—Ya sé que no es un nombre muy agradable —le respondí—, pero te aseguro que me lo tengo bien merecido: me lo he ganado a pulso.
—No te lo creas, Walker; está exagerando mucho —terció el Maestro—. Lo que ocurre es que aún es muy joven y hay muchas cosas que no sabe —concluyó.
Y por un momento, aunque sé que es imposible puesto que nosotros no disponemos de esa habilidad, tuve la impresión de que en los labios del Maestro se dibujaba una sonrisa.
—¿Eres muy joven? —me preguntó Walker sorprendido.
—Puede ser, sí, aunque tengo más de doscientos años —le respondí.
—A pesar de lo cual es el más joven de todos nosotros —replicó el Maestro dirigiéndose a Walker—: literalmente, el último de nuestra especie. Cuando él nació, por así decirlo, ya hacía miles de años que no se creaba a nadie ex novo. Mucho me temo que nosotros nunca fuimos muy fértiles que digamos, ni siquiera en los buenos tiempos, y después de la destrucción de nuestro mundo, no es que aplicáramos el viejo principio de crecimiento cero, es que ni siquiera sustituíamos a los que se morían por cualquier circunstancia: sus tareas eran asumidas por los demás o sencillamente abandonadas; así acabaron muchísimos proyectos de investigación extraordinariamente prometedores, en especial cuando empezaron a morir uno tras otro los artífices del Laboratorio...
Mientras escuchaba al Maestro, Walker quiso saber la causa de aquellas muertes, pero no se atrevió a interrumpirle para preguntar; no obstante, el Maestro le respondió de todos modos:
—Se suicidaron, Walker: no pudieron soportar el peso de lo que habíamos hecho y perdieron el deseo de vivir. Pues bien, resulta que tras una de aquellas terribles muertes, la Base entera entró en estado de
shock
; y entonces, tratando de sobreponernos, acordamos entre todos un nuevo nacimiento para celebrar el poder de la vida frente a la muerte e insuflar esperanza a los supervivientes. Y de ese modo llegó nuestro joven amigo a este extraño mundo: para honrarnos a todos con su buen corazón —concluyó el Maestro mirándome fijamente.
Y, por segunda vez en aquel día, volví a tener la insólita impresión de que sonreía.
Ignoro la razón por la que el Maestro omitió en su relato que la idea de mi nacimiento había sido suya y que el suicida en cuestión era su propio compañero: el ser con el que había compartido su larga vida y con el que había creado el Laboratorio; es decir, su aliado, su colaborador, su amigo; en una palabra: su amor.
De todos modos, el misterioso sentido del pudor del Maestro no le impidió a Walker comprender bastante bien la situación, porque recuerdo que me miró y se dijo: «Es su hijo», y, en cierto sentido, acertó de pleno.
Yo no existiría de no haber sido por la determinación del Maestro durante aquellos aciagos días en los que parecía que nuestro mundo iba a desmoronarse tras aquel espantoso suicidio.
Supongo que se trataba de alguien muy difícil de reemplazar; es verdad que no había nadie en la Base que ignorara la grave depresión que estaba atravesando, pero su personalidad, la valentía moral con la que, tiempo atrás, había hecho frente a los problemas, así como su insustituible carisma, convirtieron su muerte en una insondable tragedia colectiva, hasta tal punto que todos sintieron que aquella ausencia cambiaría para siempre sus vidas.
Como tantos otros, había ido madurando despacio sus propósitos suicidas y, por ese motivo, el Maestro trataba de no dejarle nunca solo; pero en aquella funesta ocasión se había producido un gravísimo accidente en la estructura de la bóveda central, así que la mayor parte de los almacenes tuvieron que ser evacuados y la práctica totalidad de la Base se aprestó a colaborar en el traslado. Pues bien, todo ocurrió durante la maniobra de evacuación: él estaba allí, junto a los otros, cuando de pronto se adentró por la pasarela auxiliar y, en un determinado momento, sin que nadie pudiera evitarlo, se arrojó sobre la turbina y murió en el acto.
Cuando el Maestro consiguió serenarse lo bastante como para mantenerse en pie, un círculo de silencio lo anegaba todo y la Base entera estaba sumida en un agujero sin fondo de tristeza.
A nadie se le ocultaba la magnitud de la pérdida y hasta la plácida vida de las plantas parecía perturbada por aquel silencioso desánimo que era como un siniestro prolegómeno de la muerte.
Entonces el Maestro, durante las honras fúnebres de su amigo, hizo un esfuerzo titánico por sobreponerse y pidió ardientemente a todos los habitantes de la Base que no aceptaran de ningún modo aquel hecho que mermaba su deseo de vivir; que no lo aceptaran de nadie, ni siquiera de aquellos a los que amaban; les pidió que, por muy grande que fuera su compasión, lo rechazaran con todas sus fuerzas, igual que rechazarían el mal. Y después, para asombro general, propuso que se volvieran a abrir las matrices primigenias de la vida —que llevaban cerradas miles de años— y que fuera creado un nuevo ser para sustituir al suicida.
