No tenía sentido protestar o quejarse por la reacción de los oficiales de enlace: todo cuanto había ocurrido aquella noche en la Base, incluidas las amenazas, estaba plenamente justificado.
Como es natural no se trataba de que nuestros anfitriones no supieran nada del Laboratorio, ya que, hasta cierto punto, tenían suficientes nociones de lo que allí ocurría; pero como esas nociones eran puramente abstractas, nunca les habían causado la menor inquietud. Sin embargo, a la hora de la verdad, la tremenda dureza de Walker Jones que nuestros visitantes apenas habían vislumbrado a través de mí, les había confundido y horrorizado lo indecible. Y eso a pesar de que sólo la habían percibido de una forma superficial puesto que, en una escala del 1 al 5, mi contacto telefónico con Walker no había llegado en absoluto al 2, o sea, que siempre había permanecido en el 1, lo que, sumado a la fuerza de bloqueo que me proporciona mi entrenamiento como traductor, había limitado extraordinariamente los daños, es decir, la contaminación.
Pero, en cualquier caso, tampoco cabía engañarse sobre el particular: estaba claro que para poder hurgar de verdad en la memoria de Walker Jones, seguramente sería necesario mantener contacto físico, lo que podía implicar subir hasta el 2 o incluso el 3: un auténtico descenso a los infiernos si se toma en consideración que el nivel 1 de contaminación es el máximo permitido en el Universo habitado y que si alguien lo supera se expone a padecer una suerte de exclusión a perpetuidad y hasta de muerte social definitiva.
Por esa razón precisamente era preferible hacer la desencriptación total de la memoria de Walker en la Base: porque aunque implicaba alcanzar el nivel 5 de contaminación, se habría llevado a cabo en condiciones de seguridad, es decir, entre varios traductores, de forma tal que, al final del proceso, ninguno de ellos hubiera recibido una contaminación superior a 1.
Con todo, hay que reconocer que se trata de una maniobra compleja y arriesgada donde las haya, que requiere la intervención de traductores muy experimentados en el control de daños y que, para colmo, tiene el gravísimo inconveniente de contaminar en el primer nivel a todos aquellos que se encuentren en la Base durante la operación.
No obstante, muchos de los integrantes de la Base —la práctica totalidad de los traductores, por ejemplo— ya estamos contaminados a ese nivel, lo que tampoco es completamente irremediable puesto que, en consideración al cometido de enlace con el Laboratorio que desempeñamos, existe un acuerdo provisional de tolerarlo en casi todas partes, gracias a lo cual podemos viajar y relacionarnos sin restricciones, siempre que, durante el viaje y la estancia de que se trate, pueda contarse con el apoyo de algún traductor con experiencia, o sea, de alguien capaz de bloquear de una manera solvente ese pequeño nivel de contaminación.
Desde luego, no se puede decir que tales inconvenientes hayan contribuido sobremanera a aumentar nuestra popularidad en el Cosmos, ni que todos los planetas se sientan encantados por un igual con nuestro cometido, pero de todas formas aún no somos parias; todavía podemos ir y venir a nuestro antojo y movernos con entera libertad pese a la contaminación.
Además, para decirlo todo y de una vez, nosotros somos fuertes en el sentido más trágico de la palabra y estamos bastante acostumbrados a andar por la cuerda floja.
Pero nuestros futuros anfitriones, en cambio, son mucho más delicados, a lo que se suma que, si llegaran a contaminarse, aunque sólo fuera un poco, tampoco dispondrían de traductores propios con los que llevar a cabo los bloqueos necesarios para poder viajar y relacionarse. Eso por no hablar de la posibilidad de que se produjera un accidente y al final resultase una contaminación mayor de la prevista — posibilidad que, por motivos obvios, crece exponencialmente cuando de lo que se trata es de desencriptar a alguien como Walker Jones.
Así pues, diría que todos comprendimos —y por supuesto yo también— las razones que habían llevado a los oficiales de enlace a amenazarnos con irse —e incluso con prohibirnos la entrada en su mundo— si llevábamos a la Base a Walker Jones. Es más: por comprender, hasta comprendí que estuvieran pensando en no permitirme partir junto con los demás en vista de lo lejos que había ido en mi comunicación con él. Claro que lo comprendí. ¿Cómo no iba a comprenderlo? A fin de cuentas era fácil: tenían razón y punto.
Pero más allá del confort de las buenas razones, a modo de bisectriz entre la lealtad y el arrepentimiento, se abría a mis pies un notable precipicio: porque yo no me sentía demasiado razonable; para mí estaba claro que, a pesar de los pesares, yo no podría, aunque quisiera, dejar abandonado al Maestro a su suerte para que el Omnia le barriera, junto con sus pecados y sus sueños, mientras todos los demás salíamos corriendo en pos de un nuevo comienzo.
Supongo que, en mi interior, me negaba ferozmente a volverle a traicionar una vez más y, por desgracia, en aquel decisivo momento de nuestra vida, difícil y amargo como pocos, eso era lo único que contaba para mí y todo lo demás me daba igual.
