La loba de Francia (11 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

En la montaña de Sainte—Genevieve, todo un pueblo de clérigos y de doctores con bonete disputaban en latín, y el eco de sus controversias sobre apologética o sobre los principios de Aristóteles iba a originar nuevos debates en toda la cristiandad.

Los grandes barones y prelados, y muchos reyes extranjeros, tenían residencia en la ciudad con una especie de corte. La nobleza frecuentaba las calles de la Cité, la galería de los merceros del Palacio Real, los alrededores de los palacios de Valois, de Artois, de Borgoña y de Saboya. Cada uno de estos palacios era como una representación permanente de los grandes feudos; los intereses de cada provincia se concentraban allí. Y la ciudad crecía, crecía sin cesar, empujando sus arrabales sobre jardines y campos, fuera del recinto amurallado de Felipe Augusto, que comenzaba a desaparecer, tragado por las nuevas construcciones.

Si se salía un poco de París, se veía que la campiña era próspera. Simples porqueros o vaqueros poseían una viña o un campo. Las mujeres empleadas en los trabajos agrícolas y en otros trabajos tenían fiesta el sábado por la tarde, fiesta que les era pagada; por otra parte, en casi todos los sitios el trabajo del sábado terminaba al tercer toque de vísperas. Las numerosas celebraciones religiosas eran festivas, al igual que las fiestas de las corporaciones. Y sin embargo, la gente se quejaba. ¿Cuáles eran los principales motivos de queja? Las tallas, los impuestos, como en todo tiempo y en todos los países y también el hecho de estar siempre bajo alguien de quien dependían.

Tenían la sensación de trabajar solamente para provecho del prójimo, sin poder disponer verdaderamente de sí mismos o del fruto de su esfuerzo. A pesar de las ordenanzas de Felipe V, que no se observaban de manera estricta, había en Francia muchos más siervos que en Inglaterra, donde la mayoría de los campesinos eran hombres libres, obligados, por otra parte, a formar en el ejército, y tenían cierta representación en las asambleas reales. Esto ayudaba a comprender mejor que el pueblo de Inglaterra hubiera exigido cartas a sus soberanos.

Por lo contrario, la nobleza de Francia no estaba tan dividida como la de Inglaterra; había en ella muchos enemigos por cuestiones de intereses como el conde de Artois y su tía Mahaut, y se formaban clanes, camarillas, pero la nobleza se cohesionaba cuando se trataba de sus intereses generales o de la defensa del reino. La idea de nación era más concreta y mas fuerte entre la nobleza francesa.

La única verdadera semejanza que había en aquel tiempo entre los dos países se debía al carácter de los dos reyes. Tanto en Londres como en París las coronas habían caído sobre hombres débiles, ignorantes de la verdadera preocupación de la cosa pública, sin la cual el príncipe sólo lo es de nombre.

Mortimer había sido presentado al rey de Francia, y lo había vuelto a ver en varias ocasiones; no le fue posible formarse una alta opinión de aquel hombre de veintinueve años, a quien los señores acostumbraban llamar Carlos el Hermoso, debido a que se parecía bastante a su padre, pero que, bajo esta noble apariencia, no tenía ni pizca de talento.

—¿Habéis encontrado alojamiento apropiado, messire de Mortimer? ¿Está con vos vuestra esposa? ¡Ah, como debéis de sentir estar sin ella! ¿Cuántos hijos os ha dado?

Poco más o menos, estas eran las palabras que le había dirigido el rey al desterrado, y cada vez que lo veía volvía a preguntarle: «¿Está con vos vuestra esposa? ¿Cuántos hijos habéis tenido?», ya que había olvidado la respuesta. Sus preocupaciones parecían ser únicamente de orden doméstico y conyugal. Su triste matrimonio con Blanca de Borgoña, cuya decepción aún sentía, había quedado disuelto por una anulación en la que no hizo muy bella figura. Lo habían vuelto a casar en seguida con María de Luxemburgo, joven hermana del rey de Bohemia, con el que Valois estaba intentando precisamente aquellos días entenderse a propósito del reino de Arles. Ahora María de Luxemburgo estaba encinta y Carlos el Hermoso la rodeaba de atenciones un poco tontas.

La incompetencia del rey no impedía que Francia se ocupara de los asuntos del mundo entero. El Consejo gobernaba en nombre del rey; y monseñor de Valois, en el del Consejo. Se aconsejaba de continuo al papado, y varios correos, que ganaban ocho libras y algunos denarios por viaje —verdadero patrimonio— tenían por único trabajo llevar las cartas a Aviñón. Había otros para Nápoles, Aragón o Alemania. Se prestaba gran atención a los asuntos de Alemania, ya que Carlos de Valois y su cómplice Juan de Luxemburgo habían logrado que el Papa excomulgara al emperador Luis de Baviera, con el fin de que la corona del Sacro Imperio pudiera ofrecerse... ¿a quién? ¡A monseñor de Valois, naturalmente! Ese era su viejo sueño. Cada vez que el Sacro Imperio quedaba vacante, monseñor de Valois presentaba su candidatura. ¡Cómo se acrecentaría el prestigio de la cruzada si su organizador se veía convertido en emperador!

