La loba de Francia (26 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

Y ahora, ahí está María enfundada en su vestido de fiesta, que le molesta un poco en las sisas y sus manos enrojecidas por los trabajos domésticos que surgen de las mangas de seda verde.

¿Qué ha hecho todos aquellos años, que ahora no parecen más que un suspiro del tiempo?

Ha vivido del recuerdo. Diariamente se ha nutrido de sus pocos meses de amor y felicidad, como si se tratase de una provisión de grano rápidamente entrojada. Ha triturado cada instante de ese pasado en el molino de la memoria. Ha revisto mil veces llegar al joven Lombardo para reclamar su crédito, y expulsar al maligno preboste. Mil veces ha sentido su primera mirada y ha rehecho su primer paseo. Ha repetido mil veces su promesa en el silencio y la sombra nocturna de la capilla delante del monje desconocido. Mil veces ha descubierto su embarazo. Mil veces ha sido arrancada violentamente del convento de muchachas, situado en el arrabal de SaintMarcel, y ha sido llevada en litera cerrada, apretando a su hijo contra su pecho, a Vincennes, al castillo de los reyes. Mil veces ha presenciado cómo envolvían a su hijo en los pañales reales, para devolvérselo muerto y sentir como si le apuñalaran el corazón. Sigue odiando a la difunta condesa de Bouville, y confía en que sea presa de los tormentos infernales. Mil veces ha jurado ante el evangelio guardar al pequeño rey de Francia, no revelar, ni siquiera en confesión, los atroces secretos de la corte, y no ver nunca más a Guccio, y mil veces se ha preguntado: «¿Por qué ha tenido que ocurrirme esto a mí?»

Ha preguntado al ancho cielo azul de los días de agosto, a las heladas noches de invierno que ha pasado tiritando sola entre las sábanas tiesas, a las auroras sin esperanza y a los crepúsculos que no han traído nada. ¿Por qué?

Ha preguntado también a la ropa blanca llevada al coladero, a las salsas removidas sobre el fuego de la cocina, a la carne puesta en el saladero, al arroyo que corre al pie de la casa solariega, en cuya orilla se cortan los juncos y lirios las mañanas de procesión.

Ha habido momentos en que ha odiado furiosamente a Guccio, por el solo hecho de existir y de haberse cruzado en su vida, como viento de tormenta que atraviesa una casa con las puertas abiertas; y en seguida se ha reprochado este pensamiento como si fuera una blasfemia.

Se ha considerado una gran pecadora a la que el Todopoderoso ha impuesto esta perpetua expiación; una mártir, una especie de santa destinada por la voluntad divina a salvar la corona de Francia, la descendencia de San Luis, todo el reino en la persona del niño a ella confiado... Así, poco a poco, una persona se puede volver loca, sin que se den cuenta los que la rodean.

Por algunas palabras del empleado de la banca a la sirvienta, de cuando en cuando María tenía noticias del único hombre que había querido, de su esposo, a quien nadie reconocía este título.

Guccio vivía. Eso era lo único que sabía. ¡Cuánto ha sufrido al imaginarlo en un país extranjero, en una ciudad lejana, entre parientes desconocidos de ella, junto a otras mujeres seguramente, y con otra esposa quizá! ¡Y ahora Guccio estaba a un cuarto de legua! ¿Había vuelto por ella, o por arreglar algún asunto de la banca? ¿No sería todavía más horrible si estuviera tan cerca y no fuese por causa de ella? ¿Y podría reprochárselo, cuando nueve años atrás, se negó a verlo, y le indicó tan duramente que no se acercara más, sin poder revelarle la razón de esta crueldad? Y de repente, grita:

—¡El niño!

Guccio querrá conocer a ese jovencito que cree su hijo. ¿No habrá vuelto por este motivo?

