La loba de Francia (13 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

—Parece que me he consagrado al sol —decía Valois—. Mi primera campaña, cuando tenía quince años, la hice también bajo un calor asfixiante, en vuestro pelado Aragón, primo Alfonso, donde fui por un momento rey, en contra de vuestro abuelo.

Se dirigía a Alfonso de España, heredero del trono de Aragón, recordándole sin miramientos las luchas que habían dividido a sus familias. Podía hacerlo, ya que Alfonso era muy bondadoso, dispuesto a aceptarlo todo para contentar a todo el mundo, a participar en la cruzada porque se lo habían pedido y a combatir contra los ingleses a manera de entrenamiento para la cruzada.

—¡Ah, la toma de Gerona! —continuó Valois—. ¡Me acordaré siempre! ¡Que lío! El cardenal de Cholte, como no tenía corona a mano para mi consagración, me caló su sombrero. Me ahogaba bajo aquel fieltro rojo. Sí, tenía quince años... Mi noble padre, el rey Felipe el Temerario, murió en Perpignan de las fiebres que contrajo allá abajo.. .

Se entristeció al hablar de su padre. Pensaba que éste había muerto a los cuarenta años. Su hermano mayor, Felipe el Hermoso, había fallecido a los cuarenta y seis; y su hermanastro Luis de Evreux, a los cuarenta y tres. Él había cumplido cincuenta y cuatro en marzo; había demostrado que era el mas fuerte de la familia. Pero, ¿cuánto tiempo le concedería la Providencia?

—También hace calor en Campania, Romaña y Toscana —prosiguió—. Para saber lo que es calor hay que atravesar toda Italia en pleno verano, desde Nápoles hasta Siena y Florencia, para expulsar a los Gibelinos, como lo hice yo, hace... dejadme contar... en 1301, o sea veintitrés años. Y también era verano durante mi campaña de Guyena, el año 94. Siempre verano.

—Todavía hará más calor en la cruzada, Carlos —dijo irónicamente Roberto de Artois—. ¿Os imagináis cabalgando contra el sultán de Egipto? Y allí parece que no se cultivan muchos viñedos. Habrá que chupar la arena.

—¡Oh, la cruzada, la cruzada...! —respondió Valois con irritado cansancio—. Con todos los obstáculos que me ponen, no sé si se podrá hacer. Es hermoso consagrar la vida al servicio de los reinos y de la Iglesia, pero uno llega a cansarse de gastar sus fuerzas en provecho de ingratos.

Los ingratos eran el Papa Juan XXII, que rehusaba conceder los subsidios, como si quisiera entorpecer la expedición, y sobre todo el rey Carlos IV que no solamente retrasaba el envío a Valois del nombramiento de teniente real, sino que se aprovechaba del alejamiento de su tío para presentar su candidatura a la corona imperial, Por lo tanto, toda la maquinación de Valois con Leopoldo de Habsburgo, no valía para nada. Valois acababa de recibir la noticia aquel mismo día, 25 de agosto. ¡Mal día de San Luis!

Estaba de tan mal humor y tan ocupado en apartarse las moscas, que se olvidó de mirar el paisaje. Sólo vio La Réole cuando la tuvo delante a cuatro o cinco tiros de ballesta.

La Réole, levantada sobre un espolón rocoso y rodeada de un círculo de verdes colinas, dominaba al Garona. Recortada sobre el cielo pálido, cercada de murallas de piedra ocre que doraba el sol en el ocaso, mostrando sus campanarios, las torres de su castillo, la alta armadura del ayuntamiento con su torrecilla horadada, y sus rojos tejados, parecía una de estas miniaturas de los devocionarios que representan a Jerusalén. Verdaderamente, una hermosa ciudad. Además, su posición elevada la hacía una plaza ideal de guerra; el conde de Kent no había sido tonto al encerrarse en ella. No sería fácil apoderarse de esta fortaleza.

