La llamada (4 page)

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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

—¿Y qué sentido tiene hablar conmigo?

—¿Habrías preferido ignorarlo todo?

—No lo sé —me respondió con franqueza—. Pero me gustaría entender por qué estoy aquí. ¿Qué va a pasar ahora, qué esperas de mí?

Pensé que, aun a riesgo de equivocarme, había llegado el momento de corresponder a su franqueza con la verdad:

—Quiero persuadirte de que vengas conmigo. No temas: no me refiero a hoy ni a mañana. Aún tenemos tiempo. Nosotros seguiremos en nuestra Base mientras sea posible y luego, en el último momento, nos dirigiremos a otro lugar, lejos de la Vía Láctea.

Llegados a este punto, Gracia empezó a pensar en secuestros y se alarmó un poco, pero no dijo nada.

—No te asustes, Gracia, por favor —le pedí—. Nunca te llevaré conmigo contra tu voluntad. Te doy mi palabra de honor. Por otra parte, tampoco podría hacerlo aunque quisiera: repara en que mi mente está siempre en conexión con la tuya; hace un rato, no sé si te has dado cuenta, tu pánico casi me tumba: ha sido una sensación horrible, imposible de soportar. De hecho, he perdido la conexión durante unos minutos. ¿Lo has notado?

—No.

—Incluso en condiciones normales, tus emociones ya son demasiado intensas para mí, de manera que imagínate si le añadimos una situación de máximo estrés por tu parte... Para nosotros sería totalmente imposible convivir contigo en tales circunstancias. No tengas miedo, por favor: he venido para invitarte a acompañarme, pero solamente si lo deseas. Y doy por descontado que te costará formarte una opinión.

—Y esa invitación, ¿es sólo para mí? ¿Y los demás?

Recuerdo que pensé que era una pregunta muy propia de ella. En realidad la esperaba, aunque no tuviera ni idea de cómo contestarla.

Entonces me ocurrió algo imprevisible: de pronto me di cuenta de que me faltaba valor para contarle a Gracia toda la verdad y me quedé callado como un muerto, mirándola fijamente, hundido en un sentimiento de culpa y de vergüenza colosal.

Cómo, de qué modo, podía explicarle a aquella pobre mujer asustada e inerme que todos los integrantes de su especie, incluidos los enfermos y los niños, en una palabra, absolutamente todos, estaban condenados a desaparecer sin remedio; y que aquellos que podían paliar semejante tragedia la observaban con algo muy parecido al alivio, como si se tratara de una especie de curación natural; que los habitantes de las civilizaciones más antiguas —los auténticos árbitros morales del Universo—, con toda su enorme sabiduría a cuestas, habían hecho ingentes esfuerzos para impedir cualquier forma de auxilio a los seres humanos, y que, no obstante, lo habían hecho con un pesar inabarcable, infinito, plenamente conscientes de su responsabilidad y muy abrumados por ella. Y lo que es todavía peor: cómo iba a explicarle a Gracia Durán que no se les podía censurar por ello, puesto que acaso tuvieran razón y lo mejor, lo más cabal, fuera que los hombres desaparecieran del todo y para siempre.

Génesis

Que sean inocentes —que lo son— es lo de menos: hay en sus orígenes una mácula trágica que anega su destino, el mismo que a la postre será definitivamente barrido por la furia ciega y mineral del Omnia. Pero lo cierto es que al principio de esta amarga aventura nadie presintió el riesgo que se cernía sobre este pequeño mundo doliente: en aquella época todo eran certidumbres y buenas intenciones. En realidad, sólo tratábamos de introducir mecanismos que contribuyesen a la salvaguarda de la biodiversidad en condiciones extremas o, lo que es lo mismo, a solventar el más endémico de nuestros problemas, estrechamente ligado a la propia antigüedad de nuestros mundos y a la vejez de sus estrellas.

La verdad es que habíamos hecho grandes hallazgos y había uno en particular que centraba la mayor parte de nuestros esfuerzos: tras décadas de experimentos fallidos, el material genético de ciertos arbustos había sido escindido en dos mitades y posteriormente reunido de nuevo, lo que aumentaba exponencialmente su plasticidad evolutiva.

El problema esencial para la supervivencia de aquellas pequeñas matas era la luz: las continuas nubes de polvo en la superficie del planeta enfermo del que provenían poco a poco habían dado cuenta de la práctica totalidad de las plantas; pero aquellas asombrosas cobayas vegetales finalmente consiguieron adaptarse a la falta de luz y después lograron sobrevivir en la hostilidad de su propio medio.

Fue un gran éxito y el comienzo de algo nuevo. La reproducción por partenogénesis, tanto química como natural, que había sido la norma en todos los planetas habitados del Universo, empezó a coexistir con otra forma de reproducción que, aunque mucho más impredecible e incluso menos fiable, facilitaba notoriamente la adaptación de las especies vegetales.

