Read La llegada de la tormenta Online
Authors: Alan Dean Foster
—Agradecemos vuestra cordialidad y vuestra hospitalidad —le dijo Luminara.
Él le respondió con un gesto que no supo interpretar.
—Nos habéis compensado con creces. Lo cierto es que ahora nos avergonzamos de nuestras sospechas.
—La precaución no debe ser motivo de vergüenza —concluyó Obi-Wan. Un Jedi podía estar sin dormir mucho tiempo, pero no por propia voluntad. Estaba cansado. Todos lo estaban.
Anakin en concreto no podía quitarse de la cabeza la exhibición de la Maestra Luminara. Le mantuvo preocupado cuando se fue a dormir y cuando se despertó seguía estándolo. Él pensaba que había visto o leído todo sobre las posibilidades de la Fuerza. Pero una vez más, sus conclusiones eran erróneas. No podía ni imaginar la cantidad de estudio y control necesarios para realizar semejante hazaña. La complejidad de controlar simultáneamente el cuerpo y miles de granos de arena individuales, estaba más allá de sus posibilidades.
Por ahora, pensó mientras se acostaba en la casa de los invitados.
Aunque era consciente de sus limitaciones en aquel momento, tenía una confianza infinita en sus capacidades. Era la misma confianza que le había permitido sobrevivir a una infancia difícil, y la misma que le había proporcionado las habilidades para reparar androides que le habían hecho tan valioso a ojos de aquel cruel bicho con alas llamado Watto, y le habían permitido participar en la liberación de Naboo del yugo de la Federación de Comercio. La misma confianza que le permitiría algún día conseguir todo lo que quisiera. Fuera lo que fuese.
***
No hubo celebraciones cuando se fueron a la mañana siguiente. Ni un coro de jóvenes yiwa alineado para despedirles. Ni una escolta de jinetes para acompañarles hacia el Norte, ni estandartes ni instrumento musicales. Simplemente les dijeron por dónde tenían que ir y les enviaron hacia allá.
Mientras se alejaban al trote sobre los descansados suubatar.
Luminara le preguntó a Bulgan sobre la inexistencia de alguna ceremonia de despedida. El tuerto alwari hizo un gesto de suficiencia.
—La vida de un nómada es muy intensa, aunque no es tan dura como antaño. No hay tiempo para las frivolidades. Siempre hay animales a los que cuidar, jóvenes a los que instruir, casas que construir o que reparar, ancianos a los que atender, y hombres y animales que necesitan agua y comida. Ésa es la razón por la que los rituales como el de anoche son tan importantes. La diversión es necesaria y respetada, pero sólo cuando hay tiempo para ella —cabalgó en silencio un momento antes de añadir—: Lo cierto es que habéis dejado una grata impresión de la orden Jedi en los yiwa —señaló con el dedo al resto de los jinetes—. Todos.
—Nosotros también disfrutamos —le dijo ella—. No es frecuente que se nos pida que revelemos esa parte de nuestro ser. La mayor parte del tiempo la pasamos explicando la política de la República o defendiéndola, o preparándonos para ambas cosas. Créeme —dijo—, hay muy pocos como los Jedi en la galaxia que comprendan mejor lo que has dicho de los nómadas.
El guía asintió gravemente y sonrió.
—Pero al igual que los alwari, vosotros también sabéis pasároslo bien —al ver que no había respuesta, añadió cauteloso—. ¿No?
Ella suspiró mientras cambiaba de postura en la silla.
—Yo me hago esa pregunta alguna vez. Pero parece que las palabras entretenimiento y Jedi se excluyen mutuamente —recordó algo y sonrió—. Pero recuerdo una broma que le gastó el Maestro Mace Windu al Maestro Ki-Adi-Mundi. Tenía que ver con tres pádawan y el número de globos oculares disponibles en la habitación…
Comenzó a contarle aquella historia a Bulgan, que la escuchaba con interés y atención. Cuando la Jedi terminó, él hizo un gesto de ignorancia, y en su rostro se veían los signos de que se esforzaba por entender lo inasible.
—Lo siento, Maestra Luminara, pero no veo la gracia de la historia.
Supongo que el humor Jedi es tan incomprensible como la Fuerza —se mostró sincero—. Quizá uno tenga que comprender la Fuerza para coger las bromas.
—No lo creo —cabalgó en silencio un momento y añadió suspirando—. Bueno, a mí me parecía gracioso.
Llevaban un ritmo excelente. Todos estaban muy animados por haberse encontrado con los yiwa, que al principio se mostraron reticentes pero al final colaboraron, y además ahora tenían algo parecido a un sitio adonde ir. Barriss pensó, mientras se arrellanaba en su silla de montar, que por lo menos no iban cruzando la pradera al galope esperando encontrarse por casualidad con los borokii. Las indicaciones de Mazong habían sido bastante específicas, aunque era probable que los borokii se hubieran puesto en movimiento de nuevo. Se preguntó si sus rituales y costumbres serían muy distintas de las de los yiwa. Kyakhta le había dicho que dentro de los numerosos clanes alwari había grandes diferencias.