El ejército se había detenido en espera de órdenes, pero monseñor de Valois no las daba. Estaba mohíno. Que el condestable y los mariscales tomaran las disposiciones que creyeran oportunas. Él no era teniente del rey, no tenía ningún poder, y no quería cargar con ninguna responsabilidad.

—Venid, Alfonso, vamos a refrescarnos —dijo a su primo de España.

El condestable volvía la cabeza dentro de su yelmo para escuchar lo que decían sus jefes de pendón. Envió de reconocimiento al conde de Boulogne, quien volvió al cabo de una hora, después de haber dado un rodeo a la ciudad por las colinas. Todas las puertas estaban cerradas, y la guarnición no daba ninguna señal de intentar la salida. Se decidió, pues, acampar, y las mesnadas se instalaron un poco como quisieron. Las viñas, que estiraban sus sarmientos entre los árboles y los altos rodrigones, constituían agradable refugio en forma de cenadores. El ejército estaba extenuado y se durmió bajo el claro crepúsculo, al aparecer las primeras estrellas.

El joven conde de Kent no pudo resistir la tentación. Después de una noche de insomnio que había pasado jugando a los dados con sus escuderos, hizo venir al senescal Basset y le ordenó que armara a su caballería y, antes del alba, sin hacer sonar la trompa, saliera de la ciudad por una baja poterna.

Los franceses, que roncaban en las viñas, sólo se despertaron cuando tuvieron encima a los caballeros gascones. Levantaron sus asombradas cabezas y las bajaron en seguida al ver los cascos de los caballos pasarles junto a la frente. Edmundo de Kent y sus compañeros acometieron a placer entre los grupos adormilados, tajando con sus espadas, golpeando con sus mazas, abatiendo sus pesados manguales sobre piernas y costados no protegidos por mallas y corazas. Se oía la rotura de los huesos y una algarabía de alaridos se elevaba del campo francés. Las tiendas de algunos grandes señores se desplomaron. Pero pronto una ruda voz dominó la refriega, una voz que gritaba: «¡A mí, Châtillon!» Y la bandera del condestable, de gules de tres palos de vero con jefe de oro, un dragón por cimera y dos leones de oro, flotó bajo el sol naciente. Era el viejo Gaucher, que prudentemente había hecho acampar a sus caballeros vasallos un poco a la retaguardia, y corría ahora en ayuda de sus compañeros. A derecha e izquierda respondieron las llamadas de «¡Adelante, Artois!» y «¡A mí, Valois!» y los caballeros franceses, medio equipados, unos a caballo y otros a pie, se lanzaron contra el adversario.

El campamento era demasiado amplio y diseminado y los caballeros franceses eran demasiado numerosos para que el conde de Kent pudiera continuar sus estragos. Los gascones vieron ante ellos un movimiento de tenaza, y Kent no tuvo tiempo mas que para retirarse y pasar al galope las puertas de La Réole. Luego, después de felicitar a todos y desatarse la armadura, se fue a dormir, con su honor a salvo.

La consternación reinaba en el campamento francés, donde se oía gemir a los heridos. Entre los muertos, cuyo número se elevaba casi a sesenta, se encontraba Juan des Barres, uno de los mariscales, y el conde de Boulogne, comandante de la vanguardia. Todos deploraban que estos dos señores, valientes guerreros, hubieran tenido un fin tan repentino y absurdo. ¡Acogotados al despertar!

La proeza de Kent inspiró respeto. El mismo Carlos de Valois, que la víspera declaraba que el joven conde no le duraría nada si lo encontraba en palenque cerrado, adoptó un tono pensativo y como orgulloso al decir:

—¡Eh, monseñores, no olvidéis que es mi sobrino!

y olvidando de golpe su amor propio herido, su malestar y la desazón del calor, después de rendir solemnes honores fúnebres al mariscal des Barres, se puso a preparar el asedio de la ciudad. Mostraba tanta actividad como competencia, ya que, a pesar de su gran vanidad, era notable guerrero.

