Hasta que aquel 25 de mayo, poco después de las seis de la tarde, hora local, el Maestro hizo contacto conmigo y todo le fue devuelto en el acto, incluida la loca esperanza de salvarnos.
Al principio, sólo pensó en mí y en ese encuentro que yo había perseguido con tanto ahínco y que al final me costaría la vida; pero de inmediato se le ocurrió que mi sacrificio también podía suponer la salvación de los niños. Y algún resorte en su interior se puso en marcha.
Mientras venía a nuestro encuentro a través de la selva, en compañía de los muchachos que le acompañaban, no podía dejar de pensar en mi baliza y en todo lo que diría para convencer a los habitantes de la Base de que se llevaran a los niños.
Pero cuanto más lo pensaba, más cuenta se daba de la espantosa dificultad de las decisiones que habría que tomar. Porque, caso de que la Base accediese a acoger a los niños ¿cuál sería la edad límite para partir? ¿Los doce? ¿Los quince? ¿Los diecisiete?
¿Y los demás? ¿Tendrían que morir? Seguramente, aunque lo cierto es que no había ninguna razón para ello, porque en su inmensa mayoría no estaban contaminados.
Ocurre que la existencia en la selva es dura y breve, de manera que ya quedaban muy pocas personas vivas que fueran adultas cuando él llegó allí, en 1956. ¿Entonces, se dijo, no sería más razonable llevarse a todos los que tuvieran menos de cincuenta años? Pero ¿y éstos? ¿Accederían a dejar a sus padres y sus abuelos...?
Fue así, paso a paso, como comprendió que su plan era inviable, además de una completa abominación, y se apresuró a descartarlo.
No obstante, puesto que disponíamos de una baliza, continuaba siendo necesario tratar de hacer alguna cosa y, a poder ser, que no helase para siempre con su crueldad el alma de los posibles supervivientes.
Por suerte, cuando el Maestro llegó al helicóptero accidentado ya tenía un plan.
Era bastante incipiente y un tanto absurdo, pero era un plan al fin y al cabo: o sea, algo que hacer para tratar de burlar a la muerte —o, por lo menos, para impedir que nos encontrase ociosos cuando viniera a buscarnos.
En nuestro descargo cabe decir que ambos estábamos muy eufóricos y que la situación era bastante desesperada, de modo que no era cosa de ponerle reparos a un plan posible, por delirante que fuera. Así que, en cuanto recuperé la conciencia, me sumé de inmediato a la empresa con todo mi entusiasmo y, una vez que hube reconfortado un poco a Walker, me apresuré a contárselo:
—Walker, tengo excelentes noticias que darte —le dije—: el Maestro ha ideado un plan para sacarnos a todos de aquí.
—¿A todos? —preguntó Walker.
—Eso es: al grupo de yekuanas con los que vive y también a ti y a mí.
Walker, loco de alegría, no conseguía articular palabra.
—Por favor, Walker —terció el Maestro—, te ruego que no te hagas muchas ilusiones; en realidad es una idea descabellada. Nunca la pondría en práctica de no ser porque no tengo ninguna otra salida y todo me parece mejor que sentarme aquí a presenciar la hecatombe sin hacer nada.
—En cualquier caso —le contestó Walker— nunca podré pagarle de ningún modo todo lo que ha hecho por mí; siempre que me encuentro con usted, me da precisamente lo que necesito; en la niñez fue ayuda y consuelo; en la madurez ha sido esperanza. Me gustaría que contase con mi vida como si fuera suya, para todo lo que pueda hacer falta; nada me complacería más en este mundo o en el otro que poderle ser útil alguna vez.
Nosotros, a diferencia de los seres humanos, no podemos llorar por más que nos emocionemos porque nuestros ojos carecen de lágrimas; ésa fue la única razón por la que el Maestro parecía el de siempre cuando le abrazó.
—Y yo cuento contigo, hijo mío —le dijo—, tanto como conmigo mismo. Por eso tienes que saber toda la verdad sin subterfugios: para poder ayudar. En realidad, estamos perdidos —prosiguió—; pero resulta que, a un día de camino desde aquí, hay un poblado con ciento cuarenta y ocho personas entre adultos y niños que confían en mí y a los que quiero con locura; por los que haría lo que fuera... ¿Me comprendes? Así que voy a tratar de sacarlos como sea antes de que llegue el Omnia.
En cualquier caso, la muerte en el espacio nunca será tan terrible y espantosa como la que tendrá lugar aquí.
—Cuénteme su plan —le pidió Walker. Y en aquel instante, como por arte de magia, ya volvía a ser el hombre de acción, el valeroso capitán que no conocía el miedo.
—Verás, los últimos habitantes de la Base se marcharán de un momento a otro y la destruirán. Pues bien: vamos a tratar de convencerles de que no lo hagan para que podamos abordarla y alejarnos con ella de aquí.
—¡Pero eso es fantástico! —exclamó Walker.