Viajaban hacia el Norte cuando sus guías se detuvieron súbitamente.
Barriss se incorporó en la silla y escudriñó el horizonte, que era igual en todas direcciones, y llevaba así días. Una pradera infinita, y campos de cereal nativo sólo interrumpido en ocasiones por unos cuantos árboles, alguna depresión con agua o fango y una colina aislada. Nada parecido a una construcción y nada que superara en altura a un suubatar sobre sus patas traseras. Así que se preguntó con curiosidad qué sería lo que les había llevado a detenerse, y por qué razón parecían algo más que inquietos.
— ¿Qué pasa? —Luminara y Obi-Wan se adelantaron para preguntar a los guías. La inspección cuidadosa de los cuatro horizontes no aclaraba la razón de la súbita parada—. ¿Por qué nos hemos parado aquí? —Escuchad.
Ambos alwari se erguían en su silla esforzándose obviamente por escuchar. ¿Pero qué?
Luminara y sus compañeros guardaron silencio. Lo único que se oía era a los suubatar masticando suavemente los granos de cereal, el constante rumor del viento entre las espigas y el aullido ocasional de un kilk cazando artrópodos de caparazón blando.
Entonces Barriss lo oyó. Primero era sutil, como el primo hermano del viento. Luego comenzó a hacerse más intenso, un sonido suave que venía del Norte, desde el punto al que se dirigían. Se intensificó hasta convertirse en un zumbido audible, aun silenciado pero creciendo inexorable en la distancia. Observando atentamente en la dirección de la que venía el susurro, Luminara pudo distinguir al fin algo como una nube oscura y baja.
Los suubatar comenzaron a agitarse inquietos, haciendo aspavientos con la afilada cabeza y pateando el suelo con las patas medias y traseras. Le costaba controlar al animal. En ese momento, Kyakhta les miró.
— ¡Kyren! —exclamó asustado—.
— ¡Rápido, amigos! —Bulgan se puso de pie de repente en la silla y oteaba el horizonte en todas direcciones—. ¡Tenemos que encontrar un refugio!
— ¿Un refugio?—Obi-Wan se mantuvo en el sitio, pero comenzó a mirar también a su alrededor—. ¿Aquí?
— ¿Para protegemos de qué? —preguntó Barriss. Ya había oído el murmullo y había visto la nube—. ¿Qué es un kyren?
Sin suspender la búsqueda, Bulgan acercó su animal al suyo.
—Una criatura voladora que viaja por las praderas de Ansion, migrando de región en región con los cambios de estación —señaló al suelo—. Cuando maduran las espigas de una zona y están repletas de granos, el kyren hace un vuelo rasante sobre ellas y se los come. Luego se asienta para descansar y para criar. Cuando los jóvenes están preparados, vuelven a emprender el vuelo para buscar más comida.
Ella parpadeó mirando a la difusa sombra del horizonte.
—Pero eso no puede ser una criatura viniendo hacia nosotros.
—No lo es —dijo Bulgan con evidente inquietud—. Son muchas más.
—No veo el peligro —Anakin se adelantó para formar parte de la conversación—. ¿Tenemos que escaparnos de una bandada de comedores de grano? Porque sólo comen grano, ¿no?
Una extraña expresión apareció en el rostro del guía, extraña hasta para un ansioniano tuerto, con cresta y un único agujero de la nariz.
—El grano es su comida favorita, sí. Pero una vez que han emprendido el vuelo no pueden, o no quieren, o simplemente olvidan cambiar de dirección. Tampoco elevan la trayectoria para no interceptar los obstáculos —tragó saliva—. Se estrellan contra las rocas. Se llevan por delante a seres vivos como los suubatar o los hootl o los cicien. A menos que esos seres encuentren un sitio en el que guarecerse o consigan escapar.
— ¿Hootl o suubatar? —preguntó Barriss con un hilo de voz—. ¿O personas?
De alguna forma no le sorprendió que Bulgan asintiera solemne. Anakin se llevó la mano al cinturón.
—Tenemos los sables láser además de otras armas. ¿Es que no podemos defendemos de esas cosas? ¿Cómo son de grandes?
Bulgan alzó las manos y se las puso a ambos lados de la cabeza.
—Éste es el diámetro de sus alas.
— ¿Eso es todo? —Anakin frunció el ceño—. Entonces no entiendo por qué Kyakhta y tú os preocupáis tanto.
— ¿Cuántos habrá en esa bandada? —preguntó Barriss—. ¿Cuántos suele haber?
El guía bajó las manos y miró a la joven.
—Nadie lo sabe. Nadie ha podido quedarse lo suficiente en un sitio como para contar los especímenes de una bandada —señaló al horizonte, que se oscurecía por momentos—. Creo que aquella bandada es un poco más grande que las normales.
—Aproximadamente —Anakin no dejaba de toquetear su sable láser—. ¿Como con cuántas de esas criaturas podríamos enfrentarnos?
Bulgan giró en la montura y miró al horizonte de nuevo.
—No creo que sea un número apabullante. Pero lo suficiente como para plantear un grave peligro si no escapamos. No más de cien o doscientos millones, diría yo.
