A la mañana siguiente sonó el despertador y Montalbano abrió los ojos, pero en lugar de levantarse a toda prisa para evitar malos pensamientos acerca de la vejez, la decrepitud, el Alzheimer y la muerte, permaneció tumbado.
Se había acordado del eximio profesor Emilio Sclafani, a quien todavía no tenía el gusto de conocer personalmente en persona, pero que, aun así, merecía una reflexión. Pues sí, seguro que se merecía un poco de consideración.
En primer lugar, porque era un impotente empeñado en casarse con adolescentes o casi (eso carecía de importancia) que habrían podido ser hijas suyas. Ambas esposas tenían algo en común, a saber, el hecho de que su encuentro con el profesor significó para ellas la posibilidad de salir de una situación cuando menos difícil: la primera pertenecía a una familia de muertos de hambre, la segunda se estaba hundiendo en un negro pozo de prostitución y droga. Casándose con ellas, lo primero que se aseguraba Sclafani era su gratitud. ¿Vamos a utilizar las palabras apropiadas, sí o no? El profesor les hacía una especie de chantaje indirecto: las salvaba de la pobreza y el desorden a condición de que se quedaran con él a pesar de saber cómo era. ¡Nada de la bondad y la comprensión de que hablaba Elena!
En segundo lugar, el hecho de ser él quien señalara con qué hombre podía su primera mujer satisfacer sus naturales necesidades no había sido para nada una señal de generosidad, sino, por el contrario, una refinada manera de sujetarla más fuerte con la correa. Era, entre otras cosas, un medio de cumplir, tal como suele decirse, con el débito conyugal por persona interpuesta, delegada por él para tal fin. Además, la mujer tenía que informarle de cada encuentro y describírselo con todo detalle una vez finalizado. Tanto es así que, cuando el profesor descubrió un encuentro acerca del cual no había sido informado, la cosa acabó de mala manera.
En cambio, a la segunda mujer, tras su experiencia con la primera, le concedió libertad de elección de compañía masculina, pero siempre con la obligación de información previa acerca del día y la hora de la monta (¿es que la cosa habría podido calificarse de otra manera?).
Pero ¿por qué el ilustre profesor, conociendo el fallo absoluto de su naturaleza, había querido casarse dos veces?
La primera quizá había creído que podría producirse el milagro, para utilizar las palabras de Elena. Pero ¿y la segunda? ¿Cómo es posible que no hubiera sido más sagaz? ¿Por qué no se había casado, pongamos por caso, con una viuda de cierta edad y con los sentidos ya abundantemente satisfechos? ¿Necesitaba sentir a su lado en la cama el perfume de la carne joven? ¿Quién se creía que era, Mao Zedong?
Además, de la conversación mantenida la víspera con Paola la Roja (por cierto, recuerda que quiere que la llames) se desprendió una contradicción que quizá tuviese importancia y quizá no, y que era la siguiente: Elena afirmaba que jamás había querido ir al cine o al restaurante con Angelo para no dar ocasión a que la gente se riera de su marido a sus espaldas, mientras que Paola dijo, en cambio, que quien le había comunicado la noticia de la relación entre su mujer y Angelo era el propio profesor. O sea, que mientras la esposa intentaba evitar por todos los medios que el pueblo se enterara de que le ponía los cuernos a su marido, éste no dudaba en proclamar a los cuatro vientos que su esposa se los ponía.
Y encima, según Paola, el profesor parecía trastornado por la muerte violenta del amante de su mujer. ¡Pero cómo se podía aguantar!
Se levantó, se bebió el café, se duchó y afeitó, pero cuando estaba a punto de salir, le entró un ataque de pereza. De repente se le pasaron las ganas de ir al despacho, ver gente y hablar.
Se asomó a la galería: el día era como de porcelana. Adoptó la decisión que le pedía el cuerpo.
—¿Catarella? Soy Montalbano. Esta mañana iré más tarde.
—
Dottori,
ah,
dottori,
quería decirle…
Colgó, cogió las dos hojas que le había imprimido Catarella y el librito de canciones y fue a depositarlo todo en la mesita de la galería.
Volvió a entrar, consultó la guía telefónica, encontró el número que buscaba, lo marcó. Mientras sonaba el teléfono, miró el reloj: las nueve, la hora adecuada para llamar a una profesora que no ha ido a clase.
El teléfono sonó un buen rato sin resultado, y cuando Montalbano ya estaba perdiendo la esperanza, oyó que levantaban el auricular.
—¿Diga? —contestó una voz masculina levemente irritada.
El comisario no lo esperaba y se sorprendió un poco.
—¿Diga? —repitió la voz masculina, esta vez no sólo levemente irritada sino también levemente molesta.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera…
—¿Quiere hablar con Paola?
—Sí, si no es…
—Ahora mismo la llamo.
Transcurrieron tres minutos de silencio.