Cortaron todos los caminos de acceso a la Reole, y la región quedó vigilada por puestos colocados en profundidad. A corta distancia de las murallas hicieron fosas, terraplenes y otras obras para defensa de los arqueros. En los lugares mas apropiados construyeron plataformas para instalar las bocas de fuego. Al mismo tiempo levantaron andamiajes para los ballesteros. Monseñor de Valois estaba en todas partes, inspeccionando, ordenando y activando las obras. En la retaguardia, en el anfiteatro de colinas, los caballeros habían levantado sus tiendas circulares, en cuya cima flotaban los pendones. La tienda de Carlos de Valois, colocada en un sitio que dominaba el campamento y la ciudad asediada, era un verdadero castillo de tela dorada.

El 30 de agosto Valois recibió por fin su tan esperado nombramiento. Entonces su humor acabó de cambiar y pareció no tener la mas pequeña duda de que la guerra estaba ya ganada.

Dos días después, el mariscal superviviente Mateo de Trye, Pedro de Cugnieres y Alfonso de España, precedidos de trompetería y del pendón blanco de parlamentarios, avanzaron hasta el pie de las murallas de la Reole para intimar al conde de Kent, de orden del poderoso y gran señor Carlos, conde de Valois, teniente del rey de Francia en Gascuña y Aquitania, que se rindiera y entregara el ducado por no haber prestado homenaje.

A lo cual, el senescal Basset, levantándose de puntillas para asomarse por las almenas, respondió por orden del conde Edmundo de Kent, teniente del rey de Inglaterra en Aquitania y Gascuña, que el requerimiento era inadmisible y que el conde no abandonaría la ciudad ni entregaría el ducado mas que por la fuerza.

Una vez hecha la reglamentaria declaración de asedio, cada uno volvió a su tarea.

Monseñor de Valois ordenó que empezaran su trabajo los treinta zapadores que le había prestado el obispo de Metz. Estos zapadores debían hacer una galería subterránea hasta el pie de la muralla, y colocar barriles de pólvora para prenderles fuego. El ingeniator Hugo, que pertenecía al duque de Lorena, prometía milagros de esta operación. Los muros se abrirían como flores en primavera.

Pero los asediados, alarmados por los golpes sordos que oían, dispusieron recipientes de agua en los caminos de ronda; y allí donde veían arrugarse la superficie, comprendían que los franceses estaban haciendo debajo una labor de zapa. Ellos hicieron lo mismo por su parte, trabajando de noche, mientras que los minadores de Lorena trabajaban de día. Una mañana, al juntarse las dos galerías, se originó a la luz de los candiles una atroz carnicería, de la que los supervivientes salieron llenos de sudor, de polvo negro y de sangre, con la mirada alocada como si subieran de los infiernos.

Entonces, dispuestas ya las plataformas de tiro, monseñor de Valois decidió utilizar las bocas de fuego.

Eran gruesos tubos de bronce, con cercos de hierro, que descansaban sobre cureñas de madera sin ruedas. Se necesitaban diez caballos para arrastrar cada uno de estos monstruos y veinte hombres para apuntarlos, calzarlos y cargarlos. Alrededor de ellos construían una especie de caja, hecha con gruesos maderos, destinada a proteger a los sirvientes en caso de que estallara el artefacto. Estas piezas provenían de Pisa. Los sirvientes italianos las llamaban lombardas debido al ruido que hacían. Todos los grandes señores y los jefes de mesnada se habían reunido para ver funcionar las lombardas. El condestable Gaucher se encogió de hombros y declaró, con aire gruñón, que no creía en las virtudes destructoras de aquellas máquinas. ¿Por qué confiar siempre en «novedades», cuando podemos utilizar buenos manganos, trabuquetes y guerreros que desde hace siglos han demostrado su eficacia? ¿había necesitado él a los fundidores de Lombardía para rendir a las ciudades que conquistó? Las guerras se ganaban con el valor del ánimo y la fuerza de los brazos y no recurriendo a polvos de alquimistas que olían demasiado a azufre de Satanás.