Anakin apartó la mano del sable láser. — ¿Cien? ¿O doscientos?
La única posibilidad de refugio a la vista eran tres árboles wolgiyn que se erguían solitarios a su derecha. No daban mucha sombra.
— ¡Por aquí!
Kyakhta señaló a la izquierda y espoleó a su suubatar en esa dirección. Los dos Caballeros Jedi le siguieron, con los pádawan en la retaguardia.
Barriss intentó como pudo ocultar su temor. En lugar de huir estaban cabalgaban en dirección a la sombría amenaza. La bandada de kyren y los apresurados viajeros se acercaban como si fueran a colisionar. Aunque nunca había visto una de aquellas criaturas, confió en que Kyakhta hubiera visto algo más real que un espejismo y más sólido una leve impresión.
C
abalgaron a toda velocidad unos minutos y seguía siendo imposible distinguir individualmente a los kyren, pero su alarido colectivo se impuso al resto de los sonidos de la pradera. Un grupo de shanh, animales carnívoros y temerarios, pasó corriendo en dirección opuesta absolutamente horrorizados. Horrorizados de algo que desayunaba cereales, pensó Luminara. Un pequeño herbívoro alado que cabía en la palma de la mano. La visión de la estampida de los shanh fue de todo menos reconfortante. Espoleó a su suubatar como le habían enseñado, no quería quedarse atrás. Había algunos instrumentos de la naturaleza a los que ni siquiera un Maestro de la Fuerza podía enfrentarse. Un kyren, desde luego. Una docena, también. Unos cientos, quizá. ¿Miles? Difícilmente.
Pero cien millones de cualquier cosa era una cantidad demasiado numerosa hasta para un Jedi. Incluso si los adversarios en cuestión no eran más que pequeñas criaturas voladoras.
En el momento en que por fin pudo vislumbrar el lugar al que les llevaba Kyakhta, los gritos colectivos de millones y millones de kyren le perforaban los oídos. Se interponían entre la tierra y el sol formando una especie de eclipse, y la peste que emanaban amenazaba con sobrepasar su profundo sentido del olfato y hacer que se desmayara. Cogió firmemente las riendas y mantuvo los pies en los estribos con resolución. Se tapó la cara con una esquina de su túnica para aislarse un poco del polvo y del olor.
— ¡Por allí!
Hizo un esfuerzo por ver en la oscuridad y se dejó guiar por la voz de Kyakhta para ver hacia dónde se dirigían.
Emergiendo entre la neblina y las espigas, había un grupo de pilares y columnas. Su color variaba entre matices claros y sombras oscuras, y parecían lápidas alienígenas plantadas en mitad de la llanura. La analogía no era tranquilizadora. Eran algo piramidales, y el extremo superior era afilado, pero no todas eran perfectamente verticales. Algunas se inclinaban en un marcado ángulo hacia el suelo y otras se habían destruido al derrumbarse.
Más tarde supo que se trataban de los montículos de los jijites, unas pequeñas criaturas que vivían en el subsuelo y se alimentaban de las abundantes raíces de los cereales. Estaban construidas a base de diminutas piedrecillas unidas por un mortero natural creado por obreros jijites especialmente designados para la tarea. Cada pilar servía para ventilar el aire caliente de los túneles subterráneos y enfriar el entorno de los jijites. También ejercían la función de torres de vigilancia desde las que los jijites de vista aguda podían controlar las llanuras de su entorno, y de otros miembros de su especie. No eran insectos, sino una especie de forma de vida colectiva parecida a los reptiles.
Pero ahora no se veía a ninguno de los pequeños vigías cuadrúpedos fijando sus ojillos rojos en la pradera. Habían detectado hacía mucho la llegada de los kyren y se habían ocultado junto a los suyos en las profundidades, a salvo de la bandada arrasadora.
Le costó mucho a Luminara detener al suubatar para que no se pasara los pilares. Kyakhta les gritó para hacerse oír que lo mejor era dividirse en grupos de dos, ya que ni la más grande de las columnas era apenas suficiente como para albergar a una pareja.
No le gustó a Obi-Wan la idea, pero no tenían elección ni tiempo para discutir. Lo cierto es que podrían haberse quedado juntos para darse apoyo y seguridad mutuos, pero eso hubiera implicado dejar a las bestias solas sin jinetes para controlarlas. Desmontaron de inmediato.
—Si un suubatar se asusta —explicó Bulgan acercando la boca al oído de Luminara—es probable que el resto se dé a la estampida con él. Pasa lo mismo con todo el ganado aquí en las praderas. Confían en las reacciones de los otros para protegerse del peligro. Si eres una presa potencial, siempre es mejor echar a correr que quedarte sentado analizando la situación por ti mismo —cogió con fuerza las riendas de su animal—. Si no nos quedamos con ellos lo más probable es que los perdamos —señaló con la cabeza a Obi-Wan—. Sé que contáis con los medios como para llamar a Cuipernam y pedir ayuda, pero ni un deslizador armado podría abrirse paso entre una bandada de kyren. Ésta es nuestra única oportunidad.