—¿Diga? —dijo una voz femenina que Montalbano no reconoció.
—¿Hablo con la profesora Paola Torrisi-Blanco? —preguntó en tono dubitativo.
—Sí, comisario, soy yo, gracias por llamar.
¡Pero no era la voz de la víspera! Ésta era ligeramente ronca, baja, sensual, como de alguien que… Y de pronto comprendió que tal vez las nueve de la mañana no fuese la hora más indicada para una profesora que, estando libre aquel día, tenía otras cosas que hacer.
—Perdón si la he molestado…
Risita de ella.
—No es muy grave. Quería decirle una cosa. Pero por teléfono no me sale. ¿Podríamos vernos? Yo podría ir a la comisaría.
—Esta mañana no voy al despacho. Podríamos vernos a última hora de la mañana en Montelusa. Dígame usted dónde.
Acordaron reunirse en un café de la Passeggiata. A mediodía. De esa manera, la profesora podría terminar con toda comodidad lo que estaba empezando a hacer cuando la llamada la había interrumpido. Y puede que incluso disfrutar de un bis.
Y ya que estaba, Montalbano decidió enfrentarse, mejor por teléfono que en persona, con el doctor Pasquano.
—¿Qué me cuenta, doctor?
—Lo que usted quiera. La historia de Caperucita Roja o la de Blancanieves y los Siete Enanitos.
—No, doctor, yo me refería…
—Ya sé a qué se refería. Ya le he dicho a Tommaseo que he hecho lo que tenía que hacer y que mañana tendrá el resultado.
—¿Y yo?
—Pídale una copia a Tommaseo.
—Pero ¿no podría saber…?
—¿Qué? ¿No sabe que le pegaron un tiro a bocajarro en pleno rostro? ¿O quiere que utilice términos técnicos sobre los cuales usted no entiende un carajo? Y además, ¿no le dije ya que, a pesar de tenerla fuera, no la había utilizado?
—¿Ha encontrado la bala?
—Sí. Y la he enviado a la Científica. Penetró por el ojo izquierdo y provocó un desastre.
—¿Nada más?
—Si se lo digo, ¿promete no tocarme los cojones por lo menos durante diez días?
—Lo juro.
—Bueno pues, no lo mataron enseguida.
—¿Qué quiere decir?
—Le introdujeron un pañuelo de gran tamaño o un trapo blanco en la boca para impedir que gritara. He encontrado unos hilos de tejido blanco entre los dientes. Y tras pegarle el tiro, le sacaron el trapo de la boca y se lo llevaron.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—La última.
—¿Por qué ha utilizado el plural? ¿Cree que el asesino no estaba solo?
—¿De veras quiere saberlo? Pues para confundir las ideas, mi queridísimo amigo.
Pasquano era un cabrón y estaba encantado de serlo.
Pero la cuestión del trapo introducido en la boca de Angelo no era algo para tomarse a la ligera. Significaba que el asesinato no había sido improvisado. Vengo, te pego un tiro y me largo. Y adiós muy buenas. No. Quien fue a ver a Angelo tenía preguntas que hacerle, quería averiguar algo a través de él. Necesitaba disponer de cierto tiempo y por eso lo puso en condiciones de escuchar lo que le decía o le preguntaba; el trapo se lo quitaría de la boca cuando Angelo decidiera contestar.
Y a lo mejor Angelo contestó, pero igualmente lo mataron. O a lo mejor no quiso o no pudo contestar, y por eso se lo cargaron. Pero ¿por qué el asesino no le dejó el trapo en la boca? ¿Porque esperaba con ello desviar a la policía hacia una pista menos exacta? ¿O, mejor, porque intentaba crear una falsa pista de crimen pasional que, aunque avalada por el pájaro fuera de la jaula, habría quedado en cualquier caso desmentida si hubiera dejado el trapo en la boca? ¿O bien porque aquel trapo no era propiamente un trapo? ¿Y si se trataba de un pañuelo con unos números bordados que hubiera podido conducir al nombre y apellido del asesino?
Renunció a seguir y salió a la galería.
Se sentó y contempló con desconsuelo las dos hojas que le había imprimido Catarella. Con los números jamás se había entendido. En el liceo, cuando sus compañeros ya se ocupaban de accisas… no, un momento, las accisas son otra cosa, los impuestos sobre la gasolina o algo así, pero entonces ¿cómo se llamaban?, ah, sí, cuando sus compañeros se ocupaban de abscisas y coordenadas, él todavía tenía dificultades con la tabla del 8.
En la primera hoja, a la izquierda había una columna de treinta y ocho números a la cual correspondía, a la derecha, otra columna de treinta y ocho números.
En la segunda hoja los números de la izquierda eran treinta y dos, y treinta y dos también los de la derecha. Si las matemáticas no eran una opinión, sumando las dos hojas, los números de la izquierda llegaban a un total de setenta. Y setenta eran también los de la derecha. Montalbano se felicitó a pesar de reconocer a regañadientes que a la misma e idéntica conclusión habría podido llegar un chiquillo de primaria.