Muchos pudieron verle, temblando ante lo que quedaba de su compañero, destrozado por el dolor pero dispuesto a tratar aquella debilidad que le había matado como si fuera imperdonable; y entonces los demás, impresionados por su absoluta determinación de seguir adelante, comprendieron que el Maestro tenía razón y que era totalmente necesario que yo naciera. Aunque todo estuviera perdido, o precisamente por eso —porque ya no teníamos nada más—, era forzoso hacer un acto de afirmación que volviera a comprometernos con la vida.
Y así se hizo: en el transcurso de una larguísima jornada ungida de una profunda solemnidad, volvieron a activarse uno a uno los protocolos de generación y, cuando todo ello hubo concluido, los habitantes de la Base regresaron a sus cometidos cotidianos muy aliviados, con la misteriosa placidez de una mujer en cinta.
Algo después llegué yo; de eso ya hace doscientos años: poco tiempo para alguien que tiene la edad de las piedras, pero, desde mi propio punto de vista, una auténtica eternidad.
Años lentos y amargos, una buena parte de los cuales han transcurrido sin mi Maestro, o para decirlo con palabras de Walker, sin mi Padre; años de profundo pesar —de orfandad— durante los que creí que ya no volvería a verle nunca, por más que yo siempre supe que no estaba muerto y que tenía que haber una razón para lo que había hecho.
Pues bien, allí estaba la razón por fin, ante mis ojos, tan maravillosamente cerca que casi podía tocarla: en efecto, eran los yekuana que habían acompañado al Maestro y que le esperaban fuera, curioseando en el maltrecho cadáver del helicóptero.
Me bastó prestarles un instante de atención para darme cuenta de que no eran humanos: su parte animal había sido completamente drenada; no quedaba en ellos ni el más pequeño vestigio del homínido del que descendían; a pesar de su sordera, eran seres superiores, con un nivel de perfección y pureza que no habría desmerecido en ninguna otra parte del Cosmos. Y, sin embargo, provenían del Laboratorio: habían nacido allí, ¡en la mismísima fragua del edén!
Tengo que reconocer que al final no fue ninguna sorpresa para mí saber que aquello era posible y que, contra toda lógica, el Maestro tenía razón: el cambio que habían sufrido aquellos jóvenes indígenas no tenía nada que ver con la genética, era puramente espiritual y, por lo tanto, no transgredía ninguna de las prohibiciones que impiden la manipulación de las especies inteligentes; aquellos muchachos eran totalmente sordos, tan sordos como Walker y como Gracia; nadie había cambiado su dotación; tenían exactamente la misma que sus antepasados, pero ellos eran distintos, acaso, porque desde su nacimiento habían gozado de un sorprendente y formidable privilegio: no estaban solos como los demás; no tenían que enfrentarse a la incertidumbre de su origen o su destino, ni tampoco se interrogaban sobre el sentido de la vida, que conocían de sobras; y sobre todo, por encima de todo, no tenían miedo y disfrutaban de una existencia tranquila, llena de valor y de confianza.
No obstante, no se trataba de ningún milagro; lo que ocurría era bien simple y tenía una explicación perfectamente natural: resulta que a aquellas criaturas sencillas y felices les había cabido la rara e inigualable fortuna de vivir toda su existencia en compañía de Dios.
Naturalmente, antes de convertirse en un demiurgo yekuana, el Maestro lo había intentado todo para salvar a los habitantes del Laboratorio; pero su empeño por eliminar la sordera humana mediante la progresiva inclusión de genes siempre colisionaba de frente con la prohibición de manipulación genética de los seres inteligentes; tanto es así que, cuando comprendió que nunca le autorizarían a alterar el lenguaje de los seres humanos, cambió resueltamente de estrategia.
Estaba convencido de que el problema no era el lenguaje sino la mentira, de tal forma que todo consistía en conseguir hacer un ajuste moral que la excluyera.
Durante siglos y siglos trató de convencernos a todos de que si aceptábamos vivir en el Laboratorio junto a sus habitantes, la posibilidad de mentir —y de mentirse— que abrumaba la existencia de los hombres a la larga desaparecería. Se trataba de que los moradores de la Base, devenidos en verdaderos epígonos de su mundo, sacrificaran su propia perfección para convertirse en árbitros de la verdad en este otro mundo joven e imperfecto: la tesis del Maestro era que merced a ese sacrificio, al final la verdad prevalecería y, con ella, el orden, la justicia y la dicha. Estaba convencido de que la inevitable secuela de la contaminación terminaría por ser un precio insignificante al lado del coste moral que supondría haber dejado morir a una especie entera sin haber hecho nada para impedirlo. En suma, el Maestro, como Mounier, era abiertamente partidario de ensuciarse las manos pero nunca el corazón.