Jeannot está allí, en el prado que se ve desde la ventana, situado junto al Mauldre, arroyo bordeado de lirios y de tan Poca profundidad que no podía preocupar, jugando con el hijo menor del palafrenero, los dos hijos del carretero y la hija del molinero, redonda como una bola. Lleva barro en las rodillas, en la cara y hasta en el remolino de cabellos rubios que le caen sobre la frente.

Grita con fuerza. Este hijo, a quien se cree bastardo, hijo del pecado, y que como a tal se le trata, tiene las pantorrillas firmes y rosadas.

¿Cómo no se dan cuenta los hermanos de María, los campesinos de su hacienda, la gente de Neauphle, de que Jeannot no tiene el rubio dorado, casi rojizo, de la madre, y menos aún la tez oscura, color de especias, de Guccio? ¿Cómo no ven que es un verdadero capetino, que tiene cara ancha, ojos azul pálido, fuerte mandíbula y el color rubio de la paja? El rey Felipe el Hermoso era su abuelo. ¡Es extraño que la gente tenga los ojos tan poco abiertos y sólo vea en las cosas y en los seres la idea que de ellos se ha forjado!

Cuando María pidió a sus hermanos que enviaran a Jeannot al cercano convento de los Agustinos para qué aprendiera a leer y a escribir, se encogieron de hombros.

—Nosotros sabemos leer un poco, y no nos ha servido de nada; no sabemos escribir y tampoco nos serviría —respondió Juan de Cressay—. ¿Por qué quieres que Jeannot aprenda más cosas que nosotros? El estudio es bueno para los clérigos, y tu hijo no puede serlo porque es bastardo.

En el prado de los lirios, el niño sigue a regañadientes a la sirvienta que ha ido a buscarlo.

Jugaba a hacer de caballero, y en ese momento, con una vara en la mano, tenía que asaltar las defensas del cobertizo, donde los malos tenían prisionera a la hija del molinero.

Los hermanos de María vuelven de inspeccionar sus campos. Están llenos de polvo, huelen a sudor de caballo y tienen las uñas negras. Juan, el mayor, es ya igual que su padre: tiene el vientre caído, la barba enmarañada, la dentadura estropeada y le faltan los colmillos. Espera que haya guerra para revelarse, y cada vez que oye hablar de Inglaterra, grita que el rey no tiene más que poner en pie al ejército para ver lo que es capaz de hacer la caballería. No es caballero; pero podría llegar a serlo en su campaña. Solo ha conocido el embarrado ejército de Luis el Turbulento, y no contaron con él para la expedición de Aquitania. Tuvo un momento de esperanza al conocer las intenciones de cruzada atribuidas a monseñor Carlos de Valois. Pero monseñor de Valois había muerto. ¡Ah, que buen rey habría sido aquel barón!

Pedro de Cressay, el hermano menor, ha quedado más delgado y pálido, pero no cuida mucho más su aspecto. Su vida es una mezcla de indiferencia y de rutina. Ninguno de los dos se ha casado. Desde la muerte de su madre, la señora Eliabel, su hermana lleva la casa; tienen, pues, a alguien que se ocupe en la cocina y en su basta ropa; contra quien pueden encolerizarse más fácilmente que lo harían con su propia esposa. Si sus calzas están destrozadas, pueden hacer responsable a María de no haber encontrado una esposa apropiada a su categoría debido a la deshonra que ha echado sobre la familia.

Sin embargo, viven con cierta holgura gracias a la pensión que el conde de Bouville pasa regularmente a la joven con el pretexto de haber sido nodriza real, y gracias también a las provisiones que el banquero Tolomei continúa enviando a quien cree su sobrino. El pecado de María ha sido, pues, provechoso para los dos hermanos.

Pedro conoce en Montfort-l'Amaury a una burguesa viuda, a la que visita de vez en cuando, y precisamente esos días se acicala con aire culpable. Juan prefiere dedicarse sólo a su trabajo, y con poco gasto se considera señor, ya que algunos mozos de las aldeas vecinas adoptan sus maneras.

