La llamada

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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

 

Una novela sorprendente e impactante de la mano de una de las mejores voces de nuestra narrativa actual.

Este relato comienza con una llamada. Gracia Durán, una oscura y solitaria compositora de música clásica cuyo amante acaba de morir, recibe una misteriosa llamada en mitad de la noche, a consecuencia de la cual acudirá a una extraña cita en las afueras de Barcelona y tendrá un primer encuentro tan imprevisible como espeluznante. Después de eso, ya nada volverá a ser lo mismo para nadie. De pronto, en la insidiosa oscuridad de una noche de tormenta, ha dado comienzo una siniestra cuenta atrás para toda la humanidad.

'La llamada' es una novela impactante y sorprendente, narrada con una prosa cuidada y sin artificios que llamará la atención del lector más literario.

Olga Guirao

La llamada

ePUB v1.1

AlexAinhoa
07.06.12

Título original:
La llamada

Olga Guirao, 2011.

Traducción: Olga Guirao

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 y v1.1)

Corrección de erratas: stunnegar

ePub base v2.0

1. EL SILENCIO DE DIOS
Ese poco de esperanza que flota sobre el miedo

Ahora que de verdad se aproxima el fin, presiento que no seré capaz de resistirlo.

No ceso de preguntarme si estaré a la altura de mis propias elecciones, incluidas las que parecen fruto del azar. Me duele reconocerlo pero, al principio, mis aspiraciones eran mucho más concretas. Todo el mundo me decía que tendría que conformarme con poder preservar la memoria de este lugar, pero yo no tenía bastante. Necesitaba llevarme de aquí algo más tibio que la sabiduría póstuma de los libros o el orden secreto de los genotipos; alguna cosa única de valor incalculable; una mujer, quizá; sólo una: mi adorada Gracia.

Sin embargo, la pura verdad es que ella no tiene ningún deseo de acompañarme: está demasiado horrorizada por todo lo que le he contado y además todavía le doy un poco de miedo.

Es natural, pobre Gracia, no puedo reprochárselo. Para ella todo empezó de una manera aterradora, la noche del pasado 28 de febrero, con la llamada de alguien que la citó a las afueras de Barcelona, en una pequeña plaza solitaria que hay frente a la calle de la Dalia, un sitio muy aislado y casi oculto del tránsito de la carretera.

Se da la circunstancia de que Gracia no es ninguna aventurera; en condiciones normales nunca hubiera aceptado encontrarse con un desconocido a las tres de la madrugada en semejante lugar, pero aquella noche pasó una cosa inexplicable que la arrastró hasta allí empujada por una turbia y siniestra curiosidad.

Parecía una noche como cualquier otra. Gracia estaba en su casa, más triste que nunca por la ausencia de su querido Gabriel, mientras observaba, al otro lado del patio interior, la ventana del piso vacío en el que Gabriel había vivido durante más de veinte años. Como de costumbre, soñaba que volvía a encenderse de nuevo la luz azulada de la mesilla de noche en aquella ventana oscura, cuando de pronto sintió todo el peso de la muerte de su amante en el interior de la garganta, igual que si una mano le oprimiese el cuello.

Fue como una especie de revelación: de improviso comprendió hasta el fondo que ya no le vería nunca más, que nunca más volvería a hablar con él y que por más que algún extraño alquilase de nuevo el piso y encendiera otra vez aquella misma lucecita azul, Gabriel seguiría muerto para siempre. Y por primera vez en todos aquellos días de vacío y perplejidad, se preguntó seriamente cómo haría para salir de aquella espantosa hendidura que comprometía incluso la propia continuidad de la vida.

Entonces, como en una pesadilla, el timbre del teléfono la sacó de sus tristes cavilaciones y una voz mecánica, sin matices, fría y exacta como una ecuación, le preguntó por Gracia Durán.

—¿De parte de quién? —inquirió ella.

—La verdad es que no nos conocemos, señora Durán —respondió la voz—, pero tengo que hablar con usted. Es urgente.