Por esa razón hice los cálculos precisos y, sin perder un segundo, me encaminé al Laboratorio decidido a explorar a Walker allí mismo, en casa de Gracia, sin ayuda y por mis medios, al precio que fuera y costara lo que costase.
En honor de la verdad tengo que reconocer que nadie trató de impedírmelo, así que pude partir sin demora aunque dejando tras de mí una enorme consternación: desde todos los rincones de la Base me llegaban mensajes pidiéndome que recapacitara y que tomara en consideración los sentimientos de los demás, máxime en momentos tan difíciles para nosotros como los que se avecinaban; mis amigos en especial estaban desolados; sólo los oficiales de enlace extranjeros parecían algo aliviados, por no decir complacidos, con mi decisión de partir para explorar a Walker en solitario.
Por fin, en el último instante, cuando ya me dirigía a la plataforma de enlace, ocurrió algo que me impresionó profundamente: cinco traductores —con seguridad los mejores y más experimentados— se ofrecieron a asistirme durante la desencriptación de Walker Jones si la llevaba a cabo fuera de la Base. Aunque nunca antes se había hecho, se les había ocurrido que se podría intentar aquella desencriptación a bordo de una nave, en el espacio, de forma que si se producía un accidente y nos contaminábamos, los demás habitantes de la Base pudieran continuar con la evacuación.
Era una idea hermosa pero descabellada, así que no tuve más remedio que negarme; porque una desencriptación total requiere condiciones de aislamiento absoluto y un espacio hermético, es decir, una matriz totalmente impenetrable que sólo existe en la Base —la sala de desencriptación—, en la que explorar a solas al sujeto que, a su vez, debe permanecer sumido en un estado de inconsciencia profunda y sin sueños. La completa clausura de ese recinto es una medida de seguridad imprescindible, destinada a impedir que cualquier interferencia, por leve que sea, pueda romper el estado de concentración y por lo tanto el bloqueo mental que hace posible que el traductor mantenga la contaminación bajo control mientras se adentra por un tramo de memoria en concreto: sin esa precaución elemental —sin esa barrera física— un sonido cualquiera, un estímulo externo de la índole que sea, podría reducir la concentración desencadenando una contaminación en cadena. Por ese motivo no pude aceptar su ayuda, pero me conmovió lo indecible que mis compañeros estuvieran dispuestos a correr semejante riesgo por el Maestro y por mí.
Así pues, abandoné la Base muy confortado por todo aquel afecto pero completamente solo. Para colmo, al entrar en la cabina del transporte, vi la refracción de la luz en la pared y la imagen de ese delicado resplandor oblicuo me acompañó durante todo el descenso. ¿Sería aquel pequeño rayo de luz dorada el último recuerdo de mi hogar? ¿La última cosa que había visto el día que me fui para no volver...? Me costaba creerlo y, al propio tiempo, me parecía inevitable: todo estaba allí —el exilio, el Omnia, la muerte— visible y al alcance de la fatalidad.
A medida que aumentaba la velocidad del descenso, el peso de aquella certidumbre me dolía en el pecho y me dificultaba la respiración; era como si, en el interior de mi locura, hubiera alguien más tratando de detenerme. ¿Qué objeto tenía semejante sacrificio? ¿Por qué me exponía a la contaminación? Yo ya sabía —lo sabía de sobras— que el desconocido en cuestión era el Maestro, así que lo que yo me proponía en realidad no era corroborarlo sino hallar algún detalle en los recuerdos de Jones que me permitiese dar con él. A partir de ahí, todo lo demás era puro cálculo estadístico: ¿Qué posibilidades tenía de encontrar alguna información útil? Muy pocas en verdad. Y si daba con algo que me indicase dónde se hallaba el Maestro en 1958, ¿qué posibilidades tenía de que no hubiera cambiado de escondite en cincuenta años? Muchísimas menos aún. En todo caso, y aunque lograra encontrarle, ¿qué posibilidades habría, después de tanto tiempo en el Laboratorio, de que no se hubiera contaminado del todo e irremediablemente? Ésa ya era una pregunta definitiva y tenía una respuesta terminante: ninguna en absoluto.
Por lo tanto estaba claro de antemano que aunque el Maestro siguiera vivo, lo que resultaba bastante improbable, no habría forma de sacarle de allí para ponerle a salvo; en cualquier caso sería un exiliado; entonces: ¿Qué sentido tenía todo aquello?
¿Por qué lo hacía? ¿Qué demonios era lo que yo quería? ¿Decirle adiós? ¿Volver a verle una vez más, aunque fuera a costa de mi vida...?
No sabía qué contestar, no tenía respuesta. Sólo sabía que no podía abandonarle; simplemente no podía. En cierto sentido, era como si hallar al Maestro fuera mi destino y no tuviera más remedio que cumplirlo.
