La llamada (15 page)

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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Durante varios siglos el Maestro fue el responsable de los puertos de una buena parte de la Amazonia; de hecho, con su compañero, a menudo practicaba un divertido juego que consistía en introducir un puerto en el mismo corazón de una comunidad indígena sin que nadie se diera cuenta. Tratando de colocarlos dentro de los propios poblados, habían llevado a cabo toda clase de incursiones asombrosas; hazañas tales como esperar a la noche para descender hasta una
churuata
[3]
, lanzar el puerto al interior de la casa sin llegar a bajarse del transporte y desaparecer en la oscuridad lo mismo que un sueño.

Poco se imaginaban ellos entonces, mientras estudiaban las voces, las emociones y la vida que llegaba a través de aquellos puertos, que cuando el conocimiento de esos frágiles lenguajes llegara a ser algo decisivo, uno de los dos ya estaría muerto y el otro permanecería exiliado en el Laboratorio, solo, contaminado y perdido.

Porque lo cierto es que, si todo transcurría como había previsto el Maestro, en cuanto llegara a la selva se contaminaría de inmediato, de manera que, además de aquellas otras precauciones, también sería necesario impedirnos a toda costa que pudiéramos encontrarle; así pues, no bastaba con haberse arrancado la baliza del pecho, también haría falta sobrevivir a la extracción y borrar cualquier rastro que pudiera acabar conduciéndonos hasta él. En definitiva, el Maestro pensaba que había que hallar el medio de mandar a los habitantes de la Base —y por supuesto también a mí— a una distancia lo bastante grande como para darle tiempo de alejarse y eliminar sus huellas.

Y todo eso tenía que hacerse allí mismo, en aquel lugar, porque, si regresaba aunque sólo fuera durante un breve instante, todo el mundo se enteraría de sus planes y ya no sería posible llevarlos a cabo en solitario, con el consiguiente riesgo para los que decidieran seguirle.

Tras una somera maduración, el Maestro se puso en marcha a las once y media, hora de la Base: en primer lugar llamó al transporte y, desde la propia cabina, le programó un itinerario interminable, con decenas y decenas de paradas sucesivas entre Asia, África y América —algo que se hacía con relativa frecuencia, sobre todo para recoger muestras, y que por lo tanto no iba a llamar la atención de nadie.

Como última parada de aquel larguísimo itinerario figuraba la isla de Hokaido — precisamente, estaba previsto que el transporte regresara a la Base desde allí—; como primera parada el Maestro había elegido los Alpes —acaso, para volver a verlos una última vez—; y después de cinco o seis paradas más, bien emboscadas para que pasasen desapercibidas entre las otras, unas determinadas coordenadas en la selva venezolana.

Se proponía arrancarse la baliza justo antes de llegar a la selva y, una vez allí, bajar y arrojarla en el interior de la cabina para que prosiguiera su viaje, de forma que, cuando el transporte regresara a la Base, todo el mundo creyera que el percance en cuestión había tenido lugar en Hokaido. Según sus cálculos, para cuando saliéramos de nuestro error y nos pusiéramos a reconstruir sus movimientos entre cada una de aquellas paradas absurdas, ya sería demasiado tarde y una pesada puerta infranqueable se habría cerrado tras él.

Cabe decir que su plan funcionó como un reloj, salvo por un pequeño detalle: al final, la herida que tuvo que causarse para arrancarse la baliza fue tan grave que, cuando el transporte se fue dejándole abandonado en mitad de la selva, ya no pudo ponerse en pie, y allí se quedó, desangrándose.

Los elegidos

Quiso el azar —de nuevo aquel extraño y poderoso azar— que, a unos metros de donde cayó el Maestro, se encontrase pescando un viejo
jowai
[4]
muy abrumado por sus propios problemas.

Formaba parte de un pequeño grupo —treinta individuos entre niños y adultos— que había llegado a aquel lugar huyendo de los colonizadores, mientras el grueso de su tribu, en un movimiento de signo totalmente contrario, había dado comienzo a una maniobra de gran envergadura de aproximación definitiva a los misioneros católicos.

Para aquel pobre anciano el problema de tan insidioso armisticio tras años y años de lucha encarnizada —sobre todo contra las bandas de reclutadores de la industria del caucho— no era la traición propiamente dicha, sino el riesgo: él sabía a ciencia cierta que los blancos siempre llevaban a la muerte en sus cestas; él mismo había podido olerla en dos ocasiones; estaba convencido de que todo lo que recibirían los yekuana a cambio de su cordialidad y su confianza sería la enfermedad, la esclavitud y la aniquilación. Por esa razón había elegido alejarse con los suyos remontando el curso del río hacia el interior.

La soledad no le daba miedo: estaba acostumbrado a ver como las aldeas se esparcían por la selva en forma de pequeños asentamientos para protegerse de los esclavistas del caucho; de hecho, ese movimiento de disgregación y huida formaba parte de la memoria colectiva de su pueblo: marcharse con los suyos hacia el interior de la selva siempre había sido el mejor recurso de un hombre libre.