Al cabo de media hora hizo un descubrimiento que le deparó una satisfacción similar a la de Marconi cuando comprendió que había inventado la telegrafía sin hilos o algo por el estilo: a saber, que los números de la columna de la izquierda no eran todos distintos, sino que se trataba de catorce números, cada uno de los cuales se repetía cinco veces. Las repeticiones no se presentaban una detrás de otra, sino repartidas como al azar en el interior de ambas columnas.
Tomó uno de los números de la columna izquierda y lo transcribió en el reverso de una de las dos hojas todas las veces que se repetía. A su lado escribió los números de la columna derecha.
213452 | 136000 |
213452 | 80000 |
213452 | 200000 |
213452 | 70000 |
213452 | 110000 |
Le pareció evidente que, mientras que el número de la izquierda estaba en clave, el de la derecha estaba muy claro y se refería a sumas de dinero. El total sumaba 596.000. Demasiado poco si fueran liras. Más de mil millones de liras si fueran euros, cosa más que probable. Por consiguiente, entre Angelo y el señor 213452 se hacían negocios de ese alcance. Ahora bien, puesto que señores en clave había otros trece y las cifras correspondientes de la derecha eran más o menos las mismas que las ya examinadas, eso significaba que Angelo tenía un volumen de negocios de más de doce o trece mil millones de las antiguas liras, el cual se mantenía cuidadosamente escondido. Siempre y cuando todo correspondiera a sus conjeturas, pues no se podía descartar que semejantes sumas significaran otra cosa.
Se dio cuenta de que empezaban a cerrársele los ojos, su vista ya no aguantaba la lectura de los números, se cansaba. A ese paso, necesitaría entre tres y cinco años para descifrar la clave de las canciones, y al final acabaría convirtiéndose en un ciego con bastón blanco, llevado de paseo por un perro.
Se lo llevó todo dentro, cerró la galería, salió de casa y se marchó en el coche. Era un poco pronto para su cita con Paola y, por consiguiente, decidió circular a una velocidad inferior a los diez kilómetros por hora, volviendo locos a los que iban detrás. Todos, en cuanto conseguían adelantarlo, se sentían obligados a calificarlo de:
maricón, según un camionero;
cabrón, según un cura;
hijoputa, según una amable señora;
be… be… be, según un tartamudo.
Pero todos los insultos le entraban por una oreja y le salían por la otra. Sólo uno de ellos lo indignó de verdad. Un elegante sexagenario se situó a su lado y le dijo:
—¡Burro!
¿Burro? Pero ¿cómo se atrevía? El comisario hizo un vano intento de perseguirlo pisando el acelerador hasta los treinta por hora, pero después prefirió regresar a su circunstancial velocidad de crucero.
Al llegar a la Passeggiata no encontró aparcamiento y tuvo que pasarse un rato dando vueltas hasta hallar un sitio muy alejado del lugar de la cita. En resumen, cuando llegó, Paola ya lo esperaba sentada a una mesita.
Ella pidió un espumoso
prosecco
y Montalbano se apuntó a lo mismo.
—Esta mañana Carlo, cuando ha oído que estaba al teléfono un comisario, se ha pegado un susto tremendo.
—Lo siento, no quería…
—¡Pero es que él es así! Es un chico muy bueno y simpático, pero la contemplación, qué sé yo, de un carabinero que pasa por su lado lo inquieta profundamente. Es un fenómeno inexplicable.
—Quizá podría explicarse analizando su ADN. Probablemente entre sus antepasados hubo algún forajido. Pregúnteselo.
Ambos rieron. O sea, que el que ocupaba el tiempo libre de la profesora cuando no tenía clase se llamaba Carlo. Una vez cerrado el tema, pasaron a la orden del día.
—Ayer por la tarde —dijo Paola—, cuando salió la historia de que Elena había escrito las cartas de Angelo al dictado de éste, me sentí francamente incómoda.
—¿Por qué?
—Porque, a pesar de la opinión de Michela, creo que Elena ha dicho la verdad.
—¿Cómo lo sabe?
—Verá, comisario, durante nuestra relación le escribí muchas cartas a Angelo. Me gustaba escribirle.
—No las encontré al registrar su apartamento.
—Me fueron devueltas.
—¿Por Angelo?
—No, por Michela, cuando terminó mi historia con su hermano. No quería que cayeran en manos de Elena.
¡Pero esa Elena le estaba tocando en serio los cojones a Michela! Cosa que, siendo Michela mujer, Elena jamás habría podido hacer teóricamente.
—Aún no me ha explicado el motivo de su incomodidad.
—Una de las cartas me la dictó Angelo.
¡Buen punto a favor de Elena! Y que en modo alguno podía ponerse en duda, pues lo avalaba la rival derrotada.