—O mejor dicho, él me indicó las líneas generales. Y de ese complot, cuando rompí con Angelo, jamás le he hablado a Michela.
—Podría haberlo hecho ayer.
—¿Me creerá si le digo que me faltó valor? Michela estaba tan segura de que Elena mentía…
—¿Puede revelarme el contenido de la carta?
—Pues claro. Angelo tenía que irse a Holanda una semana. Y Michela había manifestado su intención de acompañarlo. Entonces él me hizo escribirle una carta en que le decía que había pedido diez días de permiso en la escuela para acompañarlo en ese viaje. No era verdad en aquel caso; estábamos en época de exámenes, imagínese cómo me habrían concedido diez días, pero él le enseñaría la carta a su hermana y eso le permitiría irse solo tal como quería.
—Pero, oiga, si Michela se hubiera cruzado con usted en Montelusa mientras Angelo se encontraba en Holanda, ¿qué explicación le habría dado?
—Lo habíamos pensado. Yo le diría que en el último momento la escuela no me había concedido el permiso.
—¿Y usted no tenía nada en contra de que él se fuera solo?
—Pues claro, me disgustaba un poco. Pero comprendía que para Angelo era importante librarse unos días de la agobiante presencia de Michela.
—¿Agobiante?
—No sabría calificarla de otra manera, comisario. Adjetivos como asidua, afectuosa y amorosa no transmiten bien la idea, quedan muy por debajo. Para Michela era una especie de deber absoluto vigilar a su hermano, como si Angelo fuese un chiquillo de pocos años.
—Pero ¿qué temía?
—Nada, creo. Yo me di una explicación que carece de base científica, pues no sé nada de psicoanálisis. A mi juicio, se trataba de una especie de maternidad soñada pero frustrada, y vertida por tanto enteramente y con profunda inquietud en el hermano. —Soltó la risita de costumbre—. Muchas veces he pensado que si me hubiera casado con Angelo, me habría sido muy difícil librarme de la presión, no de la suegra que, pobrecita, no pinta nada, sino de la cuñada.
Hizo una pausa. Montalbano comprendió que estaba buscando las palabras adecuadas para expresar lo que tenía en la cabeza.
—Cuando murió Angelo, pensé que Michela se hundiría. Pero ha ocurrido justo lo contrario.
—¿En qué sentido?
—Se desesperó, gritó, lloró, claro, pero al mismo tiempo he advertido en ella como una especie de liberación a nivel inconsciente. Es como si se hubiera librado de un peso y se sintiera más tranquila y más libre, ¿me explico?
—Se explica muy bien. —Y vete tú a saber por qué, al comisario se le ocurrió una idea—. ¿Michela ha tenido algún novio en el pasado?
—¿Por qué lo pregunta?
—Pues no sé, porque sí.
—Me contó que a los diecinueve años se enamoró de un chico de veintiuno. Fueron oficialmente novios tres años.
—¿Sabe por qué lo dejaron?
—No lo dejaron. Él murió. Le gustaba demasiado correr con la moto, y parece que era un motorista de una habilidad extraordinaria. Ignoro los detalles del accidente. Sea como fuere, a partir de entonces Michela ya no quiso volver a tener a su lado a otros hombres. Y creo que desde entonces multiplicó su vigilancia sobre el pobre Angelo hasta convertirla en asfixiante.
—Usted es una mujer inteligente, está absolutamente al margen de la investigación y ha tenido tiempo de sobra para analizar su ya terminada historia —empezó Montalbano, mirándola a los ojos.
—Esa premisa suya me preocupa —dijo Paola con su risita habitual—. ¿A qué apunta?
—A una respuesta. ¿Quién era Angelo Pardo?
No pareció sorprenderse de la pregunta.
—Yo también me lo he preguntado, comisario. Y no cuando me dejó por Elena. Porque hasta aquel momento yo sabía quién era. Un hombre ambicioso, por encima de todo.
—Jamás lo había considerado bajo ese aspecto.
—Porque no quería aparentarlo. Creo que sufrió mucho cuando le quitaron la licencia, se le truncó una carrera muy prometedora. Pero mire, con el trabajo que hacía… Por ejemplo, dentro de un año iban a concederle la representación exclusiva de dos multinacionales farmacéuticas para toda la isla, y no sólo para la provincia de Montelusa.
—¿Se lo dijo él?
—No, pero escuché varias conversaciones telefónicas con Zúrich y Ámsterdam.
—¿Y cuándo empezó a preguntarse quién era Angelo Pardo?
—A raíz de su asesinato. Entonces ves en perspectiva algunas cosas sobre las cuales te habías dado una explicación que ahora, después de su muerte, ya no te explicas tan fácilmente.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, ciertas zonas de sombra. Angelo era capaz de desaparecer varios días y a la vuelta no te decía nada, no podías arrancarle ni una palabra. Impenetrable. Por eso acabé por convencerme de que se veía con otra mujer, que había tenido alguna aventura pasajera. Pero claro, después de que lo hayan matado de esa manera, ya no estoy tan segura de que fueran citas amorosas.
