Read La loba de Francia Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (18 page)

Isabel se esforzaba en escuchar, pero la verdad es que sólo prestaba atención a si misma y a un contacto insólito que le había emocionado. ¡Qué sorpresa habían experimentado sus dedos al tocar cabellos de hombre!

La reina levantó los ojos hacia Roger Mortimer, que se había colocado a su derecha con un movimiento autoritario y natural, como si fuera su protector y guardián. Ella miraba los bucles espesos que surgían del sombrero del jinete. ¡Nunca se hubiera imaginado que aquellos cabellos fueran tan sedosos al tacto!

Había ocurrido por casualidad, en el primer momento del encuentro. Isabel se sorprendió al ver aparecer a Mortimer al lado del conde de Kent. Así pues, en Francia, el rebelde, el evadido, el proscrito Mortimer, marchaba al lado del hermano del rey de Inglaterra e incluso parecía tener preeminencia sobre él.

Y Mortimer, saltando a tierra, se abalanzó hacia la reina para besar el pliegue de su vestido; pero la hacanea hizo un extraño, y los labios de Roger rozaron la rodilla de Isabel, quien maquinalmente había puesto la mano sobre la cabeza descubierta de este amigo reencontrado. Y al cabalgar ahora por la ruta estriada por las sombras que daban las ramas, el contacto sedoso de esos cabellos se prolongaba, todavía perceptible y encerrado en el terciopelo del guante.

—Pero el motivo más grande para pronunciar la nulidad del matrimonio fue, aparte del que los contrayentes no tenían la edad canónica para copular, ni siquiera la posibilidad natural de hacerlo, el hecho de que vuestro hermano, cuando se caso, carecía de discernimiento para buscar mujer, y de voluntad para expresar su elección, ya que era incapaz, simple y débil, y, por consiguiente, el contrato carecía de valor. ¡Inhabilis, simplex et imbecillis...! Y todos, desde vuestro tío Valois hasta la última camarera, estuvieron de acuerdo al decir que era verdad, y que la mejor prueba era que su difunta madre la reina lo consideraba tan tonto que lo llamaba «ganso».

Perdonad, prima mía, que os hable así de vuestro hermano, pero en fin, ese es el rey que tenemos.

Gentil compañero por lo demás, y de hermoso rostro, pero poco dispuesto. Ya comprenderéis que es preciso gobernar en su lugar. No esperéis ayuda de él.

A la izquierda de Isabel rondaba la voz incansable de Roberto de Artois y flotaba su perfume de fiera. A su derecha, Isabel sentía la mirada de Roger Mortimer fija en ella con turbadora insistencia. Levantó los ojos hacia aquellas pupilas de color pedernal, hacia aquel rostro bien formado en el que un profundo surco dividía la barbilla. Le sorprendía no acordarse de la cicatriz blanca que repulgaba el labio inferior del barón inglés.

—¿Y seguís con vuestra castidad, hermosa prima mía? —preguntó de repente Roberto de Artois.

La reina enrojeció y levantó furtivamente los ojos hacia los de Roger Mortimer, como si la pregunta la hiciera culpable, de manera inexplicable, con respecto a Roger Mortimer.

—Me veo obligada —respondió.

—¿Os acordáis, prima, de nuestra entrevista sostenida en Londres?

Enrojeció más. ¿A qué venía ese recuerdo, y qué iba a pensar Mortimer? Un ligero abandono en un momento de adiós..., ni siquiera un beso, solamente una frente que se apoya en el pecho de un hombre y busca refugio... ¿Roberto seguía, pues, pensando en aquello después de once años? Se sintió halagada, pero no emocionada. ¿Había considerado él como confesión de un deseo lo que no había sido más que un momento de confusión? Tal vez aquel día, pero sólo aquel día, si no hubiera sido reina, si él no hubiera tenido que regresar apresuradamente para denunciar a las hermanas Borgoña...

—En fin, si se os ocurre cambiar de costumbre... —insistió Roberto con tono alegre—. Al pensar en vos siempre tengo una sensación como de crédito no cobrado...

Se interrumpió al cruzarse su mirada con la de Mortimer, mirada de hombre dispuesto a sacar la espada si seguía oyendo cosas parecidas. La reina se dio cuenta de las miradas y, para ocultar su emoción, acarició la crin blanca de su yegua. ¡Querido Mortimer! ¡Cuánta nobleza y caballerosidad había en aquel hombre! ¡Y qué agradable era respirar el aire de Francia, y que hermosa aquella ruta, con sus sombras y claridades!

Roberto de Artois esbozó apenas una sonrisa irónica. Ya no debía seguir pensando en su crédito, según la expresión que había empleado, creyéndola delicada. Estaba seguro de que Lord Mortimer amaba a Isabel y de que Isabel amaba a Mortimer.

«¡Bien —pensó—, mi buena prima se va a divertir con ese templario!»

IV.- El Rey Carlos

Tardaron casi un cuarto de hora en atravesar la ciudad, desde las puertas hasta el palacio de la Cité. Las lágrimas asomaron a los ojos de la reina Isabel cuando se apeó en el patio de la residencia que había visto edificar a su padre, y que ya había recibido la ligera pátina del tiempo.