Desgraciadamente, jamás consiguió convencer a nadie, ni siquiera a mí. Todos creíamos que su planteamiento era ridículamente ingenuo; estábamos seguros de que si alguno de nosotros se dejaba ver por aquel mundo salvaje, sería apresado y asesinado en el acto, a lo que el Maestro solía responder que, junto con la mentira, también habría que vencer el miedo, que es el padre natural del odio y la violencia.
Pero ¿cómo, de qué modo —me decía yo— puede vencerse el miedo en la existencia de unos seres cuyo destino inevitable es morir?
He tardado en comprenderlo, pero ahora lo sé; es mucho más sencillo de lo que yo creía: sólo hace falta fe.
Me pregunto si el Maestro también lo sabía o, mejor dicho, hasta qué punto lo sabía el día que abandonó la Base. ¿Qué le impulsó a hacer lo que hizo? ¿Trataba de demostrar la exactitud de su teoría o más bien quería sustraerse a la responsabilidad moral del holocausto que se avecinaba? No lo sé a ciencia cierta pero, en cualquier caso, no tengo ninguna duda de que también lo hizo por amor.
Estaba desesperado; los últimos cálculos confirmaban que la órbita del Omnia había vuelto a variar, de tal manera que la próxima vez que entrara en este cuadrante de la Vía Láctea, alcanzaría de lleno el Sistema Solar.
En la cabeza del Maestro ya había empezado a correr aquella larguísima cuenta atrás que iba a durar cinco décadas. Se sentaba durante horas y horas en el mirador a contemplar la Tierra, bellísima, llena de vida y completamente ajena al destino que le aguardaba. Todos le habíamos visto allí, inmóvil, con la mirada perdida en aquel pequeño planeta azul y nos habíamos dado cuenta de que no podría soportarlo.
Quizá por eso, cuando fue hallada su baliza en el fondo de un transporte, se temió lo peor. El transporte en cuestión regresaba de un punto concreto en el archipiélago japonés; de inmediato se organizó una partida de búsqueda, y luego otra y otra y otra...
Yo por mi parte le busqué durante años, pero fue inútil. No había ni rastro del Maestro en la isla de Hokaido ni en ningún otro lugar.
La razón era muy simple: aquel último día el Maestro había bajado al Laboratorio para obtener muestras de las capas más superficiales del glaciar de Monte Perdido.
Es más que posible que, para entonces, aquella disparatada fuga ya hubiera tomado forma en su cabeza, aunque ni él mismo fuera plenamente consciente de ello.
Quizá por esa razón, en cuanto salió del transporte, quedó sobrecogido por la fragilidad fría y desolada de aquel paraje: era tan bello, blanco y silencioso que parecía un lugar sagrado; sobre la montaña se alzaba la bruma evanescente e imprecisa de las nubes; un frío penetrante y delicioso empapaba el aire y se deslizaba por la garganta con el vigor de un perfume de jengibre; y por debajo, en la tierra, casi podía oírse el sordo murmullo de las raíces bajo las piedras heladas...
Entonces, mientras escavaba en el hielo con aquel punzón que se había traído de la Base, se dejó llevar por la euforia y, en un momento de inspiración —o de locura— resolvió quedarse para siempre en el Laboratorio.
No es descabellado suponer que una parte de él ansiara poner en práctica sus denostadas y peligrosísimas teorías, pero seguramente, lo esencial de aquella decisión inexplicable fue el deseo de sumarse al destino de este mundo maravilloso —de compartirlo, fuera el que fuera— en un irrevocable acto de libertad.
A continuación, a una velocidad vertiginosa, concibió un plan infalible: en primer lugar, para impedir que algunos miembros de la Base —y muy especialmente yo— pudiéramos seguirle, sería preciso arrancarse la baliza del pecho, para lo cual contaba con la inestimable ayuda del punzón. Después, como sea que sin la baliza ya no podría volver a transportarse, sería necesario elegir el lugar más apropiado para la deserción: un lugar donde fuera factible establecer contacto con alguna tribu indígena, lo más aislada posible, y en un ecosistema donde pudiera ocultarse y pasar desapercibido, es decir, en la selva, en algún punto de las cuencas del Amazonas o del Orinoco.
La elección de aquella selva en concreto tenía que ver con el aceptable conocimiento de muchas de las lenguas Caribe —como el pemón, el yukpa o el yekuana— que le había proporcionado al Maestro el control sobre los puertos de la zona, los cuales, durante mucho tiempo, fueron de su exclusiva responsabilidad.
Resulta que antes de la radio, la televisión y sobre todo antes de Internet, toda la información que requería el estudio de las lenguas del Laboratorio y sus costumbres se obtenía mediante cierto tipo de transmisores, más conocidos como «puertos», de muy pequeño tamaño pero ingente autonomía y alcance, que eran colocados entre los grupos humanos y que no se distinguían en absoluto de las piedras comunes; tanto es así, que alguno de ellos incluso había sido inadvertidamente incorporado a la construcción de alguna obra pública —como el que pasó a formar parte del Coliseo romano y que todavía sigue allí, aunque ya no sea capaz de emitir.