía ayudarme mucho. Para empezar, formaba parte de una de las organizaciones más poderosas y bien informadas del mundo y tenía contactos en el Consejo Indio Venezolano. Y por si todo eso fuera poco, conocía Venezuela a la perfección y el estudio de las tradiciones indígenas había sido una de sus pasiones de juventud. Sin la menor duda, su ayuda habría sido inestimable para mí si yo hubiera podido aceptarla, pero no podía.

Ese intercambio que implícitamente me proponía Walker carecía tanto de sentido que hasta resultaba ingenuo. Él quería venir con nosotros a toda costa y habría hecho cualquier cosa para conseguirlo. Tras ocultar a sus superiores sus contactos conmigo y después de inutilizar los micrófonos que habían sido instalados en casa de Gracia, sentía que estaba traicionando a su gente y a su patria pero le daba lo mismo. No se trataba sólo de escapar al Omnia: lo esencial para él era poder partir hacia aquel mundo desconocido que había ocupado sus sueños desde la niñez.

No obstante, la verdad es que en ese otro mundo él no tenía cabida; hiciera lo que hiciera y soñara lo que soñase, allí siempre sería considerado un monstruo, un engendro sordo, brutal e infeccioso: un veneno absoluto para el espíritu. Y yo no quería bajo ningún concepto utilizarle sirviéndome de sus sueños para acabar dejándole atrás como a un apestado; yo no podía engañarle hasta ese punto, entre otras razones —me decía— porque eso equivaldría a dejar que su naturaleza me invadiera.

Así pues, resolví no mentirle y de ese modo reduje mi dilema a una suerte de formalidad —a una simple cuestión de moral personal—, como si todo el dolor y la compasión que se iban a desatar en aquella tragedia cósmica al final pudieran disolverse en la pura futilidad de haberle dicho la verdad.

Pero, curiosamente, la peor parte de mi franqueza no se la llevó Walker sino Gracia. Yo quería acabar cuanto antes con aquel equívoco que me abrumaba: necesitaba hacerle saber a Walker que, hiciera lo que hiciera, no vendría conmigo en ningún caso, así que se lo dije sin rodeos:

—Yo, en cambio, no voy a poder ayudarle, señor Jones: mi gente nunca me dará autorización para llevarle con nosotros. Ni a usted ni a ningún otro hombre de este planeta.

—¿Por qué? —inquirió Walker.

Y de ese modo regresamos al mismo punto en el que estábamos la noche en que nos interrumpió la policía.

Sentado en aquel pequeño comedor, junto al piano, fui explicándoles sin prisa el origen de todo: las limitaciones adaptativas de la partenogénesis y los experimentos de reproducción binaria; los primeros aciertos y los grandes fracasos; la creación de un laboratorio experimental en uno de los planetas perdidos en la órbita del Omnia, fuera del espacio habitado de la Vía Láctea; el modo en el que su especie había surgido de temerarios experimentos, cargada con la mutilación de su sordera, hasta acabar convirtiéndose en un nuevo y horrendo escalón entre la vida superior y la animal; y, por último, también les expliqué en toda su crudeza el fenómeno de la contaminación y hasta qué punto, por esa misma causa, el Universo civilizado había decidido inhibirse ante el próximo holocausto de la especie humana.

Fue una explicación meridianamente clara y durante un buen rato todo transcurrió como cabía esperar: ambos me escucharon con la mayor atención, un poco atónitos primero, incrédulos después y, por último, absolutamente desolados. Pero mientras Walker, muy impresionado por la desnudez de los hechos, procedía a una rápida y deslumbrante elaboración de la información que acababa de recibir, en el interior de Gracia fue como si se apagara una llama.

En un primer momento me costó comprender qué era lo que le estaba pasando.

Súbitamente, su serenidad interior se había transformado en vacío, hasta tal punto que se me hacía difícil oír sus pensamientos.

—Entonces —dijo ella haciendo una extraña pausa—... Resulta que Dios no existe.

No era ninguna pregunta y, no obstante, se quedó flotando en el aire, como en suspenso, lo mismo que una queja o un suspiro. Reconozco que no me di cuenta ni por asomo de todo lo que se contenía en aquel brevísimo aserto, hecho como al desgaire, y en el colmo de la estupidez aventuré una observación ridícula a modo de respuesta:

—Desde luego —le dije—, Dios no me parece una hipótesis plausible...