—Pues entonces, ¿qué?
Paola extendió los brazos con desconsuelo.
Antes de irse a comer, pasó por la comisaría. Catarella dormía delante del ordenador con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y un hilo de saliva bajándole por la barbilla. No lo despertó, de eso ya se encargaría la siguiente llamada.
Encima de su mesa había una bolsa de tejido azul oscuro. Una tarjeta de cuero pegada en la parte anterior ponía «Salmón House». La abrió y se dio cuenta de que era una bolsa térmica. Contenía cinco recipientes redondos de plástico transparente en cuyo interior se distinguían unos grandes filetes de arenque a la vinagreta, navegando en salsitas variadas. Y un salmón ahumado, todavía entero. Y envuelto en celofán, un sobre.
Lo abrió.
Desde Suecia con amor. Ingrid.
Se ve que Ingrid había encontrado a alguien que bajaba a Italia y había aprovechado para enviarle un saludo. Experimentó una punzada de nostalgia tan grande por Ingrid que se le quitaron las ganas de abrir uno de aquellos recipientes y hacer una primera degustación. ¿Cuando se decidiría la sueca a regresar?
Ya no era el caso de ir a la
trattoria,
tenía que regresar corriendo a Marinella y vaciar la bolsa en el frigorífico. La levantó y vio que debajo había dos hojas. La primera era una nota de Catarella.
Dottori
, como no puedo saber si personalmente en persona pasará o no pasará en persona, li dejo el sigundo fail impreso, que me he pasado la noche in vela luchando contra il guardia de paso, pero al final se la he dado al guardia por aquel sitio.
La otra hoja era toda números. Las consabidas dos columnas. Las cifras de la derecha le parecieron idénticas a las del primer archivo. Se sacó del bolsillo las hojas con que había estado trabajando por la mañana y lo comprobó.
Sí, idénticas. Sólo cambiaban los números de la segunda columna. Pero no le apetecía romperse la cabeza.
Dejó las hojas antiguas, las nuevas y el cancionero-clave encima de la mesa, tomó la bolsa y abandonó el despacho. Al pasar por delante del trastero de la entrada, oyó a Catarella hablando a gritos:
—¡No siñor, no siñor, lo siento, pero el
dottori
no está! Esta mañana ha dicho que no pasaba esta mañana. Sí siñor, si lo digo seguro. Esté tranquilo, si lo diré.
—Catarè, ¿era para mí? —preguntó el comisario, plantándose delante de él.
El otro lo miró como si viera a Lázaro resucitado.
—Madre santísima,
dottori,
pero ¿de dónde sale?
Demasiado complicado explicarle que, al entrar, él dormía, agotado por su combate nocturno con el guardia del paso. Además, Catarella jamás de los jamases reconocería haberse quedado dormido en el desempeño de su tarea de solícito responsable de la centralita.
—¿Quién era?
—El
dottori
Latte con ese al final. Dice que el siñor jefe supirior hoy, que sería el día que es, tampoco puede ricibirlo como si había estabilizado y que será para mañana, que sería el día que viene a la misma hora exacta de hoy que es el día que es.
—Catarè, ¿sabes que lo has hecho muy bien?
—¿Por cómo le he explicado la llamada del
dottor
Latte con ese al final?
—No; porque has conseguido abrir el segundo archivo.
—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Toda la noche sufrí! ¡Usía no puede comprender el esfuerzo que hice! Si trataba de un guardia de paso que parecía uno y que en cambio…
—Catarè, después me lo cuentas.
Temía perder tiempo; igual dentro de la bolsa los arenques y el salmón empezaban a estropearse.
Sin embargo, en cuanto llegó a Marinella y abrió el primer recipiente, el persuasivo aroma que le inundó las ventanas de la nariz le hizo comprender que tenía que proveerse enseguida de un plato, un tenedor y una rebanada de pan recién hecho.
Por lo menos la mitad del contenido de los recipientes no se guardaría en el frigorífico, sino que iría a parar directamente a su tripa. En el frigorífico guardó sólo el salmón, lo demás se lo llevó a la galería tras haber puesto la mesa.
Los arenques, de grueso calibre, se habían preparado todos a la vinagreta con distintos ingredientes, desde la salsita agridulce a la mostaza. Se lo pasó en grande. Su intención era zampárselo todo, pero después pensó que se tiraría la tarde y la noche ansiando beber agua como alguien que llevara días perdido en el desierto. Guardó lo que quedaba en la nevera y sustituyó el paseo por el muelle por un largo paseo por la orilla del mar.
Después se duchó, dio unas vueltas por la casa y regresó a la comisaría pasadas las cuatro y media. Catarella no estaba en su sitio. Como compensación, se cruzó en el pasillo con Mimì Augello, cuyo rostro estaba más negro que el carbón.
—¿Qué hay, Mimì?
—Pero ¿tú dónde vives? ¿Qué haces? —le replicó muy nervioso Augello, siguiéndolo a su despacho.