Pedro y Juan se sorprenden al encontrar a su hermana vestida con su traje de seda, y a Jeannot pataleando porque le lavan la cara. ¿Es que es fiesta hoy y se han olvidado?

¡Guccio está en Neauphle —dice María.

Y se aparta, porque Juan sería capaz de darle una bofetada. Pero no; Juan se calla, y mira a María. Lo mismo hace Pedro, con los brazos caídos. No tienen el cerebro preparado para lo imprevisto. Guccio ha vuelto; la noticia es de bulto, Y necesitan varios minutos para asimilarla.

¿Qué problemas le va a plantear? Sentían viva simpatía por Guccio, se veían obligados a reconocerlo, cuando era su compañero de caza, y les traía halcones de Milán y el mozo hacía el amor a su hermana en sus narices sin que ellos se dieran cuenta. Luego quisieron matarlo cuando la señora Eliabel descubrió el pecado en el vientre de su hija. Después lamentaron su violencia cuando visitaron al banquero Tolomei en su mansión de París, Y comprendieron, demasiado tarde, que hubiera sido menos deshonroso para su hermana casarse con un Lombardo rico que verla madre de un hijo sin padre.

No tienen mucho tiempo para reflexionar, ya que el sargento de armas con librea del conde de Bouville, cabalgando un gran caballo bayo, con cota azul dentellada, entra en el patio de la casa solariega, que se llena en seguida de rostros atónitos. Los campesinos se quitan el gorro, por las puertas entreabiertas surgen cabezas de niños, Y las mujeres se secan las manos en el delantal.

El sargento acaba de entregar dos mensajes al sire Juan: uno de Guccio, otro del conde de Bouville. Juan de Cressay adopta el aire importante y altivo del hombre que recibe una carta; enarca las cejas y ordena con voz fuerte que den de comer y beber al mensajero, como si este acabara de recorrer quince leguas. Luego, en compañía de su hermano, se retira a leer. No bastan los dos, tienen que llamar a María, que sabe descifrar mejor que ellos los signos de la escritura.

Y María se pone a temblar, temblar, temblar.

—No lo comprendemos, messire. Nuestra hermana se ha puesto de repente a temblar, como si acabara de aparecer ante ella el propio Satán, y hasta se ha negado a veros. En seguida ha sido sacudida por grandes sollozos.

Los dos hermanos Cressay estaban muy turbados. Se habían hecho limpiar las botas, y Pedro se había puesto la cota que sólo llevaba para visitar a la viuda de Montfort. En la segunda pieza de la banca de Neauphle, delante de Guccio, que les ponía mala cara y ni siquiera les había invitado a tomar asiento, los dos hermanos estaban confusos, y su mente atraída por sentimientos contrarios.

Al recibir las cartas, dos horas antes, habían creído que podrían negociar la partida de su hermana y el reconocimiento de su matrimonio. Mil libras contantes y sonantes es lo que pedirían.

Un Lombardo bien podía desembolsar esta cantidad. Pero María, con su extraña actitud y su obstinación en no ver a Guccio, había echado por tierra sus esperanzas.

—Hemos intentado hacerla entrar en razón, en contra de nosotros mismos, ya que si nos dejara nos haría mucha falta puesto que lleva la casa. Pero en fin, comprendemos que si, después de tanto tiempo, venís a solicitarla, es porque verdaderamente es vuestra esposa, aunque el matrimonio se celebrara en secreto. Además, ha pasado tiempo...

Quien hablaba era el barbudo, y al hablar se embarullaba un poco. El menor se contentaba con aprobar a su hermano con la cabeza.