En ese preciso instante empecé a darme cuenta cabal de lo que ocurría y me detuve en seco, pero ya era demasiado tarde: sentada frente a mí, Gracia se tapó la cara con ambas manos, lanzó un breve gemido y rompió a llorar.

Hasta aquella misma noche, si alguien me hubiera preguntado si Gracia era una persona religiosa, yo habría respondido que sí con enormes reservas, acaso porque la ínfima calidad de su fe —ciertas convicciones insignificantes y un poco absurdas, asediadas por una ingente cantidad de dudas— encubría a la perfección la que es —

ahora lo sé— la más profunda de las necesidades humanas: Dios como negación de la muerte, como paliativo espiritual de la ausencia, como consuelo de la soledad; en una palabra: como esperanza.

He aprendido más sobre los seres humanos en estos días de intensa proximidad que en toda una vida de estudio y reflexión. Yo ya conocía y había examinado con cuidado muchos de los textos que, de una u otra forma, ponen de manifiesto que la creencia en la divinidad es una constante de la historia humana, pero hasta aquella noche en casa de Gracia no comprendí que esa obstinación en la creencia, al mismo tiempo que expresaba una necesidad, también definía una parte esencial de su naturaleza, a saber: era la forma en la que los seres humanos habían conseguido mitigar la mutilación de su sordera o, dicho de otro modo, la impenetrable certidumbre de la muerte.

En realidad, la plausibilidad de Dios era lo de menos, puesto que no se trataba de eso: por mucho que Dios no exista o, mejor dicho, aunque no exista, lo que sí existe y es rigurosamente cierto —y lo ha sido siempre y siempre lo será— es la necesidad humana de esperanza frente a la muerte.

Aquella noche comprendí que esa necesidad era tan categórica que no había modo de eludirla: resultaba posible vivirla de forma colectiva —como expresión de religiosidad— o individualmente —como carencia y como angustia—, pero en cualquier caso constituía una cita obligada. Y el llanto de Gracia estaba allí para corroborarlo. Su pobre y escuálida fe hasta entonces le había bastado para proporcionarle un poco de esperanza. La primera noche en que la llamé por teléfono, ella había acudido a mi encuentro a pesar del miedo, con un deseo casi inconsciente de disolver todas sus dudas, tratando en suma de que la religiosidad se impusiera a la angustia. Pero yo, al igual que aquel desolador cuervo de Poe que tan premonitoriamente colgaba de su pared, a la postre le había devuelto la visita para acabar susurrándole: «Nunca más»; nunca más la voz de su madre; nunca más el amor, la amistad; nunca más Gabriel, ni Miguel; nunca más, nunca más: nunca más.

No debería haberme sorprendido que esa pizca de esperanza que flotaba sobre el miedo se hubiera acabado disolviendo como un azucarillo en un mar de angustia; sin embargo, la verdad es que me sorprendió mucho, tanto que me quedé sin habla, paralizado, soportando el peso de aquel llanto infranqueable mientras asistía impotente a la muerte de su Dios.

Entre tanto, aquella ingente tormenta de piedra y hielo que se cernía sobre nosotros, seguía avanzando a través del espacio. No había tiempo que perder y Walker también lo sentía mientras buscaba el modo de afrontar los sollozos de Gracia.

—No llore más, señora Durán —le pidió—. Tiene que calmarse: hay mucho que hacer.

Gracia se volvió y le miró como si estuviera loco:

—¿Hacer...? ¿Y qué es lo que quiere hacer? ¿No ha oído lo que le han contado? —

replicó—. Vamos a desaparecer sin remedio, pero da igual, no tiene la menor importancia puesto que no somos más que cobayas... Simples cobayas inmundas, tan repugnantes que cuando saltemos por los aires, al parecer, uno de estos días, el Universo entero lanzará un enorme suspiro de alivio... ¡Un suspiro de alivio cósmico!

—Eso no es verdad —la interrumpí.

Me habría gustado decirle que ahora sabía que el Maestro tenía razón; que al final me había dado cuenta de que todo el dolor de este mundo condenado se quedaría para siempre en nuestra memoria a modo de castigo terrible e interminable, pero no pude continuar: su sufrimiento —y su rabia— eran tan intensos que me mareaban.

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