Conviene aclarar que pasaban de las dos de la madrugada.

—¿Sabe usted qué hora es? —preguntó Gracia irritada.

—Una hora excelente para quedar —le replicó el intruso sin inmutarse—. A fin de cuentas, usted no dormía, ¿verdad?

—Escuche, no estoy para tonterías...

—Ya lo sé, señora Durán; lo sé muy bien —la interrumpió aquella voz helada. Y muy lentamente, separando un poco las palabras para que produjesen el máximo efecto, añadió—: Sé que ahora mismo estaba usted mirando la ventana del piso de su compañero desaparecido cuando, de pronto, ha sentido toda la frialdad de la muerte en su interior.

Se hizo un silencio sobrecogedor mientras Gracia comprendía que, fuera quien fuese aquel intruso, estaba al corriente de lo que le ocurría, lo que la dejó sin aliento.

—¿Quién es usted? —dijo finalmente—. ¿Cómo sabe todo esto?

—Venga a verme y se lo explicaré.

—¿Qué es lo que me explicará?

—Todo, señora Durán: todo; el pasado, el presente, el futuro... La verdad.

—¡Madre mía! ¿Acaso es usted Dios? —el tono desafiante que empleaba se fundió a medio camino, arrebatándole la determinación. Y a continuación se hizo un silencio lleno de sombras al otro lado del auricular.

—¿No siente curiosidad? —preguntó por fin el desconocido—. Pues entonces quedemos... No debe temer nada de mí.

—Mire, qué quiere que le diga: no son horas, la verdad... —le respondió Gracia.

Entonces, su mirada se detuvo un instante en un viejo cartel con la imagen de Poe que colgaba de la pared; parecía más triste y loco que de costumbre. Por alguna razón, aparentemente casual, le vinieron a la cabeza los versos de
El cuervo
y el texto repetitivo del escritor le llenó el corazón con su fragancia desolada.

Entonces el extraño, como si hubiera oído sus pensamientos, añadió:

—No se preocupe, señora Durán: yo no he venido para quedarme; sólo estoy de paso.

—Perdone, ¿cómo dice...?

—Le explicaba que sólo la molestaré un rato y después me iré; yo no tengo nada que ver con
El cuervo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Gracia.

—Pero ¿quién es usted? ¿Cómo puede saber lo que estoy pensando?

—Venga a verme y se lo explicaré.

—Primero tendrá que decirme quién es y qué quiere de mí.

—Prefiero decírselo personalmente.

—¿Por qué?

—Porque si se lo explico por teléfono pensará que estoy loco.

—¿Y si me lo explica en persona no lo pensaré? ¿Está seguro? —preguntó sarcástica.

—Totalmente. Créame: no tengo ninguna duda.

—Está bien, de acuerdo, no discutamos más. ¿Y cuándo quiere que quedemos?

—Ahora mismo sería un buen momento.

—¿Ahora...? Si son las tres de la madrugada...

—¿Y...?

—Que ya estoy en la cama.

—No es verdad —replicó el intruso, con mucha seguridad pero sin ninguna acritud, como quien hace una pequeña acotación.

—Está bien, como quiera —le respondió Gracia—. Acabemos de una vez por todas. Quedamos en la puerta del Ritz dentro de veinte minutos.

—No lo sé... ¿En el Ritz?

—Sí... ¿No le parece bien?

—No, no es buen sitio. Yo preferiría que quedásemos en el parque que hay delante del Pueblo Español, al otro lado de la carretera.

—¿En la Exposición...? ¡No me lo puedo creer! ¿Ahora quiere que quedemos a las tres de la madrugada en un parque de la Exposición...? Escuche, ¿acaso cree que soy imbécil? Nadie que esté en su sano juicio va allí por la noche.

—Justamente. Así no nos molestarán.

—¿Y usted cree que necesitamos tanta calma? ¿Qué quiere? ¿Descuartizarme, quizá?

—Le prometo que no le haré ningún daño. Se lo prometo.

—Perdóneme, pero no me basta con esto.