Se abrieron las puertas en lo alto de la gran escalera, e Isabel creyó por un momento que iba a aparecer el rostro imponente, glacial, soberano, del rey Felipe el Hermoso. ¡Cuántas veces había contemplado a su padre en lo alto de la escalera, dispuesto a descender hacia su ciudad!

El joven que apareció con cota corta, las piernas bien enfundadas en calzas blancas y seguido de sus chambelanes, por su estatura y rasgos se parecía al gran monarca desaparecido, pero de su persona no emanaba ninguna fuerza, ninguna majestad. No era más que una pálida copia, una máscara de yeso de una estatua yacente. Y, sin embargo, como la sombra del Rey de Hierro estaba presente detrás de este personaje sin fuerza, como la realeza de Francia se encontraba en él, Isabel intentó por tres o cuatro veces arrodillarse; y otras tantas su hermano la detuvo por la mano, diciéndole:

—Bienvenida, mi dulce hermana, bien venida.

La obligó a levantarse y, teniéndola todavía de la mano, la condujo por las galerías hasta el gabinete bastante espacioso que ocupaba habitualmente, y se informó del viaje de la reina. ¿La había recibido bien en Boulogne el capitán de la ciudad?

Se preocupó por saber si los chambelanes vigilaban el equipaje y recomendó que no dejaran caer los cofres.

—Las telas se arrugan —explicó—. En mi último viaje a Languedoc vi lo mucho que se estropearon mis ropas.

¿Concentraba su atención en esta clase de preocupaciones para ocultar su emocionada turbación? Después de sentarse, Carlos el Hermoso dijo:

—¿Como os va, mi querida hermana?

—No muy bien, hermano mío —respondió.

—¿Cuál es el objeto de vuestro viaje?

El rostro de Isabel denotó una expresión de apenada sorpresa. ¿No estaba pues al corriente su hermano? Roberto de Artois, que había entrado en el palacio con los jefes de escolta, dirigió a Isabel una mirada que significaba: «¿No os lo había dicho?»

—Hermano mío, vengo a concertar con vos el tratado que nuestros dos reinos deben firmar, si quieren dejar de perjudicarse.

Carlos el Hermoso permaneció callado un momento como si reflexionara. La verdad es que no pensaba en nada concreto. Como en las audiencias concedidas a Mortimer y en todas las demás hacía las preguntas y no prestaba atención a las respuestas.

—El tratado... —acabó por decir—. Sí, estoy dispuesto a recibir el homenaje de vuestro esposo Eduardo. Hablad con nuestro tío Carlos, a quien ya le he dado la orden. ¿No os ha incomodado el mar? ¿Sabéis que nunca he navegado? ¿Qué se siente sobre esa agua movediza?

La reina tuvo que esperar a que su hermano dijera algunas trivialidades más antes de presentarle al obispo de Norwich, que debía llevar las negociaciones, y a Lord Cronwell, que mandaba la escolta inglesa. Los saludó con cortesía, pero, visiblemente, sin ningún interés.

Carlos IV no era mucho más tonto que miles de hombres de su misma edad, que en su reino rastrillaban al revés los campos, rompían las lanzaderas en su oficio de tejedores, o vendían la pez y el sebo equivocándose al hacer las cuentas; la desgracia lo había hecho rey a pesar de tener tan pocas facultades para ello.

—Vengo también, hermano mío —dijo Isabel—, a solicitar vuestra ayuda y a poner mi persona bajo vuestra protección, ya que me han quitado todos mis bienes y en último lugar el condado de Cornouailles, inscrito en el tratado de boda.

—Exponed vuestras quejas a nuestro tío Carlos; es un hombre de buen consejo, y yo aprobaré, hermana mía, todo lo que él decida por vuestro bien. Voy a llevaros a vuestras habitaciones.

Carlos IV dejó la reunión para mostrar a su hermana las habitaciones que le había reservado: cinco piezas con una escalera independiente.

—Para vuestras visitas personales —creyó conveniente explicar.

Le hizo observar igualmente el mobiliario, que era nuevo, y los tapices de figuras que cubrían las paredes. Actuaba como una buena ama de casa; tocó la tela de la colcha, y rogó a su hermana que no vacilara en solicitar toda la brasa que necesitara para calentar la cama. No podía ser más atento, ni más amable.

—Para el alojamiento de vuestro séquito, messire de Mortimer lo arreglará con mis chambelanes. Deseo que todos sean bien tratados.

Pronunció el nombre de Mortimer sin intención especial, simplemente porque cuando se trataba de asuntos ingleses sonaba siempre ese nombre. Le parecía normal que Lord Mortimer se ocupara de la casa de la reina de Inglaterra. Había olvidado que el rey Eduardo reclamaba la cabeza de aquel hombre.

Continuó dando vueltas por la habitación, corrigiendo el pliegue de una cortina y comprobando la cerradura de los postigos interiores. Luego, de repente, se detuvo, con la cabeza un poco inclinada y las manos a la espalda, y dijo:

—No hemos sido felices en nuestras uniones, hermana mía. Creí que Dios me haría más dichoso al darme por esposa a mi querida María de Luxemburgo, de lo que había sido con Blanca...