Sin embargo, en aquella ocasión, había empezado a pasar algo terrible que le acobardaba: los niños morían al nacer, los fetos se malograban; y él no tenía ni idea de la razón de aquella siniestra e inconcebible tragedia.

Como es natural había tratado de conjurarla con toda la fuerza de su chamanismo; lo había intentado todo: el sagrado poder de la maraca, las danzas, los cantos, el ayuno, los ungüentos, las pócimas de hierbas, incluso las pequeñas dosis de veneno; también habían cambiado repetidamente de emplazamiento, pero no había servido de nada:
Wanadi
[5]
se había mostrado sordo a todos sus ruegos y los niños habían seguido naciendo muertos o habían fallecido a las pocas horas de nacer.

Estaba desesperado y, de la mañana a la noche, no hacía otra cosa que buscar entre el cielo y la tierra una señal de Wanadi que le iluminara.

Hasta que cierto día, mientras pescaba, vio caer del cielo —o quizá surgir de la tierra, no podía asegurarlo— una grandiosa criatura de cuyo pecho manaba una suerte de sangre negra y viscosa.

En condiciones normales el viejo jowai no habría dudado un segundo en considerar a aquel monstruo gigantesco un enemigo del inframundo y habría tratado de darle muerte con su cerbatana. Pero, como ya he dicho, estaba desesperado y aquel hallazgo, aunque sumamente aterrador, no dejaba de ser algo insólito.

¿De dónde había venido aquello? ¿Sería Wanadi quien lo mandaba? Desde luego no parecía un hombre, pero tampoco un animal: sus ojos, apenas entreabiertos, resplandecían como rayos de sol en el agua clara. Saltaba a la vista que estaba muy mal herido; a decir verdad, demasiado para ser un espíritu.

Su experiencia de chamán le decía que, fuera quien fuese aquel ser y viniera de donde viniese, no tardaría en morir porque se estaba desangrando. Durante unos instantes se preguntó si no tendría que hacer algo para tratar de impedirlo, pero luego comprendió que nunca se atrevería a tocarle y simplemente se quedó allí, sentado a poco más de un par de metros de distancia, viéndole morir.

Entonces el Maestro, apurando sus últimas fuerzas, abrió los ojos y le pidió en yekuana que le ayudara.

El jowai se puso en pie de un salto: ¿Cómo era posible que aquel extraño conociera su lengua? ¿Sería un genio Mawaari de las profundidades del agua...?

—¿Quién eres? —le preguntó el anciano temblando de miedo.

—Ayúdame —repitió el Maestro en un hilo de voz.

Pero el jowai no sólo no se acercó, sino que retrocedió dos pasos:

—¿Te envía Wanadi o vienes del infierno? —preguntó de nuevo.

El Maestro hizo un esfuerzo desesperado por incorporarse sin conseguirlo y entonces el viejo asió con fuerza su cerbatana. Mientras la herida seguía sangrando, el Maestro comprendió que se moría. No se arrepentía de lo que había hecho; sólo estaba un poco perplejo por la extraña liviandad de aquella muerte absurda. El dolor ya empezaba a aflojar, lo mismo que la vida, pero es posible que aún le quedara ese último minuto que necesitaba.

—Tiene que ser el agua... —susurró—. O quizá los peces. No comáis más pescado.

A veces, un movimiento de tierra hace que se filtre el arsénico... Y todo se envenena...

Has de marcharte con tu gente lejos de aquí, lo más lejos que puedas... Márchate ahora y ten paciencia... Los niños tardarán en volver...

Un escalofrío recorrió la espalda del pobre viejo, que se arrojó a los pies del herido.

—Pero ¿volverán? —preguntó en un grito.

Y sin esperar la respuesta, hundió su mano derecha en la tierra húmeda de la ribera y taponó con ella la herida del Maestro haciendo presión con todas sus fuerzas.

A partir de aquel día ya no volvieron a separarse. Su amistad duró seis años, tanto como la vida del viejo chamán; y fue el Maestro quien, como un hijo, le acompañó durante aquella última noche en que murió. Consumido por la fiebre, a duras penas podía respirar, pero no tenía miedo: sabía que pronto descansaría entre los otros chamanes y se bañaría en el Lago Celeste, camino del octavo cielo. En el preciso instante de su muerte, mientras todo se borraba de su memoria, su serenidad seguía siendo infinita y tan limpia, profunda y perfecta como su fe.

Cabe decir que el Maestro jamás trató de apartarlo de aquella fe; nunca permitió de ningún modo que sus actos o sus palabras minaran las convicciones religiosas del anciano; y, por supuesto, la causa última de todo ello no fue el sentido común, como parece, sino el respeto.

Así pues, a diferencia de lo que me ocurrió a mí, entre la realidad y la inocencia, el Maestro escogió la inocencia y acertó de pleno. Quizá por esa causa nunca tuvo que arrepentirse de nada; junto a su pueblo adoptivo —aquel aislado y pequeño grupo de yekuanas— pudo disfrutar sin límites de un grandioso viaje de regreso a los umbrales de la vida y, a cambio de aquel fantástico regalo, él les dio algo de un valor incalculable; algo aparentemente sencillo, como el
casabe
[6]
, pero de ardua y compleja consecución: el corazón del bien y, al propio tiempo, el alma de la dicha, es decir, nada más y nada menos que el amor por la verdad.