—¿Por qué? —preguntó el desconocido y, después de una extraña pausa, continuó—: ¿Qué teme perder? ¿La vida...? Francamente, no lo creo. De hecho, hace un instante le decía que, mientras miraba usted la ventana de la casa de Gabriel, ha sentido de pronto todo el frío de la muerte en la garganta; pero lo que no le he dicho, aunque usted lo sabe tan bien como yo, es que al peso de la ausencia de Gabriel a menudo se le añade el presentimiento de su propia muerte. En suma, los dos sabemos que usted ya no tiene fuerzas para continuar y que cualquier día se inyectará de un golpe toda la insulina que guarda en la nevera. Entonces, Gracia, dígame: ¿qué importancia puede tener si yo soy un loco, un asesino o las dos cosas a la vez? En el peor de los casos, sólo le ahorraría el trabajo, ¿no cree? Pero no se preocupe: yo no quiero hacerle ningún daño; muy al contrario, he venido para salvarle la vida.

—¿Y por qué? —le preguntó Gracia en un murmullo.

—La espero dentro de media hora en el parque que hay entre el Pueblo Español y la calle de la Dalia, en los bancos de dentro de la plaza. Venga y se lo explicaré todo.

Venga, por favor —añadió.

Y después, sin esperar respuesta, colgó.

Durante un instante pensó en llamar a alguien para que la acompañase, pero ¿a quién? Ya no le quedaba nadie a quien poder recurrir a las tres de la mañana; por esa razón se sentía tan sola: porque lo estaba. No se trataba de ninguna sutileza; la exacta realidad era que todos aquellos que la habían amado de verdad estaban muertos: su madre, su padre, su amigo Miguel, que fue para ella como el hermano que no tuvo, y sobre todo Gabriel. En efecto, ya no había nadie para ayudarla de madrugada, de manera que si decidía acudir a aquella cita aterradora, no tendría más remedio que ir completamente sola.

Antes de salir cogió un cuchillo de cocina y se lo metió en el bolso; le temblaban un poco las manos pero le daba igual. Era preciso que fuera: tenía que encontrarse con aquel hombre.

Como es natural, trataba de imaginarse quién sería: seguramente alguien que la espiaba, alguien que quizá había entrado a escondidas en su casa, que había encontrado la nevera llena de insulina y se había dado cuenta de que la quería para matarse. En realidad no era tan difícil de deducir: cinco cajas de insulina son demasiadas, en especial cuando ni siquiera se es diabética. Pero ¿por qué? ¿Por qué había hecho todo eso? ¿Qué quería? ¿Quién era?

Además, estaba esa voz helada, sin ningún acento, sin ninguna entonación, absolutamente vacía, que le resultaba vagamente familiar. No era fácil advertirlo pero en la voz de aquel hombre, por alguna razón que ella no conseguía adivinar, había notado una singularidad única y prácticamente imperceptible, una especie de cadencia, casi un latido.

Ya dentro del coche, mientras se deslizaba por las calles de la ciudad dormida y desierta, se dio cuenta de que su estado de ánimo era bastante sorprendente: por un lado, aquella cita le producía un miedo elemental, desnudo y sin más vueltas, y por otro, una especie de recelo mucho más oscuro, con un cierto trasfondo literario. ¿Qué sentía exactamente? ¿Era posible que, bien oculta en el interior del miedo, también hubiera un poco de esperanza? ¿Tan mal estaba que cualquier cosa, incluida la posibilidad de una muerte violenta, le parecía preferible a aquella soledad espantosa que la aplastaba?

La pura verdad es que la respuesta a esta trágica pregunta permanecía bien fría, en la nevera, junto a la lechuga. Había llegado allí el pasado diciembre, igual que el invierno. Aquel día los hijos de Gabriel vaciaban el piso sin miramientos, se lo llevaban todo: los cuadros, los libros, las sillas. En el hospital y en el entierro habían presentado a Gracia a todo el mundo como «una amiga de papá», en un último y rabioso intento de hacerla desaparecer.

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