—No lo creas, Walker. Para empezar, la Base es prácticamente una reliquia de la ingeniería espacial; la única cosa relativamente moderna que tiene es el camuflaje y nada más. Para colmo, no está hecha para viajar; por supuesto puede moverse de aquí para allá, pero no ha sido concebida para afrontar ninguna clase de viaje; y no sólo porque se desplaza a una velocidad subluz, sino también porque nunca soportaría las presiones estructurales de un verdadero viaje. Es como una especie de balsa, para que me comprendas; algo sobre lo que subirse y poco más. No obstante, si pudiéramos alejarnos bastante del punto donde tendrán lugar los mayores impactos, es decir, de aquí, de la Tierra, quizá tendríamos alguna posibilidad de ser propulsados por la propia inercia desencadenada por la explosión sin ser destruidos... Es una posibilidad remota, pero es una posibilidad: todo depende de que consigamos salir del epicentro de la colisión, por así decirlo, de que consigamos alejarnos lo suficiente...
—Sigue pareciéndome una idea colosal... ¿Dónde está el problema?
—Pues en que no habrá modo de mover la Base, Walker. Ya sería dificilísimo con toda su tripulación de especialistas dentro, de manera que imagínate lo que será moverla con ciento cuarenta y ocho indios yekuana, un viejo biólogo medio loco, un escritor y, por último, un espía norteamericano... Habrá que verlo para creerlo, te lo aseguro —musitó el Maestro.
Tengo que reconocer que me encantó que aludiera a mí atribuyéndome la condición de «escritor», pero lo cierto es que la situación no podía ser peor de lo que era.
—Ya veo... —reflexionó Walker en voz alta—. En fin, yo tengo alguna experiencia como piloto de helicópteros antiguos... Aunque no demasiada, la verdad —concluyó contemplando con cierta angustia lo que quedaba de la hélice del aparato—. ¿Y si al final no pudiéramos moverla? ¿Todavía quedaría alguna posibilidad de sobrevivir por pequeña que fuera? —preguntó.
Entonces el Maestro bajó la cabeza y fui yo mismo el que le contestó:
—No, Walker, me temo que no; ninguna en absoluto; la explosión nos haría pedazos.
—En ese caso —sonrió Walker—, tenemos mucho trabajo. Pongámonos manos a la obra —sugirió.
Y así lo hicimos.
Naturalmente, lo primero era comunicar con los demás para explicarles nuestra situación y nuestros planes y también para pedirles que no destruyeran la Base al partir.
No es que fuera complicado pero, desde el momento de la contaminación, el único modo de establecer comunicación con ellos era el conversor de la baliza: se trataba de apretar repetidamente el púlsar del aviso a intervalos de unos quince segundos hasta que el piloto pasara del azul al rojo; a partir de ese momento la propia baliza empezaría a traducir las comunicaciones a un lenguaje convencional —y por lo tanto seguro—, para lo cual era bastante conveniente emplear pensamientos de carácter asertivo, todo lo breves, limpios y concisos que fuera posible.
Parecía fácil pero yo no lo había hecho nunca y me daba un poco de miedo equivocarme. Tengo que decir que al Maestro le pasaba lo mismo que a mí; estaba nervioso y me iba haciendo sugerencias concretas al respecto. Finalmente el mensaje en cuestión vino a ser poco más o menos así: «He localizado al Maestro», «ambos estamos contaminados», «necesitamos abordar la Base cuando os vayáis», «la abordaremos para tratar de huir con unos ciento cincuenta terráqueos», «esperamos autorización e instrucciones».
Una vez que hube concluido mi mensaje, oprimí de nuevo el púlsar a intervalos cortos hasta que el piloto rojo volvió a ser azul y quedamos a la espera de la respuesta.
Diez minutos después seguíamos esperando. Un poco antes, yo le había sugerido al Maestro que volviéramos a intentarlo, pero él me había disuadido de hacerlo y me había pedido que no me pusiera nervioso puesto que era comprensible que tuvieran que deliberar un mínimo.
Al cabo de veinte minutos fue el propio Maestro el que me pidió que volviera a repetir la comunicación. Estábamos tan nerviosos que hasta Walker se dio cuenta de nuestra ansiedad.
—Pasa algo, ¿verdad? —preguntó.
—Por el momento, no contestan —respondió el Maestro.
—¿Y eso qué puede significar?
El Maestro y yo nos miramos sin saber qué decir; al cabo de otro minuto interminable el Maestro respondió sucintamente:
—Puede significar cualquier cosa: que están deliberando; que han formulado una consulta al exterior y esperan respuesta... O incluso que no funciona la comunicación... No lo sé.
—Pero en cualquier caso no es muy buena señal, ¿verdad? —insistió Walker.
—No; no lo es —le contestó el Maestro.
En realidad estaba más que seguro de que aquella demora no tenía nada que ver con las comunicaciones y lo que más le angustiaba, precisamente, era la consulta al exterior.