Pero no había que olvidar los problemas de Flandes, de ese Flandes que causaba permanentes preocupaciones a la corona, ya porque la población se rebelaba contra su conde cuando este se mostraba fiel al rey de Francia, ya porque el propio conde se oponía al rey para satisfacer a la población. Por último, estaba Inglaterra, y Valois llamaba a Roger Mortimer cada vez que se planteaba un problema por este lado.

Mortimer había alquilado su residencia cerca del palacio de Roberto de Artois, en la calle de Saint—Germain-des-Pres, delante del palacio de Navarra. Gerardo de Alspaye, que lo seguía desde su evasión de la Torre, gobernaba la casa, y el barbero Ogle hacia las veces de ayuda de cámara; grupo que se engrosaba por otros desterrados ingleses, que habían tenido que salir de Inglaterra por el odio de los Despenser. Uno era Juan Maltravers, señor inglés del partido de Mortimer, descendiente como él de un compañero del Conquistador. Este Maltravers tenía la cara larga y sombría, dientes enormes y cabellos lacios; guardaba cierta semejanza con su caballo. No era compañero muy agradable y sobresaltaba a la gente con su risa nerviosa, casi de relincho, cuyo motivo se ignoraba. Pero en el destierro no se puede elegir a los amigos: el infortunio común los impone. Por Maltravers supo Mortimer que habían trasladado a su mujer al castillo de Skypton, en el condado de York, acompañada de un séquito formado solamente por una dama, un escudero, una lavandera, un criado y un paje, y que recibía trece chelines y cuatro denarios por semana para su manutención y la de su gente; casi como en la prisión...

En cuanto a la reina Isabel, su situación era cada día más penosa. Los Despenser le robaban, la despojaban, la humillaban, con cuidadosa perfección en la crueldad. «Lo único que me queda es la vida, y temo que se preparen a quitármela. Dad prisa a mi hermano para que me defienda», le decía a Mortimer.

Pero el rey de Francia... «¿Está con vos vuestra esposa? ¿Tenéis hijos?»... se remitía a la opinión de monseñor de Valois, que lo supeditaba todo al resultado de su acción en Aquitania. ¿Y si mientras tanto los Despenser asesinan a la reina?

—No se atreverán —respondía Valois.

Mortimer iba a espigar nuevas noticias a casa del banquero Tolomei, quien le hacía pasar su correo al otro lado de la Mancha. Los Lombardos tenían mejor red de comunicaciones que la corte, y sus viajantes eran más hábiles para disimular los mensajes. De esta manera la correspondencia entre Mortimer y el obispo Orleton era casi regular.

El obispo de Hereford había pagado caro su papel de promotor en la evasión de Mortimer, pero era valeroso y se mantenía firme ante el rey. Primer prelado de Inglaterra a quien juzgaba una jurisdicción laica, y apoyado además por todos los arzobispos del reino, que veían amenazados sus privilegios, se había negado a responder a sus acusadores. Eduardo continuó el proceso, hizo condenar a Orleton y ordenó la confiscación de sus bienes. Eduardo acababa de escribir al Papa para solicitarle la deposición del obispo por rebelde; era preciso que monseñor de Valois interviniera cerca de Juan XXII para impedir tal medida, cuya consecuencia hubiera sido llevar al tajo la cabeza de Orleton.

La situación de Enrique Cuello-Torcido era confusa. Eduardo lo había nombrado conde de Lancaster en marzo, devolviéndole los títulos y bienes de su hermano ejecutado, entre ellos el gran castillo de Kenilworth. Poco después, al conocer una carta dirigida a Orleton en la que le daba ánimos y pruebas de amistad, Eduardo había acusado a Cuello-Torcido de alta traición.

Cada vez que Mortimer visitaba a Tolomei, este no dejaba de decirle:

—Puesto que veis con frecuencia a los monseñores de Valois y de Artois y sois su amigo, recordadles, os ruego, esas piezas de artillería que se acaban de probar en Italia y que serán de gran utilidad en el asedio de las ciudades. Pueden proporcionarlas mi sobrino desde Siena, y los Bardi desde Florencia. Son piezas de artillería más fáciles de colocar que las grandes catapultas de balancín, y producen más estragos. Monseñor de Valois haría bien en equipar con ellas su cruzada.

Al principio, las mujeres se habían interesado bastante por Mortimer, aquel extranjero de bella estampa, vestido siempre de negro, austero, misterioso, que mordisqueaba la blanca cicatriz que tenía en el labio. Le habían hecho contar veinte veces su evasión y, mientras hablaba, se veían levantar los hermosos senos femeninos bajo las trasparentes gorgeras de lino blanco. Su voz grave, casi ronca, que acentuaba inesperadamente ciertas palabras, emocionaba los corazones ociosos.

Repetidas veces Roberto de Artois había deseado lanzar al barón inglés sobre aquellos brazos que solo deseaban abrirse; le había ofrecido también, si es que sentía preferencia por ellas, algunas mujeres de mala fama, por pares o tríos para que distrajera sus preocupaciones. Sin embargo, Mortimer no había cedido a ninguna tentación, y comenzaron a preguntarse cuál era la causa de aquella virtud, y si no tenía las costumbres de su rey.

Nadie podía imaginar la verdad: que este hombre que había apostado su salvación con la muerte de un cuervo, había prometido no tocar mujer hasta volver a Inglaterra y recobrar sus tierras, títulos y poder. Era voto de caballero, como hubiera podido hacerlo un Lanzarote, un Amadis o un caballero del rey Arturo. Sin embargo, Roger Mortimer tuvo que confesarse, después de tantos meses, que había hecho el voto un poco a la ligera, y que ello contribuía a agriarle el humor.

Por fin, llegaron buenas noticias de Aquitania. El senescal del rey de Inglaterra en Guyena, messire Basset
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tanto más puntilloso cuanto que su nombre Incitaba risa, comenzó a inquietarse por la fortaleza que se levantaba en SaintSardos. Vio en ello una usurpación de los derechos de su dueño el rey de Inglaterra y un insulto a su propia persona.

Reunió tropas y entró de improviso en Saínt-Sardos, saqueó la aldea, apresó a los oficiales encargados de vigilar los trabajos y los colgó en los postes que, con sus escudos de flores de lis, señalaban la soberanía del rey de Francia. Messire Ralph Basset no iba solo en esta expedición; le acompañaban varios señores de la región.

En cuanto se enteró Roberto de Artois, fue a buscar a Mortimer y lo llevó a casa de Carlos de Valois. Monseñor de Artois desbordaba alegría y orgullo; reía más fuerte que de costumbre y daba a sus familiares amigables manotazos que los enviaban contra la pared. ¡Al fin tenían un pretexto, y surgido de su inventivo cerebro!

Inmediatamente se trató el asunto en el Consejo Privado; se hicieron las diligencias de costumbre, y a los culpables del saqueo de Saint-Sardos se les intimó a presentarse ante el Parlamento de Toulouse. ¿Irían a reconocer su desaguisado y someterse? Eso se temía.

Por suerte, uno de ellos, uno solo, Raymond Bernard de Montpezat, se negó a ir a la convocatoria. No hacía falta más. Se le condenó en rebeldía, y se confiscaron sus bienes, y Juan de Roye, que había sucedido a Pedro-Hector de Galard en el cargo de gran maestre de los ballesteros, fue enviado a Guyena con una pequeña escolta a detener al sire de Montpezat, apoderarse de sus bienes y desmantelar su castillo. Sin embargo, fue sire de Montpezat quien se sobrepuso; hizo prisionero al oficial real y exigió rescate para entregarlo. El rey Eduardo estaba ajeno a todo, pero el caso se agravaba por la fuerza de las cosas. Y Roberto de Artois exultaba. ¡No se podía hacer desaparecer a un gran maestre de ballesteros sin que siguieran graves consecuencias!

Se hicieron nuevas diligencias, esta vez ante el mismo rey de Inglaterra, acompañadas de una amenaza de confiscación del ducado. A principios de abril, París vio llegar al conde de Kent, hermanastro del rey Eduardo, acompañado por el arzobispo de Dublín; venían a proponer a Carlos IV, para el arreglo de sus diferencias, que renunciara sencillamente al homenaje que le debía Eduardo. Mortimer, que vio a Kent en aquella ocasión (sus entrevistas fueron corteses a pesar de la difícil situación de ambos) le hizo ver la total inutilidad de su embajada. El mismo conde de Kent estaba convencido de ello; y se había hecho cargo de su misión a disgusto. Regresó con la negativa del rey de Francia, transmitida de manera despectiva por Carlos de Valois. La guerra maquinada por Roberto de Artois estaba a punto de estallar.

Pero he aquí que aquellos días la nueva reina, María de Luxemburgo, murió de improviso en Issoudon tras un aborto.

Decentemente no se podía declarar la guerra durante un duelo, y más teniendo en cuenta que el rey Carlos estaba muy abatido y casi incapacitado para presidir los Consejos. La desgracia perseguía sin duda su destino de esposo. Primero engañado, luego viudo... Fue preciso que monseñor de Valois abandonara todos sus problemas y se dedicara a encontrarle una tercera esposa al rey, que se mostraba inquieto, malhumorado, y reprochaba a todos la falta de heredero en que se encontraba el reino.

Mortimer tuvo que esperar pues a que se arreglara este asunto...

Carlos de Valois hubiera propuesto de buen grado a su sobrino una de sus hijas solteras, si su edad hubiera estado de acuerdo; desgraciadamente hasta la mayor, la que había propuesto en matrimonio al príncipe heredero de Inglaterra, no contaba ni doce años. Y Carlos el Hermoso no estaba inclinado a esperar.

Quedaba otra prima hermana, hija de monseñor Luis de Evreux, ya fallecido, y sobrina de Roberto de Artois. Esta Juana de Evreux no era una mujer espléndida, pero estaba bien formada y, sobre todo, tenía edad para ser madre. Monseñor de Valois, para librarse de largas y difíciles tentativas más allá de las fronteras, indujo a toda la corte a que empujara a Carlos a aquella unión.

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