Poco después de medianoche mi transporte se detuvo en la azotea de la casa de Gracia, según lo previsto. La verdad es que se me hizo muy extraño descender en mitad de una ciudad; nunca antes lo había hecho; junto a mí —a mi alrededor— se oía el murmullo de cientos de conciencias, fragmentos de conversaciones, pulsiones sexuales, sueños, temores... Daba miedo y era un poco ensordecedor, como el infierno de Dante.
Al salir estaba tan cerca de la barandilla del terrado que no pude resistir la tentación de asomarme: abajo latía una bella ciudad costera; era espantoso pensar que pronto no quedaría nada en absoluto de todo aquello; allí, medio dormida, a mis pies, Barcelona todavía parecía una ciudad pero ya no lo era; en el fondo, ya no era nada más que un sueño.
Mientras trataba de abrir la puerta que daba acceso a la escalera procurando no hacer ruido, me imaginé el vacío y el silencio que sobrevendría después del último impacto —los vientos estelares ocupando el lugar de la vida— y de pronto, sin saber por qué, me sentí atrozmente solo entre aquella extraña multitud de condenados y tuve miedo.
Pero no era momento de flaquear porque el tiempo apremiaba; tenía que reventar aquella puerta y bajar hasta el sexto segunda. Durante mi breve conversación con Walker le había dicho que les llamaría por teléfono a las doce; lo había hecho para impedir que se le ocurriese tratar de capturarme de algún modo pero, cuando se lo dije, lo que yo me proponía en realidad era presentarme allí y llevarle conmigo a la Base. Por ese motivo le había pedido que retirara los micrófonos y que se tomara un relajante muscular: para evitar que sufriera alguna contractura durante el viaje.
Sin embargo, todas aquellas precauciones ya no serían necesarias puesto que no íbamos a ir a ninguna parte: al final nos quedaríamos todos allí, varados en aquel mundo fantasma, reventando de miedo e impotencia y esperando un milagro.
Y he aquí que el milagro tuvo lugar. Yo estaba parado ante la puerta del sexto segunda, tratando de adaptarme a la abrasadora proximidad de Walker Jones, sintiendo el peso de su ansiedad al otro lado de la puerta y sin decidirme a llamar al timbre o a marcharme, cuando el perro del sexto primera empezó a ladrar con tal saña que su dueño se tuvo que levantar para tranquilizarlo. Y como es natural, Walker también lo oyó y se puso a indagar por qué ladraba.
Tardó un segundo en descubrirme a través de la mirilla y otro en abrir la puerta de par en par: la impresión de encontrarse conmigo en aquel umbral fue tan grande que a duras penas pude bloquearla; de hecho, tras ese tremendo primer instante que fue como un encontronazo, pasé un par de minutos temiendo haberme contaminado gravemente.
Al final del pasillo, Gracia también me observaba atónita, preguntándose cómo demonios había podido llegar hasta la mismísima puerta de su casa sin que me detuvieran.
Me bastó volver a verla —oírla, sentirla, olerla— para comprender que lo más difícil de todo, precisamente, sería sacrificarla a ella; porque si yo me contaminaba y no podía regresar a la Base, Gracia tampoco podría escapar de allí y acabaría siendo víctima del Omnia, igual que todos los demás.
—Pasa deprisa, por favor —me pidió ella—, no sea que alguien te vea.
Obedecí en el acto y Walker se apartó para dejarme entrar; crucé frente a él y entonces ocurrió el milagro propiamente dicho: mientras Walker me miraba como hipnotizado, incapaz de asimilar el grueso de sus emociones, se dio cuenta de que entre mi rostro y el del ángel del Caroní había una gran diferencia, sólo que, por alguna razón, no conseguía recordarla: «Falta algo... —se decía mirándome fijamente—. Falta algo en su cara...», pero no sabía qué era.
Me produjo un extraño vértigo verlo retroceder hacia atrás en el tiempo en pos de aquella imagen huidiza; atravesar décadas de paisajes, de muertos, de miradas y ausencias tras el recuerdo de un semblante impreciso que, poco a poco, iba emergiendo ante mí.
Y de pronto —ya estábamos en el pequeño comedor, el uno frente al otro—, la ansiada imagen surgió clara y terminante: fue fascinante volver a ver al Maestro en la memoria de Walker Jones y descubrir al fin en qué consistía aquella misteriosa diferencia.
—Era una especie de tatuaje... —murmuró Walker como para sí mismo—. ¡Iba pintado como un yekuana!
Yo me sentía indeciblemente aliviado por aquel insólito hallazgo que había llegado hasta mí como un regalo, y Walker estaba asombrado de haber olvidado durante tanto tiempo aquel detalle absolutamente revelador que era casi como un mapa del tesoro. Se sentía perplejo; no podía comprenderlo: se había pasado la vida entera buscando a la extraña criatura del Caroní y hasta aquella misma noche había olvidado el único detalle que en verdad habría podido ayudarle a encontrarla.