Los sirvientes habían encendido cerca de cada una de las máquinas un brasero en el que se enrojecía una vara de hierro. Después de introducir la pólvora con ayuda de grandes cucharas de hierro batido, cargaron las lombardas con un taco de estopa y luego pusieron una gran bala de piedra de casi cien libras, todo ello por la boca. Depositaron un poco de pólvora en una garganta situada encima de la culata, que comunicaba con la carga interior por un pequeño orificio.

Se invitó a los asistentes a retirarse cincuenta pasos. Los sirvientes de las piezas se tumbaron, con las manos sobre las orejas; solo quedó en pie un sirviente al lado de cada lombarda para prender fuego a la pólvora por medio de las varas de hierro enrojecidas al fuego. Una vez hecho esto, se lanzaron al suelo, apretándose contra las cajas de las cureñas.

Surgieron rojas llamas y tembló la tierra. El ruido repercutió en el valle del Garona y se oyó desde Marmande a Langon.

El aire se ennegreció alrededor de las piezas, cuya parte posterior se empotró en el suelo por efecto del reculón. El condestable tosía, escupía y juraba. Cuando se disipó un poco el humo se vio que una de las balas había caído en campo francés; y que una techumbre de la ciudad había volado.

—Mucho ruido y pocos daños —dijo el condestable—. Con las viejas catapultas todas las balas hubieran dado en su objetivo sin peligro de ahogarse como ahora.

Pero en el interior de La Réole nadie comprendía por que había caído repentinamente a la calle una gran cascada de tejas de la casa del notario Delpuch; tampoco comprendían de donde procedía el trueno que acababan de oír, ya que el cielo estaba sin nubes. El notario Delpuch salió de su casa dando alaridos: una gran bala de piedra había penetrado en su cocina.

Entonces la población corrió a las murallas y comprobó que en el campamento francés no había ninguna de aquellas grandes máquinas que formaban el equipo habitual de los asedios. A la segunda salva, la gente tuvo que admitir que ruido y proyectiles surgían de aquellos largos tubos recostados en la colina y que proyectaban un penacho de humo. Todos quedaron espantados, y las mujeres corrieron hacia las iglesias para rogar a Dios que apartara aquella invención del demonio.

Acababa de dispararse el primer cañonazo de las guerras de Occidente.

El 22 de septiembre por la mañana le rogaron al conde de Kent que recibiera a los messires Ramón de Labison, Juan de Miral, Imbert Esclau, los hermanos Doat y Barsan de Pins, y al notario Helie de Malenat, todos ellos jurados de La Réole, así como a varios burgueses que los acompañaban.

Los jurados presentaron sus muchas quejas al teniente del rey de Inglaterra con tono poco sumiso y nada respetuoso. La ciudad estaba sin víveres, sin agua y sin tejados. Se podía ver el fondo de las cisternas y barrer el suelo de los graneros; y la población estaba harta de aquella lluvia de balas que caía cada cuarto de hora desde hacía tres semanas. El hospital rebosaba de enfermos y heridos. En las criptas de las iglesias se amontonaban los muertos en las calles y los niños destrozados en sus camas. El campanario de la iglesia de San Pedro había sido alcanzado y las campanas se habían derribado con un estrépito infernal, lo que demostraba que Dios no protegía la causa inglesa. Además había llegado el tiempo de la vendimia, al menos para los viñedos que no habían devastado los franceses, y no podían dejar pudrir la cosecha en las cepas. La población, alentada por los propietarios y negociantes, estaba dispuesta a rebelarse y a batirse contra los soldados del senescal, si era necesario, para obtener la rendición.

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