Con el tiempo, el mismo concepto de crecimiento aberrante se volvió discutible: ocurría a veces que ciertos frutos se fundían con otros pero, por lo general, ese extraño fenómeno solía presentar más ventajas que inconvenientes.

Poco a poco, dejamos de ser escrupulosos; la perfecta simetría de los pedernales boscosos, la pureza elemental y casi primigenia de los jardines acuáticos, acabó cediendo a la insidiosa potencia del caos y nuevas formas de vida se abrieron paso en unos pocos siglos; entre ellas, un diminuto organismo que incluso tenía un cierto perfil animal y que, para desventura de sus moradores, colonizó completamente las lagunas del sur, causando la completa mortandad de todas las especies autóctonas sin excepción.

Fue un claro aviso entre otros muchos, de menor intensidad, que se produjeron antes y después de aquel aciago suceso. Por fin, algunos de los representantes de los pueblos más antiguos empezaron a sostener que se había obrado con frivolidad y exigieron el final de todos los experimentos no sometidos a supervisión, que eran la mayoría.

La discusión se prolongó durante siglos porque los inconvenientes de la reproducción binaria no eran tan grandes como sus ventajas: en el fondo, no se trataba de saber, sino de elegir, de manera que las opiniones de unos y otros dependían estrictamente de la calidad vital de sus respectivas biosferas, es decir, de sus intereses.

La solución de compromiso llegó cuando ya parecía imposible y fue a nosotros a quien correspondió el dudoso honor de haberla hallado. En realidad, todo el mundo deseaba la prosecución de los experimentos de reproducción binaria; incluso los que se oponían a ellos por razones de seguridad, por desconfianza filosófica o por conservadurismo, no se atrevían a mostrarse completamente inflexibles: a su alrededor, la sólida perfección del Universo daba señales inequívocas de extenuación; era casi imposible hallar ecosistemas vertebrados por más de unas decenas de especies supervivientes; por todas partes multitud de parajes uniformes y helados daban exacta y desolada cuenta de la vejez de las estrellas.

Así pues, al margen de aquella cansina discusión, todo el mundo ansiaba encontrar la manera de insuflar vitalidad a los planetas más enfermos; no se trataba tanto de suspender completamente los experimentos, como de llevarlos a cabo en condiciones de absoluta seguridad, lo que quería decir en condiciones de completo aislamiento.

En suma: todo consistía en hallar un planeta geológicamente estable y no obstante todavía disponible, o sea, vacío, algo muy raro que, por su propia naturaleza, sólo podía existir dentro de la zona muerta de la Vía Láctea, es decir, en el interior de la funesta órbita del Omnia.

En efecto, el planeta en cuestión no fue otro que éste, nuestro magnífico Laboratorio, que millones de años después sería conocido como la «Tierra» por sus moradores.

La singular belleza del lugar provenía de la profusión de ejemplares de todo tipo, llegados de todas partes, que arraigaban con impresionante fecundidad. Nunca, en ningún lugar del Cosmos, ha habido ni habrá mayor cantidad de especies por metro cuadrado; era fascinante y también sobrecogedor; en algunos puntos de aquel joven planeta el aire resultaba tan denso que costaba respirar; y nadie que hubiera pisado el Laboratorio conseguía olvidar nunca más el penetrante perfume de su atmósfera.

Rápidamente construimos una base, ante todo por razones de seguridad —la vida en el Laboratorio era peligrosa y brutal—, pero también para interferir lo menos posible en el curso de los experimentos que se llevaban a cabo, tratando de darle a la vida binaria la oportunidad de hallar sus propias soluciones, a solas, en un paraíso natural.

Los demás pueblos hicieron otro tanto y las bases en torno al Laboratorio se multiplicaron. A los especímenes vegetales siguieron los microorganismos, los animales acuáticos y todo lo demás. Para activar al máximo la reproducción binaria entre los animales y garantizar su funcionamiento autónomo, diseñamos un mecanismo de compulsión química, asentado sobre dos patrones concretos muy perfeccionados y complementarios; en algunos casos, pero no en todos, introdujimos una suerte de recompensa neuro—sensorial. La reproducción binaria, transformada en reproducción sexual, tuvo un éxito formidable y convirtió el Laboratorio en un verdadero edén. Pero el desorden, como es natural, también acabó siendo enorme.

Sin embargo, la previsible llegada del Omnia determinó que nadie se preocupase demasiado por ello: dimos por descontado que el viejo barrendero cósmico acabaría por un igual con los aciertos, los errores y las temeridades.

Una cosa llevó a la otra y todo siguió su curso natural salvo el Omnia que, por un azar loco y extraño —una carambola inverosímil—, pasó lejos de su última órbita causando daños insignificantes en el Laboratorio pero adentrándose peligrosamente en la zona habitada de la galaxia.