En realidad se trató de un milagro cotidiano que tenía lugar cada mañana en una minúscula escuela al aire libre: poco más que un espacio en el suelo, junto al Atta, donde el Maestro enseñaba idiomas, matemáticas, física, biología y astronomía, a un nivel tan alto y de una manera tan asombrosa, que habría hecho enloquecer de envidia a los mejores cerebros de la NASA.

Y es que el Maestro, que en otra vida había sido el biólogo más eminente de toda una era y luego un traductor brillante y experimentado, al final encontró su verdadera vocación entre los muros inexistentes de esa diminuta escuela en la selva, junto a los niños que volvieron a nacer algún tiempo después del envenenamiento de los peces.

La verdad es que aquella escuela no se parecía a ninguna otra; no tenía laboratorio ni biblioteca, ni siquiera tenía una miserable bombilla con la que hacerle frente a la oscuridad cuando caía la noche; su tiza y su encerado no eran otra cosa que una sencilla ramita sobre una fina base de arena bien limpia, pero aun así, aquellos pequeños yekuanas, con poco más de doce años, habrían sido capaces de contarle a cualquiera —en un buen español e incluso en inglés— cuál era el umbral de reabsorción de la antimateria o la dinámica elemental de un salto cuántico.

Seguro que no faltará quien se pregunte cómo fue que Wanadi siguió formando parte de su acervo; muy sencillo: porque la misión de Wanadi no era explicar el mundo, sino dar sentido y esperanza a los hombres y hacerles saber que estaba allí.

Por esa razón, su lenguaje nunca fue el de la exactitud y la ciencia, sino el de la poesía, o sea, el más sabio, profundo, atemporal e inefable de todos los lenguajes, con la sola excepción de la música.

Así pues, allí todos cumplían su misión: el Maestro les infundió a los niños su amor por la ciencia, mientras que ellos, por su parte, siempre aceptaron como lo más natural que el Maestro pudiera leer sus pensamientos, gracias a lo cual se acostumbraron a ser completamente francos con él. Después crecieron y fueron sustituidos por otros niños en aquella escuela casi imaginaria, pero siempre siguieron conversando con el Maestro en el estado de profunda intimidad de quien habla consigo mismo; y hasta es posible que, a la larga, semejantes charlas contribuyeran a volverles más pacientes y reflexivos.

Comprender que no podían mentir porque el Maestro siempre lo sabría —y que tampoco podían mentirse, porque él era demasiado viejo para no darse cuenta de ello—, cambió su modo de ver el mundo y terminó por convertir la mentira en un hecho aislado y ridículo. Y así fue como, poco a poco, casi sin sentirlo, el pequeño asentamiento yekuana se fue transformando en un verdadero paraíso.

No cabe duda de que el Maestro sacó fuerzas para esa hazaña de la pura alegría de los niños, que era casi como un bálsamo para aquella otra herida, jamás cicatrizada, de la nostalgia; pero a veces, en la noche, mientras trataba de explicarles el peso colosal de las estrellas o la ingente magnitud de las distancias siderales, su mirada se detenía de pronto en un punto concreto del cielo, cerca de los cinturones de Van Allen. Entonces el Maestro volvía a notar la ausencia de la baliza en el pecho y el dolor se le hacía insoportable, mientras el frío resplandor de la luna iba llenando sus ojos de reflejos como si fueran lágrimas.

En realidad, no sentía la menor inquietud por sí mismo; hacía siglos que sabía que el tiempo de su vida propiamente dicho había pasado ya; pero después de cincuenta años en compañía de aquellos seres humanos, no podía tolerar la idea de que fueran a desaparecer sin más.

No conseguía dejar de preguntarse quién recordaría su curiosidad —su dulzura— cuando todos hubieran muerto como animales. Y no podía soportarlo. Demasiado tarde se daba cuenta de que había calculado mal sus fuerzas, porque cuando decidió exiliarse en este pequeño planeta para seguir su trágico destino, no tuvo en cuenta que el amor —el viejo amor de siempre— le acompañaría dondequiera que fuese. Y ahora todo ese amor, transformado en impotencia, le abrasaba el corazón; sentir que no podía hacer nada, que ni siquiera podía comunicar con nosotros, sencillamente le volvía loco.

Se preguntaba una y otra vez si no habría conseguido, de serle posible formularnos una petición, que accediéramos a llevarnos a los niños por lo menos. No obstante, lo cierto es que ya no tenía su baliza y no podía comunicar con nadie. De hecho, incluso había perdido un poco la noción del tiempo: sabía que se aproximaba el fin, pero ya no estaba seguro de cuánto les quedaba. Por ese motivo trataba de disfrutar al máximo de aquel edén perdido y de saborear cada noche como si fuera la última; pero aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, a duras penas podía conseguirlo, porque el presentimiento de la próxima extinción de lo que amaba lo aplastaba todo a su paso.

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