—Vivo en Vigàta y hago de comisario —canturreó Montalbano sobre la melodía de
Señorita pálida.
—Sí, sí, tú hazte el gracioso. Mira, Salvo, que no está el horno para bollos.
Montalbano se preocupó.
—¿Salvuccio no está bien?
—Salvuccio está perfectamente. Soy yo el que esta mañana ha tenido que aguantar la bronca de Liguori, que parecía haberse vuelto loco.
—¿Y eso por qué?
—¿Ves como tenía razón al preguntarte dónde vives? ¿Sabes qué ocurrió anoche en Fanara?
—No.
—¿No encendiste el televisor?
—No. Pero ¿qué pasó?
—Ha muerto el honorable Di Cristoforo.
¡Di Cristoforo! ¡El subsecretario de Comunicación! Astro ascendente del partido en el poder, amén, decían las malas lenguas, de muchacho muy apreciado en aquellos ambientes en que el aprecio corre parejo con la salvación de la vida.
—¡Pero si no había cumplido siquiera los cincuenta! ¿De qué ha muerto?
—Oficialmente de infarto. A causa del estrés provocado por los múltiples compromisos políticos a los que generosamente se entregaba… etcétera, etcétera. Oficiosamente, de la misma enfermedad que Nicotra.
—¡Coño!
—Exacto. Y ahora comprenderás que Liguori, sintiendo arder la silla bajo el culo, pretenda detener al camello antes de que se cobre otras víctimas ilustres.
—Dime una cosa, Mimì, pero ¿estos ilustres señores no se lo montaban con la cocaína?
—Pues claro.
—Yo siempre había oído decir que la cocaína no…
—Yo también lo creía. Pero Liguori, que ya es cabrón de por sí pero de los asuntos de su oficio sabe un rato, me ha explicado que la coca, cuando no se sabe cortar o cuando se corta con ciertas sustancias, se convierte en veneno. Y en efecto, tanto Nicotra como Di Cristoforo han muerto por envenenamiento.
—A ver si lo entiendo, Mimì. ¿Qué interés tiene un camello en perder clientes matándolos?
—Cierto, la cosa no ha sido deliberada. Sería una especie de incidente de ruta. Según Liguori, nuestro camello no se ha limitado a trapichear, sino que en privado y con medios no adecuados, ha cortado ulteriormente la mercancía, para duplicar la cantidad, y la ha soltado al mercado.
—Por consiguiente, podría haber otros muertos.
—Seguro.
—Y lo que a todos les pone la pimienta en el trasero es que este camello abastece a una clientela muy exclusiva integrada por políticos, empresarios, destacados profesionales y gente por el estilo.
—Tú lo has dicho.
—Pero ¿cómo ha llegado Liguori al convencimiento de que el camello se encuentra en Vigàta?
—Me ha insinuado que lo dedujo en cierto modo de algunas medias palabras de un confidente.
—Enhorabuena.
—¿Cómo que enhorabuena? ¿No sabes decirme otra cosa?
—Mimì, lo que tengo que decirte ya te lo dije ayer. Mira bien cómo te mueves. Esta no es una operación policial.
—Ah, ¿no? Pues ¿qué es?
—Mimì, es una operación de servicios. De esos que trabajan en la oscuridad y son seguidores de Stalin.
Mimì palideció.
—¿Aquí qué pinta Stalin?
—Mimì, parece que el Bigotes decía que cuando, por casualidad, un hombre se convertía en un problema, bastaba con eliminar al hombre para eliminar el problema.
—¿Y qué tiene que ver?
—Ya te lo he dicho y te lo repito: lo único que se puede hacer es matar o que maten a ese camello. Reflexiona. Tú lo detienes siguiendo todas las normas, pero cuando vas a redactar el informe, te encuentras con que no puedes escribir que el tío es el responsable de la muerte de Nicotra y Di Cristoforo.
—¿No?
—No. Mimì, tienes la cabeza más dura que un calabrés. El senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo eran personas respetables, apreciadas, ejemplos de virtud, todo iglesia, política, familia, jamás han hecho uso de drogas de ningún tipo. En caso necesario, aparecerían diez mil testigos en su defensa. Y entonces tú sopesas los pros y los contras, llegas a la conclusión de que es mejor pasar por encima del asunto de los muertos y te limitas a decir que lo has detenido porque es un camello y basta. Pero ¿y si éste en presencia del fiscal empieza a largar? ¿Y salen los nombres de Nicotra y Di Cristoforo?
—¡Nadie se acusa a sí mismo de dos homicidios aunque hayan sido involuntarios! ¿Qué me estás contando?
—Muy bien pues, supongamos que no se acusa a sí mismo. Pero siempre existirá el riesgo de que alguien relacione al camello con las dos muertes. Recuerda, Mimì, que Nicotra y De Cristoforo eran dos políticos con muchos enemigos. Y la política en nuestro país, y no sólo en el nuestro, es el arte de hundir en la mierda al adversario.