Nunca había ocurrido algo semejante, excepto como hipótesis teórica. Durante algún tiempo, millones y millones de seres escrutaron en el espacio la masa aterradora del Omnia, esperando lo peor. Luego pasó de largo, lo mismo que pasan los cometas, pero a partir de entonces nos supimos en peligro y nuestra existencia se llenó de funestos presagios.

Transcurrió muchísimo tiempo pero al final, de la integridad de nuestro planeta y su historia, de sus afanes, sus propósitos y sus sueños, sólo quedó la intangible proximidad de los recuerdos y nada más: el Omnia lo destruyó por completo, junto con otros dos planetas, ensanchando extraordinariamente el curso variable de su órbita.

El Laboratorio, en cambio, siguió girando alrededor del Sol, extrañamente intacto.

Pero en su interior empezaron a tener lugar ciertos fenómenos que nadie acertaba a explicarse y que cada vez resultaban más alarmantes.

Tomamos conciencia de la tremenda gravedad de lo que ocurría cuando uno de los científicos más importantes de nuestra civilización, alguien de legendaria sabiduría, abandonó su viejo mundo para visitar personalmente el Laboratorio.

Hay que aclarar que la vida en el hermético planeta del que provenía es particularmente contemplativa; la antigüedad de sus moradores —su sensibilidad y su fragilidad— hacen de todo punto innecesarios e inconvenientes los viajes. La sola presencia de cualquiera de ellos en algún lugar fuera de su mundo constituye todo un acontecimiento, de manera que no es difícil imaginar la conmoción que nos causó ver al más venerable de todos —al equivalente de lo que aquí sería el Santo Padre o el Dalai Lama— emprender un viaje tan extenuante y peligroso para su naturaleza.

Hubo que adoptar miles de precauciones y realizar interminables preparativos; también se produjeron toda clase de intentos destinados a conseguir que delegara su cometido en cualquier otro o incluso en una comisión, pero el viejo sabio se negó sosteniendo que, si no podía volver, lo consideraría un merecido castigo. La mirada del Universo entero se volvió hacia el Laboratorio y se quedó como en suspenso, esperando un veredicto.

Pero nuestro pesar, si cabe, era aún mayor: nuestro planeta había sido destruido, nos habíamos disgregado en todas direcciones y, por si fuera poco, íbamos a asistir al juicio final de nuestro último tesoro. En especial, los que vivíamos en la Base, amábamos el Laboratorio por encima de todo y estábamos desolados; a fin de cuentas, aparte de nosotros mismos y nuestros recuerdos, ya no nos quedaba nada más.

Por desgracia, la memoria del viejo sabio se perdió completamente durante el camino de regreso, pero no fue el viaje lo que le mató: simplemente no pudo sobreponerse a la intensidad de lo que percibió en el Laboratorio.

Al parecer, él ya sabía lo que pasaba; lo había descubierto en los exploradores que volvían de allí: era poco más que un eco, el recuerdo de un sonido vago e informe que llegaba, como un parásito, instalado en la memoria de los viajeros.

Pese a hallarse a millones y millones de años luz de distancia, él fue el primero que lo notó: en su inmensa sabiduría, reconoció los balbuceos incipientes de una inteligencia sorda y aberrante. Y decidió viajar hasta el Laboratorio sólo para corroborarlo, aunque con la esperanza de haberse equivocado.

Bajo la luz llena de matices de un amanecer solar, todos los que le habían acompañado pudieron verle tambalearse y sintieron la violencia de su desgarramiento interior: lo cierto es que, por más que lo intentaba, no podía comprender cómo habíamos sido capaces de hacer algo semejante.

Nosotros tampoco acertábamos a explicárnoslo. Resulta que mientras indagábamos las potencias animales y sus posibilidades de comunicación, conscientes de que no podíamos, bajo ningún concepto, engendrar nuevas formas de vida inteligente y puesto que el lenguaje inmanente es su elemento esencial y determinante, habíamos alterado muy levemente la genética de ciertos homínidos con nuestra propia dotación, pero poniendo buen cuidado en inactivar por completo todas las capacidades relacionadas con la comunicación inmanente. Era una maniobra un tanto arriesgada, pero siempre se contaba con el Omnia como última medida de seguridad para garantizar que de todo ello no acabara surgiendo una forma de vida aberrante.

Fue un espantoso error de cálculo, aunque durante siglos y siglos apenas se notó.

Hasta que un buen día aquellos homínidos hallaron un modo nuevo de protegerse, sirviéndose de unas ramas. Los murmullos inexplicables llegaron justo después.

Propiamente, todavía no eran verdaderos pensamientos, por eso al principio nadie los reconoció: era como un ruido emocional, inarticulado y también violentísimo, tanto, que quedaba impresionado en la memoria de los viajeros.

Allí fue donde lo halló el sabio desaparecido que, poco antes de morir, nos anunció que esa potencia estremecedora encontraría la manera de salir fuera de sí misma y que, de una u otra forma, se transformaría en lenguaje.

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