Dirigió una breve mirada a Isabel, en la que ésta adivinó un vago resentimiento contra ella por haber puesto al descubierto la mala conducta de su primera esposa.

—...y la muerte se llevó a María, y con ella al heredero del trono. Y ahora me han hecho casar con nuestra prima Evreux, a la que veréis en seguida. Es una amable compañera, y creo que me quiere. Nos casamos en julio último; estamos en marzo, y no da señales de estar encinta. Me atrevo a hablaros de cosas que solo puedo decir a una hermana... Con vuestro mal esposo, que no aprecia vuestro sexo, habéis tenido cuatro hijos. Y yo, con mis tres esposas... Sin embargo, os aseguro que he cumplido mis deberes conyugales con mucha frecuencia y gran placer. ¿Qué pasa entonces, hermana mía? ¿No creéis en la maldición que mi pueblo dice que pesa sobre nuestra familia y nuestra casa?

Isabel lo contemplaba con tristeza. Se mostraba de golpe muy conmovedor por las dudas que lo asaltaban y que debían de ser su constante preocupación. El más humilde jardinero no se hubiera expresado de otra manera para llorar sus infortunios o la esterilidad de su mujer. ¿Qué deseaba ese pobre rey? ¿Un heredero del trono o un hijo para el hogar?

¿Y qué realeza había en Juana de Evreux, que entró poco después a saludar a Isabel? La cara un poco blanda, la expresión dócil; llevaba con humildad su condición de tercera esposa, que habían buscado en el seno de la familia, porque hacía falta una reina en Francia. Estaba triste; espiaba constantemente en el rostro de su marido la obsesión que conocía bien, y que debía de ser el único tema de sus conversaciones nocturnas.

Isabel encontró al verdadero rey en Carlos de Valois. En cuanto se enteró de la llegada de su sobrina, corrió a Palacio, la abrazó y la besó en las mejillas. Isabel comprendió en seguida que el poder estaba en aquellos brazos y en ninguna otra parte.

La cena fue breve y reunió alrededor de los soberanos a los condes de Valois, de Artois y a sus esposas, al conde de Kent, al obispo de Norwich y a Lord Mortimer. A Carlos el Hermoso le gustaba acostarse pronto.

Todos los ingleses se reunieron luego en el departamento de la reina para conferenciar.

Cuando se retiraban, Mortimer fue el último en el umbral de la puerta. Isabel lo retuvo, por un instante según dijo; tenía que entregarle un mensaje.

V.- La cruz de sangre

No tenía ni idea del tiempo transcurrido. El vino licoroso, perfumado de romero, rosa y granada, estaba casi agotado en el cántaro de cristal; las brasas se consumían en el hogar.

Ni siquiera habían oído los gritos de la ronda que se elevaban lejanos, de hora en hora, durante la noche. No podían dejar de hablar, sobre todo la reina, quien, por primera vez después de tantos años, no temía que estuviera escondido un espía tras de los tapices, para repetir sus frases más triviales. No creía que un día podría hablar tan libremente; había perdido hasta la memoria de la libertad. No recordaba haberse hallado nunca delante de un hombre que la escuchara con tanto interés, que le respondiera con tanta exactitud, y cuya atención estuviera tan llena de generosidad.

Aunque tenían ante ellos muchos días para hablar, no se decidían a interrumpir aquel torrente de confidencias. Tenían que decirse todo sobre el estado de los reinos, el tratado de paz, las cartas del Papa, y sobre sus enemigos comunes; Mortimer tenía que contar su prisión, evasión y destierro, y la reina confesar sus tormentos y los ultrajes sufridos.

Isabel tenía intención de permanecer en Francia hasta que Eduardo viniera a rendir homenaje; ese era el consejo que le había dado Orletón, con quien había tenido una entrevista secreta entre Londres y Douvres.

—No podéis volver a Inglaterra antes de que sean expulsados los Despenser, señora —dijo Mortimer—. No podéis, ni debéis.

—Estaba clara su finalidad al atormentarme tan cruelmente durante estos últimos meses.

Esperaban que cometiera alguna loca acción de rebeldía para encerrarme en algún convento o castillo lejano, como han hecho con vuestra esposa.

—Pobre amiga Juana —dijo Mortimer—. Ha sufrido mucho por mí.

Y fue a poner un leño en el hogar.

—Fue ella quien me mostró la clase de hombre que erais —prosiguió Isabel—. Debido al miedo que tenía a que me asesinaran, muchas veces la hacía dormir a mi lado. Y ella me hablaba de vos, siempre de vos... Así supe de los preparativos de vuestra evasión, y pude contribuir a ella. Os conozco mejor de lo que creéis, Lord Mortimer.

Hubo un momento como de espera para ambos y también de ligera turbación. Mortimer permanecía inclinado sobre el hogar, cuyo brillo iluminaba su barbilla profundamente cortada y sus espesas cejas.

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