—Os lo decimos con toda franqueza —prosiguió Juan de Cressay—: cometimos un error al negaros a nuestra hermana. Pero ello fue debido más a nuestra madre —Dios la tenga en gloria—, que estaba muy obstinada, que a nosotros. Un caballero debe reconocer sus errores, y si María prescindió de nuestro consentimiento, nuestra es parte de la culpa. Todo eso debería olvidarse. El tiempo nos enseña a todos. Sin embargo, ahora es ella la que se niega; no obstante, juro ante Dios que no piensa en ningún otro hombre. ¡Eso sí que no! Así, que no lo comprendo. Tiene rarezas nuestra hermana, ¿verdad, Pedro?

Pedro de Cressay aprobó con la cabeza.

Para Guccio era un hermoso desquite tener ante él arrepentidos y balbuceantes, aquellos dos mozos que en otro tiempo habían llegado en plena noche, espada en mano, para matarlo, y le habían obligado a huir de Francia. Ahora sólo deseaban entregarle a su hermana; poco faltaba para que le suplicaran que apretara las clavijas, fuera a Cressay, impusiera su voluntad e hiciera valer sus derechos de esposo.

Pero eso era conocer poco el orgulloso temperamento de Guccio. Poco caso hacía de aquellos dos benditos; María era lo Único que le importaba. Pero ella lo rechazaba cuando estaba tan cerca y había venido tan dispuesto a olvidar pasadas injurias.

—Monseñor de Bouville debía de pensar que ella obraría así —dijo el barbudo—, ya que en su carta me dice: «Si la señora María se niega a ver a Guccio, como es de creer... » ¿Sabéis la razón que tuvo para escribir eso?

—No, no lo sé —respondió Guccio—; sin embargo, para que messire de Bouville lo haya visto tan claro, es necesario que ella se lo haya dicho y se haya mostrado firmemente resuelta.

La cólera comenzaba a apoderarse de Guccio. Sus negras cejas se apretaban contra la arruga vertical que le marcaba la frente. Esta vez tenía todo el derecho de actuar sin consideración hacia María. Pagaría su crueldad con una crueldad mayor.

—¿Y mi hijo? —prosiguió.

—Está aquí. Lo hemos traído.

En la pieza contigua, el niño que estaba inscrito en la lista de los reyes, y a quienes todos creían muerto hace nueve años, miraba como hacía las cuentas un empleado y se divertía acariciando las barbas de una pluma de ganso. Juan de Cressay abrió la puerta.

—Jeannot, ven —dijo.

Guccio, atento a lo que pasaba en su interior, se forzaba un poco a la emoción. «Mi hijo, voy a ver a mi hijo», se decía. La verdad es que no sentía nada. Sin embargo, ¡cuántas veces había esperado este momento! Pero no había previsto el pequeño paso, pesado, campesino, que oía acercarse. Entró el niño. Llevaba bragas cortas y una especie de blusa de seda; el rebelde remolino de los cabellos caía sobre su clara frente. ¡Un verdadero campesino!

Hubo un momento de turbación en los tres hombres, turbación que advirtió el niño. Pedro lo empujó hacia Guccio.

—Jeannot, aquí está...

Había que decir algo, decir a Jeannot quien era Guccio, y solamente se podía decir la verdad.

—...aquí está tu padre.

Guccio, tontamente, esperaba emoción, brazos abiertos, lágrimas. El pequeño Jeannot levantó hacia Guccio sus ojos azules, asombrados:

—¿No me dijeron que había muerto? —dijo.

Guccio se sobresaltó, dentro de él se formaba un rabioso furor.

—No, no —se apresuró a decir Juan de Cressay—. Estaba de viaje y no podía enviar noticias.

¿No es verdad, amigo Guccio?

«¡Cuántas mentiras le han dicho! —pensó Guccio—. Paciencia, paciencia... ¡Decirle que su padre había muerto! ¡Ah, malvados!» Y por decir algo, exclamó:

—¡Qué rubio es!

—Sí, se parece mucho al tío Pedro, hermano de nuestro difunto padre —respondió Juan de Cressay.

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