En efecto, que no hubieran contestado de inmediato sólo podía significar que se estaban efectuando consultas, lo que, en definitiva, quería decir que quizá alguien de gran sabiduría, pero también muy lejano y mal predispuesto contra «nuestras peligrosas y temerarias irresponsabilidades», al final iba a acabar resolviendo de forma implacable sobre nuestra vida. O sobre nuestra muerte.
Los dos teníamos un nudo en la garganta del tamaño de un puño, y Walker, aunque no estaba tan al corriente de lo que ocurría como nosotros, lo percibía perfectamente gracias a su portentosa intuición.
De pronto aquella espantosa espera se volvió insoportable; cada nuevo minuto que transcurría pesaba un poco más que el anterior; en un gesto de agotamiento e impaciencia, el Maestro se restregó varias veces los labios con los dedos y entonces Walker y yo nos dimos cuenta de que le temblaban las manos.
Tengo que reconocer que aquello me impresionó muchísimo: era la primera vez en mi vida que veía un temblor en sus manos y empezaba a parecerme inconcebible que fueran capaces de torturarnos de aquel modo.
Walker, por su parte, también estaba muy conmovido, aunque hacía todo lo que podía para disimularlo.
«¿Y si ni siquiera nos contestan?», se me ocurrió de pronto. Me estaba hundiendo en semejante idea cuando se produjo una pequeña oscilación en la luz y, a renglón seguido, el piloto del púlsar pasó del azul al rojo.
El mensaje de la Base fue sumamente lacónico: «Estamos de acuerdo pero necesitamos un poco más de tiempo. Os avisaremos en cuanto estemos listos».
Al oírlo a través de mí, el Maestro se llevó las manos a la cabeza en un gesto de júbilo; después de haber estado un buen rato al borde de una sima profundísima, mirando directamente hacia el abismo, se sentía tan aliviado que le faltaba el aire; era como si se estuviera ahogando en aquella franca e inabarcable gratitud.
Sin embargo, observada desde fuera —a ciegas, por así decirlo— su reacción resultaba muy confusa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Walker con la voz serena pero helada de quien espera lo peor.
—Han accedido, Walker, no te preocupes —me apresuré a añadir.
—¿Entonces nos vamos? —preguntó Walker.
—Sí. Ellos nos avisarán cuando podamos subir.
Durante un par de minutos permanecimos en silencio, extenuados, paladeando el sabor de aquel milagro y conscientes de su incalculable valor. Después el Maestro propuso que nos dirigiéramos al poblado para hablar con los yekuana, de manera que salimos al encuentro de los muchachos que habían estado observándonos.
—¿Es el Omnia? —preguntó uno de ellos en yekuana adelantándose a los demás.
—Sí —le respondió el Maestro en español tomándolo por el hombro y estrechándolo fuerte y dulcemente contra su costado—, es el Omnia que ya está aquí.
Pero no os asustéis: tenemos una nave.
Y entonces los muchachos empezaron a saltar, a dar alaridos de júbilo y a abrazarse unos a otros.
—¿Lo saben? —me preguntó Walker en un susurro, completamente atónito, saboreando a fondo la paradoja de que aquellos chiquillos, a diferencia de lo que le ocurría al Pentágono, estuvieran al corriente de semejante información.
—Lo saben todo desde hace décadas —le respondí yo al oído—; por lo visto el Maestro pensó que ocultárselo era menospreciarles... En cualquier caso, ellos siempre creyeron que Wanadi les ayudaría y, según parece, por el momento tienen razón...
—Así sea —concluyó Walker sonriendo y, a continuación, nos acercamos a los chicos para sumarnos sin reservas a su alegría desbocada.
Era evidente que todo estaba transcurriendo de la mejor manera posible dadas las circunstancias —mucho mejor, de hecho, de lo que yo me había imaginado en mis momentos de mayor optimismo— y, no obstante, en mi interior había un profundo pesar, algo de lo que seguramente nunca llegaría a reponerme del todo aunque lográramos escapar.
En efecto, era la ausencia definitiva e irreparable de Gracia Durán, que se había quedado en Barcelona, esperando sola una muerte cierta y espantosa, sin otro consuelo que sus viejos fantasmas, más inertes aún, si cabe, a causa de mi imperdonable estupidez.
Una y otra vez me preguntaba cómo demonios había podido decir aquello de que «Dios no me parecía una hipótesis plausible»... ¿Qué otro modo había de explicar la magia sencilla y misteriosa de todos aquellos acontecimientos? Además, era más que posible, me decía yo, que si no hubiera sido tan obtuso —tan frívolo para decirlo con toda exactitud—, Gracia hubiera acabado accediendo a venir con nosotros; y ahora estaríamos todos en aquel lugar, encarando juntos el destino que nos aguardaba, fuera el que fuese.
Cuanto más pensaba en ello, más indignado me sentía conmigo mismo. Y Walker, por su parte, no conseguía comprender del todo mi estado de ánimo; no entendía la clase de vínculo que me unía a aquella mujer. Yo había procurado explicárselo pero, al parecer, sin demasiado éxito. Una noche, el Maestro trató de hacerlo por mí: