La loba de Francia (30 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

Felipe de Valois es Plenamente favorable a Isabel de Inglaterra, pero va a traicionarla porque su mujer, que odia a Isabel, lo ha instruido antes del consejo, y esta noche lo rechazará con gritos y protestas, si no actúa como ella ha decidido. Y el narigudo mozo se turba, vacila, tartamudea.

Luis de Bourbon no tiene valor. Ya no lo envían a las batallas porque huye. Nada le liga con la reina Isabel.

El rey es débil, pero capaz de obstinarse en una cosa, como cuando se negó durante un mes a conceder a Carlos de Valois su nombramiento de teniente real en Aquitania. Está mal dispuesto hacia su hermana porque las ridículas cartas de Eduardo, a fuerza de repetirlas, han hecho mella en él y, sobre todo, porque Blanca ha muerto, y piensa en el papel de Isabel hace doce años en el descubrimiento del escándalo. De no ser por ella, nunca lo hubiera sabido y, aún sabiéndolo, hubiera perdonado a Blanca para conservarla a su lado. ¿Valía la pena tanto horror, tanta infamia aireada, tantos días de sufrimiento para acabar con esa muerte?

El clan de los enemigos de Isabel solo comprendía a dos personas, Juana la Coja y Mahaut de Artois, pero sólidamente aliadas por un odio común.

De modo que Roberto de Artois, el hombre más poderoso después del rey, e incluso en muchos aspectos más poderoso que el soberano, cuya opinión prevalece siempre, que decide en todos los asuntos administrativos, que dicta las órdenes a los gobernadores, bailes y senescales, se encuentra de pronto solo para defender la causa de su prima.

Así va la influencia en las cortes; es una extraña y fluctuante suma de estados de ánimo, en la que las situaciones se transforman con la marcha de los acontecimientos y la amalgama de los intereses en juego. Y los favores llevan consigo el germen de las desgracias. No es que se cierna sobre Roberto alguna desgracia; pero Isabel está verdaderamente amenazada. Ella, que hace unos meses era compadecida, protegida y admirada, a quien daban la razón en todo, cuyo amor se aplaudía considerándolo un hermoso desquite, no tiene en el Consejo del rey mas que un solo partidario. Ahora bien, imponerle el regreso a Inglaterra es colocar su cuello sobre el tajo de la Torre de Londres, y esto lo saben todos. Pero de repente, no la quieren; ha triunfado demasiado.

Nadie está ya dispuesto a comprometerse por ella, a no ser Roberto, sólo porque es una manera de enfrentarse a Mahaut. Ésta se lanza al ataque preparado desde hace largo tiempo.

—Sire, mi querido hijo, sé el amor que tenéis a vuestra hermana, amor que os honra —dice—; pero es necesario ver claramente que Isabel es una mala mujer por cuya causa todos padecemos o hemos padecido. Ved el ejemplo que ha dado en vuestra corte desde que está aquí y pensad que es la misma mujer que lleno de calumnias a mis hijas y a la hermana de Juana, aquí presente. ¿No tenía yo razón cuando le decía a vuestro padre, cuya alma Dios guarde, que se dejaba arrastrar por su hija?

Nos ha ensuciado a placer con los malos pensamientos que veía en los demás y que no eran más que los suyos, como lo ha demostrado a las claras. Blanca, que era sincera y que os amó hasta sus últimos días, como vos sabéis, acaba de morir esta semana. ¡Era inocente, mis hijas eran buenas e inocentes!

El grueso dedo índice de Mahaut, duro como un bastón, toma al cielo por testigo. Y para complacer a su aliada del momento, añade, volviéndose a Juana la Coja:

—Seguramente tu hermana era inocente, mi pobre Juana, todos hemos sufrido la desgracia a causa de las calumnias de Isabel, y mi corazón de madre ha sangrado.

Si continúa así, va a hacer llorar a la asamblea; pero Roberto le espeta:

—¿Inocente vuestra Blanca? ¿Fue el Espíritu Santo quien la embarazó en la prisión?

El rey Carlos el Hermoso hace un gesto de contrariedad. Realmente Roberto no tenía necesidad de recordar eso.

—¡La desesperación empujó a mi hijita! —gritó Mahaut—. ¿qué podía perder esa paloma, vilipendiada por las calumnias, encerrada en una fortaleza y medio loca? Quisiera saber quién se hubiera resistido con tal tratamiento.

—También yo estuve en prisión, tía mía, cuando, por complaceros, me encerró vuestro yerno Felipe. No por eso embaracé a la mujer del carcelero, ni por desesperación tomé por esposa al llavero, cosa que parece que se hace en nuestra familia inglesa.

El condestable vuelve a interesarse por el debate.

—¿Y quién os dice, sobrino, que tanto os complacéis en ensuciar la memoria de una muerta, que mi Blanca no fue tomada a la fuerza? Igual que estrangularon a su prima en la misma prisión —dice mirando a Roberto a los ojos—, pudieron violar a la otra. No, sire hijo mío —prosigue, volviéndose al rey—, puesto que me habéis llamado a vuestro consejo...

—Nadie os ha llamado —dijo Roberto—, habéis venido por vuestra voluntad.

No se corta fácilmente la palabra a la vieja giganta.

—...os lo doy con el corazón de madre que jamás he dejado de tener hacia vos, a pesar de todo lo que hubiera podido alejarme. Os lo digo, sire Carlos: expulsad de Francia a vuestra hermana, ya que cada vez que ha venido, la Corona conoce una desgracia. El año que fuisteis hecho caballero con vuestros hermanos y mi sobrino Roberto, que debe de acordarse, el fuego se apodero de Maubuisson durante la estancia de Isabel, y estuvimos a punto de asarnos. Al año siguiente, nos trajo ese escándalo que nos ha cubierto a todos de barro y de infamia; cuando una buena hija del rey, una buena hermana de sus hermanos, aunque hubiera habido una sombra de verdad, se debería haber callado, en lugar de airearlo por todas partes con ayuda de quien yo sé. Y luego, durante el reinado de vuestro hermano Felipe, cuando ella llegó a Amiens para que Eduardo rindiera homenaje, ¿qué sucedió? ¡Los pastorcillos asolaron el reino! Y ahora tiemblo al pensar que ella está aquí. Porque vos esperáis un hijo, que deseáis varón, para dar un rey a Francia; pues bien, os lo digo, sire hijo mío: mantened a esa portadora de desgracias alejada del vientre de vuestra esposa.

¡Ah!, bien ha lanzado su ballesta. Pero Roberto responde en seguida:

—Y cuando murió nuestro primo el Turbulento, mi buena tía, ¿dónde estaba Isabel? No en Francia, que yo sepa. Y cuando su hijo, el pequeño Juan el Póstumo, se extinguió de repente en vuestros brazos, mi buena tía, ¿dónde estaba Isabel? ¿En la habitación de Luis? ¿Se encontraba entre los barones reunidos? ¡Quizá me falla la memoria, pero no la recuerdo allí! A menos, a menos, de que esas dos muertes no se deban contar, según vos, entre las desgracias del reino.

A bribona, bribón y medio. Si intercambian dos palabras más, se van a acusar claramente de asesinato.

El condestable conoce a esta familia desde hace casi sesenta años. Entorna sus ojos de tortuga y dice:

—No divaguemos y volvamos, monseñores, al tema que licita decisión.

Y hay algo en esa voz que recuerda, de golpe, el tono de los Consejos del Rey de Hierro.

Carlos el Hermoso se acaricia la frente, y dice:

—¿Y si para dar satisfacción a Eduardo, hiciéramos salir del reino a messire Mortimer?

Juana la Coja toma la palabra. Su voz es clara, no muy alta; pero después de los mugidos que han soltado los toros de Artois, se le escucha.

—Sería disgusto y tiempo perdido —declara—. ¿Pensáis que nuestra prima va a separarse de ese hombre que es ahora su dueño? Está dedicada a él en cuerpo y alma; no respira más que por él y se negara a que parta, o se irán juntos.

Juana la Coja detesta a la reina de Inglaterra, no sólo por el recuerdo de su hermana Margarita, sino por el amor tan hermoso que Isabel muestra a Francia. Y, sin embargo, Juana de Borgoña no tiene de que quejarse; su largo Felipe la quiere de verdad, aunque ella tiene una pierna más corta que la otra. Pero la nieta de San Luis quisiera ser la única amada en todo el universo.

Odia los amores ajenos.

—Hay que tomar una decisión —repite el condestable.

Dice eso porque la hora avanza y porque, verdaderamente, las mujeres hablan demasiado en esta asamblea.

El rey Carlos aprueba moviendo la cabeza, y luego dice:

—Mañana por la mañana mi hermana será conducida al puerto de Boulogne para embarcarla y entregarla bajo escolta a su legítimo esposo. Así lo quiero.

Ha dicho «así lo quiero», y los asistentes se miran, porque estas palabras raramente salen de la boca del débil Carlos.

—Cherchemont —agrega—, vos prepararéis la orden de escolta, que sellaré con mi pequeño sello.

No se puede añadir nada. Carlos el Hermoso es obstinado, es el rey; y a veces se acuerda.

Sólo la condesa Mahaut se permite decir:

—Es una sabia decisión, Sire hijo mío.

Y se separan sin desearse «buenas noches», con la sensación de haber participado en una mala acción. Apartan los asientos, y se levantan para saludar la salida del rey y de la reina.

La condesa de Beaumont está decepcionada. Había creído que su esposo Roberto triunfaría.

Lo mira, y él le hace una seña para que se dirija a su habitación. Tiene que decir todavía una palabra a monseñor de Marigny.

El condestable con su paso pesado, Juana de Borgoña con su Paso cojo, Luis de Bourbon cojeando también, han abandonado la sala. El largo Felipe sigue a su mujer con aire de galgo que ha ojeado mal la caza.

Roberto de Artois habla un instante al obispo de Beauvais, que cruza y descruza sus blancas manos.

Momentos después Roberto regresa a su departamento por el claustro de la hospedería. Una sombra está sentada entre dos columnitas: una mujer que contempla la noche.

—Buenos sueños tengáis, monseñor de Artois.

Esta voz irónica y arrastrada pertenece a Beatriz de Hirson, dama de compañía de la condesa Mahaut, y está allí, al parecer soñadora, ¿esperando que?... El paso de Roberto; Éste lo sabe bien. La joven se incorpora, se estira, se destaca en la ojiva, da un paso, y otros dos con movimiento de balanceo, y su vestido se desliza por la piedra.

—¿Qué hacéis aquí, hermosa zorrita? —le pregunta Roberto.

No responde directamente, señala con su perfil las estrellas del cielo, y dice: 

—Hace una hermosa noche, y es una pena ir a acostarse sola. No se concilia el sueño con este calor.

Roberto de Artois se le acerca, e interroga a aquellos grandes ojos que lo desafían y brillan en la penumbra; pone su enorme mano en las caderas de la joven y de repente la retira abriendo los dedos como si se hubiera quemado.

—¡Eh, hermosa Beatriz —exclama riendo—, id corriendo a meter las nalgas en el fresco del estanque, porque si no, os vais a inflamar!

Esta brutalidad de gesto, esta grosería de palabras, hacen gracia a la joven Beatriz. Hace tiempo que espera la ocasión de conquistar al gigante: ese día monseñor Roberto estará a merced de la condesa Mahaut, y Beatriz habrá podido al fin satisfacer su deseo. Pero no será esta noche.

Roberto tiene algo más importante que hacer. Llega a su departamento y entra en la habitación de su mujer la condesa, quien se incorpora en el lecho. Está desnuda. Duerme así todo el verano. Roberto, con la misma mano que acaba de poner en las caderas de Beatriz, acaricia maquinalmente uno de los senos que le pertenecen por matrimonio, musitando «buenas noches».

La condesa de Beaumont no siente nada ni con esta caricia, pero le divierte; siempre le divierte ver aparecer a su gigantesco marido e imaginar lo que puede tener en la cabeza. Roberto de Artois se deja caer en un asiento, estira sus inmensas piernas, las levanta de vez en cuando, y las vuelve a dejar caer, los dos talones juntos.

—¿No os acostáis, Roberto?

—No, amiga mía, no. Hasta voy a dejaros para ir en seguida a París, en cuanto esos monjes acaben de cantar en su iglesia.

La condesa sonríe.

—¿No creéis, amigo mío, que mi hermana de Hainaut podría acoger algún tiempo a Isabel, y permitirle reagrupar sus fuerzas?

—En eso pensaba, mi hermosa condesa, en eso pensaba ahora.

La señora de Beaumont queda tranquilizada; su marido ganará.

No fue ciertamente el servicio de Isabel, sino el Odio a Mahaut lo que aquella noche hizo cabalgar a Roberto de Artois. ¿Quería la zorra oponérsele, perjudicar a quienes él protegía, y ganar influencia sobre el rey? Ya vería quién diría la última palabra.

Fue a despertar a su criado Lormet.

—Haz ensillar tres caballos. Mi escudero, un sargento...

—¿Y yo? —dijo Lormet.

—No, tú no, tú volverás a dormir.

Era una amabilidad por parte de Roberto; los años comenzaban a pesarle a su viejo compañero de fechorías, guardaespaldas, estrangulador y nodriza todo de una pieza. Lormet se cansaba y soportaba mal las brumas de la madrugada. Refunfuñó. ¿Por qué lo había despertado si no lo necesitaba? Pero hubiera refunfuñado más, si le hubiera ordenado partir.

Ensillaron rápidamente los caballos; el escudero bostezaba, el sargento de armas terminaba de aderezarse...

—A caballo —dijo Roberto—. Va a ser un paseo.

Bien sentado en el arzón de la silla, salió a paso lento de la abadía por la granja y los talleres. Luego, en cuanto alcanzó el mar de arena que se extendía claro, insólito y nacarado en la noche, entre los blancos abedules, verdadero paisaje para una asamblea de hadas, picó al caballo y emprendió el galope. Damnartin, Mitry, Aulnay, Saint-Ouen: un paseo de cuatro horas con alguna aminoración del paso para respirar, y una parada en una posada abierta de noche que servía de beber a los carreteros de las huertas.

Aun no apuntaba el día cuando llegaron al palacio de la Cité. La guardia dejó pasar al primer consejero del rey. Roberto subió directamente a las habitaciones de la reina y, tratando de no pisar a los servidores dormidos en los pasillos, atravesó la habitación de las mujeres, entre cacareos de asustadas gallinas: « ¡señora, señora, que entran! »

Una lamparilla brillaba sobre el lecho en que Roberto Mortimer estaba con la reina.

«De manera que me he derrengado galopando toda la noche para que puedan dormir uno en brazos del otro», pensó Roberto.

Pasado el primer momento de sorpresa y encendidas las candelas, se olvidó toda turbación en vista de la urgencia. Roberto puso rápidamente en conocimiento de los dos amantes lo que se había tramado y decidido en Chaalis contra ellos. Mientras escuchaba y preguntaba, Mortimer se vistió delante de Roberto, con la mayor naturalidad, como se hace entre guerreros. Tampoco parecía turbarle la presencia de su amante; se veía que estaban muy acostumbrados.

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